Niños de trapo.                   

 

Capítulo I

 

De amiga en madre, de amigas en hijas

 

Soy la más joven del pueblo, tengo setenta y cuatro años, mis amigas, que no vecinas, porque para nosotros vecinos fueron siempre los que vivíamos en frente o tabique por medio, y aunque en los pueblos no hay distancias, las cinco vivimos en calles distintas, descienden la escalera de los ochenta. Celia es la mayor de todas, va por el último peldaño de la década. Hombres ya no tenemos ninguno. El último en dejarnos fue mi marido: murió hace cinco años.

Cuando aquella tarde volvimos del cementerio mis hijos dijeron que me tenía que ir con ellos a Bilbao, que qué iba a hacer yo aquí sola, que ellos no podían estar yendo y viniendo cada dos por tres. Ni les dije que sí, ni les dije que no, mi cabeza no estaba para tomar decisiones. Conseguí dormirme de madrugada y cuando al mediodía aparecí en la cocina me encontré con la maleta hecha. Ni me apetecía marcharme, ni me apetecía quedarme, no tenía ganas de nada. Mientras ellos revisaban la casa para que todo quedara en orden, salí a despedirme de mis amigas, tenía que decirles adiós. Tras cruzar la plaza, me topé con tres de ellas. Todas llevaban un capacho cuyo contenido iba tapado con un paño rematado de ganchillo.

—Buenos días, Violeta: —dijo Toña en nombre de todas— Vamos a buscar a Celia para irnos las cuatro a tu casa. Como ayer dijeron tus hijos que se iban antes de comer, acordamos hacer comida y pasar el día contigo. Yo traigo una paella que no le falta ni el azafrán.

—Pues yo traigo una cazuela de huevos rellenos que se comen sin que ruja el estómago —añadió Concha.

—Yo hice un flan de postre, pero me dijo Celia que también lo había hecho ella, y decidí hacer unas empanadillas —concluyó Flora.

Iba a darle las gracias por aquel gesto de cariño. Flora sólo las hace cuando vienen sus hijos, para que vuelvan pronto, y vuelven porque nuestras empanadillas son distintas a las demás. Nunca supe que las empanadillas podían hacerse de otra cosa que no fueran de flan hasta que no empecé a viajar, que fue cuando empezaron a casarse los sobrinos y teníamos que ir a las bodas. Cuando se casó uno de los hijos del hermano mayor de Antonio nos tocó ir a Madrid. Se casaron un espléndido día de julio, y en lo que los novios se fueron a inmortalizar en las fotos ese día que es el único de completa felicidad en todos los matrimonios, nos sirvieron un aperitivo en los jardines del hotel. Los camareros se paseaban entre los corrillos con bandejas de jamón y otros embutidos, de tortillas de todo, de todas las clases de quesos y otros manjares que, fuera por el hambre que en las bodas se despierta en ese tiempo de espera entre la llegada de los novios y el comienzo de la comida, fuera porque era verdad, todos calificábamos de exquisitos. Ya al final apareció una camarera con una bandeja de empanadillas y dijo como quien anuncia el premio que toca en una rifa: Y ahora les traigo una cosa que seguro, seguro que no la han comido nunca: ¡Empanadillas de flan! ¡Vaya!, dije yo sin quitarles los ojos del repulgo hecho con un tenedor que les hacemos nosotras. La primera vez que fuera de Salamanca veo empanadillas de flan. A lo que ella respondió con mucho misterio: Es que la cocinera es de Ciudad Rodrigo. Pero un nudo en la garganta me estranguló las palabras de gratitud, y sólo pude decirle con un gesto de la mano que las esperaba en casa.

Cuando llegué a la puerta, ya me estaban esperando. Sin decir nada recogí mi equipaje y me despedí de mis hijos. Ni ellos me pidieron explicaciones, ni yo se las di, todos sabíamos que en aquel encuentro yo me había convertido en la madre de mis amigas y mis amigas se habían convertido en mis hijas y ni quería, ni podía ni debía dejarlas solas.

 

Capítulo II

 

Como una primavera sin flores

 

Los primeros días fueron duros. Mi casa se había quedado vacía, como se había quedado el pueblo. Echaba de menos todo lo que antes me molestaba: los partidos de fútbol en el televisor, las luces encendidas en pleno día, las cosas sin moverse de donde yo las dejaba… Pero pronto asumí que aquello no era un punto final, era un punto y aparte, y si algo de lo que aprendí en la escuela no olvidé nunca fue que después de un punto siempre hay que empezar con mayúscula.

