Luminosidad.

 

Al pie del estrado de telones rojizo oscuro, Homero movía incesantemente las manos que le sudaban discretamente, mientras hilvanaba las primeras oraciones de su discurso. Era una lucha en su espacio por no permitir que el nerviosismo avanzase en sí mismo y se apoderase totalmente de la situación. Al menos, en el ejercicio de respiración, el exhalar impedía que ese monstruo, establecido en la boca del estómago, saliera por completo. Intentaba que el estruendo imponente de la armónica de Gino Vanelli en su Wild Horses se apoderase de él y saliera envalentonado a enfrentar, con aplomo, a la marea humana que lo esperaba.

La espera se dilataba y eso lo hacía recular en su determinación. Y reaparecían las dudas de si estaba capacitado para esta tarea, de por qué él, acaso no había alguien más preparado para esta misión. Tal vez era mejor irse –escaparse, si quieres-, sin que lo noten y regresar a casa; arrellanarse en el sillón marrón y acariciar a Pitu’, su perrito greñudo marrón y negro, mientras escucha la radio y bebe la chicha de jora heladita traída desde la Campiña de Moche, allá en Trujillo. Era un bonito escenario… Retrocedió un paso y al hacerlo chilló la madera, buscó a tientas la baranda. Era hora de marcharse: no podía. El maestro de ceremonia seguía en la introducción previa a la presentación, así que era el momento. Torpemente bajó las gradas. Ya pensaba en la excusa que lo libraría de este pesar. Sacó el barbijo de su bolsillo y estaba a punto de ponérselo, entonces, como a golpe de timón, escuchó la voz aguardentosa del viejo Petete.

A él lo conoció varias veces. La primera. Homero descansaba fresco en el parque, en una banca que era protegida por un frondoso sauce.

-          Buenas tardes, amigo, ¿me regalas un poquito de sombrita?

Esa tarde no hablaron. Homero se ocupaba de su retrospectiva de todo lo vivido en la Lima que muchos la nombran como “La Gris”. Este ejercicio diario que lo había asumido desde que asistió a ese centro de ayuda, justamente, buscando ayuda. Entonces, acabado el almuerzo, salía a dar un paseo por el parque intentando matar las horas. Total, tiempo sobraba desde que perdió el trabajo.

No era su culpa, la culpa era de su pasado, de su mala estrella que lo acompañó desde que nació, es que la vida siempre se la puso muy difícil. Su nacimiento trajo alegría compartida en su momento, momento que se desvaneció con las semanas y los meses; que importa los años,… solo meses. Entonces, decía que la alegría fue fugaz por el problema bronquial que lo hizo luchar desde pequeño: primero el lograr salir de la incubadora, luego las caídas en cama en temporadas de frío que lo ausentaban (hasta semanas) del colegio. Lo endeble de su físico lo llevó a ser solo un espectador de los recreos, en gran parte de la primaria. Soñaba que se cuadraba en el arco y que atajaba hasta los disparos más potentes, cuando los únicos “disparos” eran los del broncodilatador a contadas horas del día. Luego, dedicado a los libros vino la miopía. Su ánimo de revancha consigo mismo lo catapultó hasta el primer lugar, concluida la primaria.

Los ronquidos guturales del viejo lo sacaron de su ensimismamiento. Se levantó fastidiado por interferir en su película y sacarlo de contexto… Se marchó a casa pensando que Celina ya debió haber despertado y que estaría buscándolo.

La segunda oportunidad en que llegó al parque se dedicó a pisar la grama, descalzo para tener mayor contacto con la naturaleza. Esa fue la recomendación, Eso y abraza el árbol y siente su corteza templada y su energía. Esta acción le recordó su madre y su natal Yurimaguas, su protección, su muerte, la ausencia que dejó en su pecho.

-          Hola, amigo, ¿otra vez acá?

Y la voz allí, acusándolo, fastidiando su momento, su tristeza, su añoranza… Inhalar lentamente y exhalar: la paz se establece, recuerda, me recordaban en la terapia.

-          Qué tal, maestro.

Aquí pues descansando un rato antes de regresar a casa.

-          Ah, qué bueno, siempre es bueno un descanso. Yo siempre vengo acá. Vivo aquí cerquita.

Se sentaron juntos en la banca de la primera vez. Ahí se enteró que su acompañante se llamaba Peter pero lo conocían más como Petete. Usaba un bastón a pesar de tener una silla de ruedas. Aún tengo fuerzas, con el bastón nomá’ -le explicó-. La silla de ruedas es para vencidos.

Camino a casa, Homero pensó que Petete tendría la edad de su madre y que quizás, ella podría estar con él, en el parque, en lugar del viejo y juntos abrazar ese sauce. La muerte de su madre mató su alma de niño. No había más allí: la verde Yurimaguas se tornaba gris. El dolor se mata con distancia: Lima.

Le comentó a su esposa Celina lo acaecido con Petete y que habían progresado en cuanto a su amistad. Asentía ella como un acto mecánico, pues se hallaba concentrada frente al computador preparando su material de trabajo para el día siguiente. Pitu’ se frotó en su pierna, Homero lo cargó y mientras acariciaba su pelaje pensaba en el largo infortunio que la vida lo hacía vivir.

En la tercera vez, el viejo ya lo esperaba sentado en la banca. Le preguntó por su compañera. Su relato comenzó con entusiasmo. No perdió los detalles de su periplo amatorio. Se quebró al declinar su relato y recordar su muerte. “Yo quería estar más tiempo con ella pero el trabajo no me… Se ahogó en el relato… Discúlpame, Marianita”.

Homero regresó a casa, buscó a su mujer, que trabajaba frente al computador y la abrazó muy fuerte.

¿Qué te pasó?, le preguntó.

Eres una buena mujer, le espetó con sentimiento ahogador.

Ella dejó de teclear y abrazó a su esposo que ya se acomodaba en su regazo.

                En los días sucesivos, el viejo Petete lo esperaba con entusiasmo. Digamos que de su día, era el momento de dicha. No estaba solo. Hábil mujeriego, un guapo en las peleas y un buen “catador” de los fines de semana, era visitado esporádicamente, por dos de sus tres hijas.

“Ni mañana ni pasado… Pa’ mí es hoy…

Parecía que tenía urgencia de contar, tanto que los cogió la noche de tanta nostalgia… Noche de sábado por la noche.

                El domingo fue imposible asistir, menos el lunes, en que, entusiasmado por el Hoy de don Petete, asumió una postura de autoayuda y retomó sus sesiones de ayuda con el Centro de Ayuda.

                A los dos días regresó al parque y no halló al viejo; así hasta en tres días. Luego se enteraría que había muerto en domingo.

                Ahora, al pie del estrado recordaba el Pa’ mí es ahora. Sintió la mano de Celina, guardó su barbijo, sacó su bastón guía, de tantas jornadas desde que quedó ciego y subiendo peldaño a peldaño recibió el cálido estallido de los aplausos.

 

 

Autor: Carlos Enrique Paredes Pezo. Lima, Perú.

 

 

Hoja de vida de Carlos Enrique Paredes Pezo.

 

 

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