Las abejas.

 

Me gusta escribir. Soy periodista. Vivo en una residencia para gastadinos. Así llamo a todos los que vivimos aquí. He propuesto a mis amigos recoger cosas, hechos, historias y hacer un libro con ellas o simplemente, compartirlas. A casi todos les ha parecido bien. Voy a contar la de Julio. Me ha gustado.

Cuatro pelos tiene, pero de verdad cuatro, es que se los cuento, le acaricio la cabeza y empiezo: uno, dos, tres..., él me dice:

− El día que me falte uno me llevo un disgusto.

Pues no se lo diré. Le escribo mensajes en braille en su calva cabeza. Yo soy ciega y me empeño en que todos los de la resi, lo conozcan.

− ¿A ver si sabes que mensaje te he puesto?

Y jugamos un rato.

Está un poco gordete y se obsesiona con la gimnasia. Quiere que todos hagamos natación, pesas, sauna y le decimos:

− Lo haremos cuando nos demuestres lo bueno y eficaz que es, o sea, cuando tú adelgaces.

Se pone pesado y nos carga. Nosotros no le obligamos a jugar a las cartas, ¡pues que nos deje en paz! La comida es su mayor placer, se le ve feliz ante un plato de lentejas. Sus ojos negros seducen, lo dice la cocinera. Cuando quiere repetir de algo que le gusta, la mira con sus ojazos, como lo haría su padre y...

¡Otra ración al Julito! Está muy sordo y aquí hablar por gestos o señas es un problema, porque la mitad está con deficiencias en la vista; ciegos totales sólo yo, pero casi todos tienen problemas visuales.

Julio habla mucho, no tiene pelos en la lengua, no es un charlatán verborreico, todo lo que cuenta tiene interés, es una persona muy culta. Nos damos grandes paseos. Me cae muy bien, me gusta; no sé por qué, qué timidez me impide decir que me gusta y que no me importaría formar pareja con él, no como Paquita y Joaquín, otros de la resi, sino cada uno en su habitación y juntos cuando nos apeteciera. Aquí nos animaban, como nos ven siempre juntos… libres, libres. Me gusta su olor. Tiene las manos grandes y jamás le sudan, me siento bien y segura cuando voy de su brazo, aunque sin soltar mi bastón, el bastón sí que es mi pareja, pero no duermo con él, ¡eh! Menos a la cama lo llevo a todas partes, me advierte de muchos obstáculos, le estoy agradecida, mi buen bastón, ése sí que es dócil.

Decía Julio:

Esta era la primavera del 2002. Año capicúa. Me alertó del suceso una llamada que recibí el veintidós de marzo viernes de Dolores. Voy por partes. Siempre me han gustado mucho los pueblos pequeños y con poca gente, no para vivir, sí para pasar una temporada; unos días. A mi mujer también le apetecía la idea de escapar a algún sitio lejos de la ciudad. Vivíamos en Bilbao y pensamos en comprar alguna cosa en otro lugar. Nos quedaba bien la provincia de Burgos y nos dedicamos a buscar casa por allí. Muchos pueblos vacíos, ¡qué pena!, casas abandonadas, otras en ruinas, ¡qué desolación! Nos gustaba alguna y no teníamos a nadie a quien preguntar. Y si nos tropezábamos con alguien, su respuesta era:

− No sé, no sé, hace mucho que nadie aparece por aquí...

Pero no desistimos. Los sábados, bien temprano, a buscar. Un día que en Bilbao amaneció lloviendo, como tantos días, nos dirigimos hacia Isar, un pueblecito chico de Burgos, del que le habían hablado a mi mujer, porque allí había posibilidades de encontrar lo que buscábamos. Cayó una nevada… formidable.