Para empezar de forma correcta, me hice cargo de las obligaciones que mi marido contrajo voluntariamente con sus cinco mujeres, como él decía. Yo soy ahora quien las acompaña al médico, quien les tiñe el pelo y les corta las uñas, quien les cambia las bombillas cuando se funden, quien les descuelga y les cuelga las cortinas cuando hay que lavarlas y quien les cambia la hora de los relojes en marzo y en octubre.

 Poco a poco nos fuimos adaptando a vivir sin hombres como nos adaptamos a quedarnos sin cura, sin médico, sin maestros y hasta sin tienda de ultramarinos. Lo que no fuimos capaces de superar nunca fue el quedarnos sin niños, niños que con el balón nos dejaran las ventanas sin cristales, niños que hubiera que traerlos de las orejas para que dejaran de jugar al escondite las noches de luna y se metieran en la cama, niños que nos interrumpieran la siesta jugando por las calles a guardias y ladrones… niños que llenaran las calles de gritos, de alegría, de vida. “Un pueblo sin niños es como una primavera sin flores”, decían ellas y pensaba yo. Pero los niños ya no vienen al pueblo ni de vacaciones, prefieren irse a la playa, hospedarse en un hotel y entretenerse con todo lo que llamen deporte aunque sea participar en una carrera con los ojos vendados.

 

Capítulo III

 

La idea del cambio

 

En cuanto tuve ánimo para hacerlo, y más para evitar que viera a mi marido trajinando mañana y tarde por la casa, por el corral, por el huerto, que porque me estorbaran, recogí todas sus herramientas en cajas y subí a llevarlas al desván. Me costó Dios y ayuda encontrar un hueco donde poder ubicarlas todas juntas. Mis hijos, como todos los que abandonaron el pueblo, venían siempre cargados de cosas para guardarlas, porque en los pisos de las ciudades sólo hay espacio para lo recién comprado, nunca para lo que hoy no sirve y mañana puede hacer falta. Yo no tenía ni idea de lo que allí había. Era su padre el que se encargaba de mantener el desván en orden. Me llamó la atención un baúl que fue de mi madre y que en nuestra casa ya no era útil. ¿Qué demonios habría allí? Ni corta ni perezosa lo abrí y sorpresa: estaba lleno de muñecos de trapo, unos niños, otros, niñas, unos más grandes, otros más pequeños, algunos bebés. Sonreí. Eran los muñecos de mi infancia, los muñecos con los que tanto jugué de niña, aquellos muñecos que con tanto cariño me hizo mi madre año tras año hasta que dejé de creer en los Reyes Magos. Recordé aquella frase que se me antojaba terrible: “Un pueblo sin niños es como una primavera sin flores”. Y la idea que ante ellos surgió en mi cabeza cambió nuestras vidas: aquellos muñecos serían nuestros niños, los niños de todas, los niños del pueblo.

 

Capítulo IV

 

El olor a remordimiento

 

Dispuesta a conseguirlo lo antes posible me puse de rodillas y los saqué con sumo cuidado de aquel ataúd colectivo. Olían a remordimiento, que es a lo que huelen las palabras que dejamos de usar, los libros que no abrimos, los recuerdos que no enviamos, las rosas de papel y los besos que no damos. Uno a uno los conté: eran veinte. Me llevó varias semanas prepararlos a escondidas. Les cepillé su piel de fieltro, peiné sus cabellos de lana, hice baberos, braguitas y calcetines de ganchillo, les saqué brillo a sus zapatos, lavé varias veces sus vestidos, camisas y pantalones para que perdieran el olor a remordimiento y no solté la plancha hasta que no quedaron todas las prendas como recién salidas de la tienda.

 En cuanto los tuve listos, los saqué a la puerta. Las niñas quedaron sentadas, los niños, de pies, los bebés en sus cunitas, felices entre sábanas bordadas. Y telefoneé a mis amigas para decirles que vinieran a casa, que teníamos visita, y no tardaron en llegar sin mandil y recién peinadas.

Para nosotras las horas no tenían sesenta minutos, tenían el doble, pero aquel día tuvimos que hacernos un bocadillo porque no tuvimos tiempo ni de hacernos la comida. Nos volaron las horas alabando sus trajes, cogiéndolos en brazos, cambiándolos de sitio y hasta hablándoles como cuando hablábamos a nuestros hijos, a nuestros nietos, a los niños del pueblo. Aquella noche dormí como hacía tiempo que no dormía: de un tirón.

 

Capítulo V

 

Mamá Viole

 

 No eran las nueve cuando me despertaron cuatro llamadas de teléfono, una tras otra, la primera fue de Concha y la última de Celia. Todas querían lo mismo: que no guardara los muñecos hasta que no volvieran a verlos, que eran preciosos, que llevaban toda la noche pensando en ellos, y que querían que les hiciera unas fotos para mandárselas a sus hijas.

