CRISÁLIDA

 

El colectivo se iba vaciando de pasajeros, como un gran buche mecánico que deposita cada cosa en su lugar. Al abandonar la avenida San Martín el ruido quedó atrás y comenzaba un vaivén, como de cuna, en el crepúsculo de una tarde de invierno.

Yo había llegado casi sin aliento a la fila del colectivo en la parada de Lavalle y Libertad, subiendo sin que nadie reparara en mí.

 A esa altura del recorrido quedaban pocos pasajeros: dos adolescentes que estrenaban voces; al fondo, en un asiento individual un hombre grandote de rostro redondo; tres mujeres con bolsas repletas, hablaban interrumpiéndose. Completaban los asientos de a uno, la mujer delgada de tapado marrón aparentemente dormida y varios hombres vestidos de traje con portafolios de cuero. 

Antes de que se oyera aquel ruido, escuché a las mujeres hablar del horario del tren que iban a tomar de regreso a sus casas.

-Todavía me falta mirar los cuadernos de las nenas, decía la más joven resoplando.

- ¡Qué suerte tenés! a mí no me espera nadie más que mi perro y el televisor, comentaba la otra.

 La tercera, aquella que inútilmente procuraba  disimular bajo la ropa unas marcas violetas, bajó los ojos y se quedó en silencio.

 El colectivo veinticuatro se mecía saboreando su tramo final de abundantes vueltas. Un ronroneo perezoso lo inclinaba a la derecha y enseguida a la izquierda. Parecía un bote en el mar sacudiendo acompasadamente una tripulación ya acostumbrada. En conjunto se veía casi como una danza que en la siguiente curva lenta pero cerrada, interrumpió el baile con un sonido seco.

Todos se dieron vuelta hacia donde provino aquel ruido de bolsa de papas cayendo.  La mujer de tapado marrón estaba tirada en el suelo, extendida e inmóvil. Sus anteojos quedaron a un costado y el bolso marrón, al otro. Los zapatos abotinados de tacón bajo, e igualmente marrones permanecían en sus pies. Su rostro reflejaba una sonrisa o tal vez una mueca. Los cabellos lacios peinados hacia atrás en un rodete tirante, lucían en desorden. Tenía un poco más de cuarenta años, pero su aspecto serio, de ropas muy abotonadas, la hacían aparentar más edad. A lo lejos, se escuchaba  cantar desde  no se sabe dónde, el bolero “Cuenta conmigo”.

 

El chofer escuchó el ruido y el: OH! Emitido simultáneamente a su espalda. Frenó suave y se levantó de su asiento. El hombre grandote hizo lo mismo desde el fondo del colectivo diciendo con autoridad: --no la muevan, soy enfermero. Los adolescentes enmudecieron.

Con destreza y lo antes que pudo, el enfermero se agachó, le tomó el pulso y movió la cabeza, negando. Los hombres de traje cuchicheaban,...y uno de ellos miró su reloj.

Entretanto, el enfermero comenzó a realizar unas maniobras enérgicas sobre el tórax de la mujer; y yo me quedé allí sin atreverme a nada, debatiéndome entre la disyuntiva de acercarme revelando mi presencia o permanecer en mi lugar atado por mis ocupaciones.  Un instante de compasión casi me hace desistir...

El hombre continuaba su masaje cardíaco ya sin esperanza, y cuando vio la inutilidad de prolongarlo más, auscultó de nuevo a la mujer y sentenció: --no hay nada que hacer.

  Se produjo un vacío.

Un minuto de silencio espeso inundó la atmósfera y toda la atención convergía en aquella pausa.

Entre dos hombres la bajaron.

 Yo observaba a la insignificante mujer, etérea y sonriente con los cabellos sueltos y el primer botón de la blusa desabrochado. No tenía sus lentes, y los cordones se habían fugado de sus zapatos. Lucía un gesto despreocupado, dejándose cargar como una actriz de cine.

Los pasajeros quedaron paralizados mirando el piso del colectivo. Allí permanecían desparramados el tapado marrón, la bolsa, los lentes y los cordones.

 Mientras tanto, yo, con satisfacción miraba el reloj, recuperaba mi habitual atuendo de gasa negra y procuraba ocultar mi guadaña entre los pliegues de mis ropas.

 

Abril de 2004

Primer premio concurso: “La rosa Blanca” 2004, otorgado por el Rotary Club

 

Autora: Cecilia Bergoboy. Buenos Aires, argentina.

ceciliabergoboy@arnet.com.ar

 

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