Nos tuvimos que quedar a dormir en el refugio: nuestro hijo estaba encantado, era la primera vez que veía nieve en abundancia, hasta el miércoles allí estuvimos; desde el domingo incomunicados, por tierra, se entiende, porque la telefonía móvil ya estaba bastante extendida. No nos amedrentó esto para nada, al revés, seguimos en la idea con mayor afán. Y preguntando, preguntando, llegamos a Hormaza, donde encontramos una casa muy pequeña. Cuatro metros de fachada por seis de fondo, nos gustó; parecía de cuento. En la fachada, en bajo relieve, había una frase del Poema del Mío Cid, tal vez como homenaje al paisano de Vivar, que decía: “Apriessa cantan los gallos e quieren quebrar albores”. La frase me gustó muchísimo y la casa, os lo digo en serio, estaba encantada. Como nosotros. Fue muy gracioso el comentario de mi hijo, que ya empezaba a leer, acerca de la frase. Nos dijo:

− Papá, lo que han escrito en la pared está mal, ni tú ni mamá os habéis dado cuenta. Yo sí.

Voy a describiros la casa y así la conoceréis. Un patio delante dos veces más grande que la vivienda.

¡Bien! Ya veía un techado para meter el coche, las bicis. Detrás, un jardín al que se accedía por los laterales del patio, con un par de olmos majestuosos. ¡Qué de libros me iba a leer a su sombra! Acababa en ángulo. Y en el patio, una sorpresa: dos elevaciones de cristal, como grandes peceras, que daban luz y ventilación a un sótano que se extendía por debajo de toda la casa y del mismo patio. Allí instaló mi mujer su taller de cerámica, Pablo el suyo de carpintería y yo una modesta bodega.

Desde que el verano anterior, Pablo estuvo en un campamento donde montaron un taller de carpintería en el que los chavales se hicieron su tablero de ajedrez con sus piezas, madera oscura para las negras, madera clara para las blancas, mi hijo no pensaba más que en tener su banco de carpintero. Ya veía su fuerte, su diligencia, ya veía… damas y tableros de ajedrez para regalar a toda la familia. El primer vino que ocupó mi bodega fue un txakoli de Bakio. Por lo demás hicimos mínimas reformas. Se entraba directamente a un salón–cocina. Una puerta cerraba un minúsculo repartidor que presentaba la puerta del baño y el acceso a la escalera para subir a los dormitorios. En la primera planta, el nuestro, y en la planta de más arriba, el de Pablo, abuhardillado. ¡Muy bonito!, todo de madera. Tanto en nuestro dormitorio como en el de la buhardilla había baño. Pablo, cuando aprendió cómo se llamaban los triángulos según sus lados, decía:

− Mi habitación es un triángulo isósceles perfecto.

El techo de pizarra a dos aguas y todo el exterior enfoscado en blanco. Nos gustaba mucho ir allí. Si nevaba, que nevaba muchísimo, no pasaba nada. Compramos un par de congeladores. Hicimos un chiscón para leña y carbón, y, por supuesto, no nos faltaban los esquís para hacer travesía. Sí, en serio, como en Noruega. Cuando hacía bueno nos íbamos en bici a otros pueblos y Pablo podía dar vueltas a la casa con su patinete, hasta agotarse, hasta volverse tarumba, que es como decían en mi infancia cuando uno daba muchas vueltas:”¡Que te vas a volver tarumba!” Una palabra moribunda.

Qué inviernos tan apacibles hemos pasado en Hormaza. Le pusimos de nombre a la casa Doña Jimena.

Poco original, pero sonaba bien. Al anochecer, nos sentábamos con la cena delante de la chimenea. Yo no me cansaba de mirar las llamas: sus tonos, del amarillo al naranja, con pinceladas azules, rojas, ¡hermoso!, sus formas tan libres, su juego alegre. Dejaba vagar mis pensamientos y me iba a planetas donde un príncipe nos recibía risueño junto a un cordero y una flor. ¡Ay! Qué bello era todo. Inventamos un juego que consistía en que uno de los tres, siempre por turno, inventaba un cuento y los otros dos el final. Muchas noches no subíamos a los dormitorios, nos quedábamos a dormir junto a la chimenea; extendíamos el futón en el suelo y, dentro de los sacos, a dormir calentitos los tres. Si es que parece que fue ayer.