 A todas les dije lo mismo: que se quedaran tranquilas, que podrían verlos cuando quisieran, porque ya no eran muñecos de trapo, eran mis niños. Y las cuatro lo tuvieron claro: si ellos eran mis hijos, yo era mamá Viole. Es lo más hermoso que me han llamado en la vida.

 

Capítulo VI

 

Los niños son de todos

 

Desde entonces lo primero que hago todas las mañanas es sacarlos a la calle. Los recojo al caer la tarde. Ya en casa los arreglo para que al día siguiente estén impecables. Y duermen en el sofá, pegaditos unos a otros.

Salvo los bebés que los dejo siempre a mi puerta con el chupete en la boca y el sonajero de campanillas de ganchillo a los pies, tengo por costumbre no ponerlos siempre en el mismo sitio. Unos días los dejo a todos en la plaza rodeados de peluches, pelotas y trompetas como para que jueguen; otros los separo en pequeños grupos, y con un tambor y unas castañuelas como para molestar, los pongo en las puertas de nuestras casas; otros, con los cabases en la mano, acaban en fila india como para entrar en la escuela, y los días de misa, como sobran todos los bancos menos uno, los siento en varios de los que están libres para que hagan bulto en la iglesia. Donde no los llevo nunca es al ayuntamiento: los niños no tienen que hacer papeles.

Mis amigas se pasan el día yendo y viniendo para verlos, para acariciarlos, para reírles las gracias o darles un azote si hace falta. Viven tan pendientes de ellos como yo. Si de repente empieza a llover, corren a traérmelos a casa o se los llevan a la suya; si hace mucho calor y yo me descuido, corren a ponerlos a la sombra; si alguno se cae y se enteran ellas antes que yo, corren a levantarlo, y la ropa de sus nietos que traen sus hijas para guardar ya está en mi casa para que pueda cambiarlos todos los días, porque los niños de los pueblos no son de sus padres solamente, son de todos los vecinos, incluso de los que toman el chocolate de espaldas porque están enemistados.

 

Capítulo VII

 

Frases hechas

 

Como a cualquier madre, no me falta trabajo con ellos. Raro es el día que no tengo que coser un botón, cambiarle los cordones a algún par de zapatos o tener que buscar algún pendiente perdido. Como todos los niños, son unos adanes, y más tardo yo en asearlos que ellos en mancharse. Pero esto no impide que haga frío o calor todos los días salgamos a recorrer el pueblo de norte a sur y de este a oeste. Sea por lo que dice una, sea por lo que dice otra, siempre acabamos contando las casas del pueblo. Son ochenta y ocho sin contar las nuestras más las cuatro oficiales: la del cura, la de la maestra, la del maestro y la del médico. Todas muestran las heridas del olvido, del abandono, de la soledad. Los maestros se fueron cuando se cerraron las escuelas. El cura tampoco vive aquí. Tiene a su cargo las parroquias de siete pueblos gemelos al nuestro, y por falta de tiempo sólo viene los sábados a decirnos la misa del domingo y cuando hay un entierro. El médico tampoco necesita casa. Sólo viene si lo llamamos de urgencia, y para que no nos falten las medicinas, le da las recetas al boticario y él viene de vez en cuando a traérnoslas. El alcalde nunca tuvo casa oficial porque siempre fue alguien del pueblo. Ahora ni la tiene, ni la necesita, no vive aquí y sólo viene media hora a la semana cuando viene el secretario y no todas. Las ventanas de las casas particulares ya no se abren ni para ventilar. Los hijos vienen mientras viven los padres, pero una vez muertos, ya no aparecen ni el día de la fiesta, ¿A qué van a venir? Ya no hay ni un bar para tomar un café, y la ausencia de Internet, les impide utilizar el móvil. La única visita que nos vuelven a hacer todos es cuando los traen derechos al cementerio, porque de vivos ninguno quiere saber nada del pueblo, pero de muertos todos quieren descansar en él. Dicen que es la añoranza quien les pide volver a sus raíces, pero para mí que la misma razón que los echa del pueblo, es la razón que vuelve a traerlos: el dinero, porque se van para ganar lo que aquí no pueden ganar, y vuelven para ahorrarse lo que en la ciudad cuesta y aquí es de balde, porque la tierra, al igual que las personas, no vale por lo que es, vale por lo que le interesa al bolsillo. Las únicas casas que tienen macetas en las ventanas, una jaula abierta a la puerta para que los pájaros entren y salgan cuando quieran a comer, a beber y a incubar sus huevos y con calefacción en lugar de chimenea, son las nuestras. Nos sentimos muy a gusto entre sus cuatro paredes, porque aunque algunos se fueron a una residencia porque sus hijos les dijeron que allí estarían como en un hotel, todos sabemos que, tenga las estrellas que tenga, el mejor hotel para vivir y morir es nuestra propia casa. Y lo demás son frases hechas para justificar conductas y callar conciencias.

 

Capítulo VIII

 

Maldita palabra

 

Cuando vienen mis hijos y ven que gracias a mí en el pueblo hay más muñecos que vecinos, no me critican porque soy su madre, y airear los defectos de los nuestros, da más vergüenza que airear los defectos de los demás porque es como avergonzarnos de nosotros mismos, pero sé que piensan lo que piensan el alcalde, el cura, el boticario y hasta el señor del banco que viene el último día de mes con un cajero automático portátil para que cobremos la pensión: que ya chocheo, porque para llenar el pueblo de fantasmas que hacen temblar a los que vienen con un difunto, hay que chochear. ¡Maldita palabra! Me sacan de quicio las personas que la utilizan con tan poco acierto. Cuando los niños hacen una tontería propia de su edad, se les cae la baba diciendo que son más listos que el hambre, que ya nacen enseñados, y lo de ya no es cosa de nuestros días, es cosa de todos los tiempos, porque de mis hijos, cuando eran pequeños, decían lo mismo, pero si alguien a mi edad hace algo que ellos entienden fuera de contexto dicen que son vejeces, chocheces: cosas de viejos. ¿Pero quién demonios se ha inventado que listeza es sinónimo de juventud y bobez de vejez, cuando la inteligencia, si se tiene, claro está, es lo único que mejora con los años? No tolero que con mis años me traten como si fuera menor de edad, y como es mejor ponernos la cara colorada una vez que ciento amarilla, decidí pararles los pies.

Empecé por el cura. Tenía la manía de darnos estampas. Para que os entretengáis rezándoles a los santos, nos decía. Yo se las rechazaba siempre. Le decía que yo sólo rezaba cuidando de mis niños, también de mis amigas. Y me miraba como con pena, como con lástima. Tres cuartas de lo mismo pasaba con el alcalde. Cuando había elecciones venía a vernos a casa y nos traía una bolsa de caramelos sujeta con un lazo de los colores del partido. Yo se la despreciaba siempre, y sin pelos en la lengua le espetaba que los votos no se compraban, que se trabajaba para merecerlos, pero que ya que mis niños habían visto los caramelos, que los repartiera entre ellos, que los que no sabían endulzarles la vida a los niños, eran los que vivían para amargársela a los adultos. Y se sonreía, también con pena, no porque se sintiera aludido.

 Y como ellos eran incapaces de entender que aquellos muñecos eran el sol de nuestro invierno, y convencida de que el día menos pensado, porque ser adulto no equivale siempre a ser inteligente, vendría una familia con un difunto y, en lugar de darnos las gracias porque les preparábamos la iglesia para el funeral y nos ocuparíamos de hacer lo que no harían ellos ni el Día de los Santos: limpiarles la tumba de su difunto y llevarles un ramo de flores, le protestaría al cura para que fuera la última familia que tuviera que ser recibida por fantasmas, y el cura le protestaría al alcalde, y el alcalde, porque es propio de los mediocres complacer a los cantamañanas, pretendiera obligarme a meterlos en el desván, decidí que se lo dijeran mis niños, los niños de mis amigas, nuestros niños.

 

Capítulo IX

El color de la normalidad

 

Una mañana, sin explicarles la razón a mis amigas para no preocuparlas, llamé al taxista que nos lleva a Ledesma cuando es preciso porque también nos dejaron sin coche de línea, y me fui a comprar veinte camisetas de esas que traen nuestros nietos cuando sus padres consiguen que vengan a felicitarnos las navidades, las azules para los niños y las rosas para las niñas. En una imprenta me las serigrafiaron con la siguiente leyenda:

Pasad sin miedo, no somos fantasmas, somos niños que damos alegría sin tenerla, que gritamos sin voz, que amamos sin corazón… Los niños de mamá Viole, los niños de sus amigas, los niños de trapo que han resucitado el pueblo que los hombres de carne y hueso mataron y nadie lo defendió.

A partir de entonces, cuando viene cualquiera de los que no viven aquí, les planto las camisetas para recibirlo, y sea porque se sienten culpables del abandono del pueblo, sea porque les duele nuestra soledad, lo cierto es que gracias a los niños de trapo nuestros últimos años han recuperado el color de la normalidad, que es el más parecido al de la felicidad.

 

 

Autora: María Jesús Sánchez Oliva. Salamanca, España

mariajesussanchez@oliva04.e.telefonica.net

 

 

Datos biográficos de María Jesus Sánchez Oliva.

 

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