En verano, en las noches de luna llena, además de su sonrisa burlona, me parecía que veía sus rocas y sus cráteres. Aprendí a observar las estrellas, a llamarlas por su nombre, y también aprendí a distinguir los sonidos de los animales nocturnos. Por el día disfrutaba con un montón de cosas, al margen de los paseos y la lectura, como el gorjeo de los pájaros, el diálogo del viento con las hojas, el rumor de la lluvia…

Tantas cosas aprendí, tantas aprendimos… Dejadme que me recree, ¡por favor! Os estoy mostrando fotos habladas bellísimas. No me llaméis pesado, que ya voy a lo que estáis esperando. Pues hete aquí que el día veintidós de marzo del 2002, ¡qué de doses juntos!, por la tarde, recibí una llamada en el móvil que, la verdad no me extrañó; me llamaba de Hormaza alguien que deseaba saber si tenía previsto pasar ese fin de semana en el pueblo:

− Hola…

− (...)

− ¡Hombre, señor alcalde! ¿A qué se debe su llamada?

− (...)

− Bien, Gracias.

− (...)

− ¿Tengo en mi casa un problema?

− (...)

¡No me diga! ¡Dios mío! Menos mal que tenía en mente ir mañana o pasado aprovechando el buen tiempo que hace. ¡Gracias!

Nos fuimos a Hormaza al día siguiente sábado, me acompañó un primo mío bombero; ¿por qué? Ahora veréis cuando os cuente, un poco de intriga no viene mal. Nada más entrar al patio ya se oía el ruido:

¡Uuuuu… Uuuuuuuu! Serían las once de la mañana, el día luminoso, cálido, radiante; pues dentro del patio parecía que el día estaba nublado. Una nube de abejas, pero una nube grande de abejas ocultaba el sol.

Eso no era nada para lo que iba a venir. Mi primo empezó a mirar de aquí para allá tratando de descubrir el panal. Menos mal que se acercó uno de los vecinos de Hormaza, porque si dejo hacer a mi primo, levanta todo el tejado.

− Disculpe usted, Julio, en Isar, aquí al lado, vive un apicultor; vaya a buscarle, él sabe de esto.

Efectivamente. En un pispás nos acercamos a Isar y sin hacerse de rogar, con una cordialidad que solo en los de aquella zona he encontrado, subió al coche. Qué acierto. Mayor, setenta años o más. Era la imagen de la serenidad. Pelo blanco, muy blanco y mucho. En las arrugas de su cara se leían los poemas que el sol escribió con el grafito de la fría sombra. Sus manos, muy blancas, con grandes venas azules, senderos en un páramo nevado. Sus ojos, del color de la miel, así de tanto mirarla, transmitían fuerza. Recio perfil de la sobriedad, incluso su ropa tosca encajaba armoniosa. Yo, impresionado, no pestañeaba; no sé cómo no se me metió una abeja en la boca, porque la tenía abierta, embobado. Le tendríais que haber visto; qué firmeza en su ademán, qué paz en su sonrisa, qué mirada tan sabia.

Tardó dos minutos en descubrir dónde estaba el panal. Primero escuchó muy concentrado, luego levantó la mirada, entornó los ojos y señalando el sitio con su vara, dijo:

− Allí.

Mi primo, que pretendía levantar el tejado, estaba atónito lo mismo que todos los demás, o sea, el pueblo entero, que se había congregado en la puerta. El resto fue igual de fácil. Llevó a cabo una estratagema para conseguir que entrara la reina en un panal muy grande que llevó él, y a las abejas que por allí pululaban las adormeció con humo para que no nos agredieran. Aun así nos picaron. El último paso se realizó a la caída de la tarde, cuando todas las obreras regresan tras su jornada laboral. Es algo inimaginable, de película de terror, de verdad de verdad. ¡Miles, miles de abejas llegaron!, pero que no exagero ni un tanto. Eran miles y miles… Y al son de su zumbido en mi cabeza surgió la estrofa del poema de Machado: “Anoche, mientras dormía, soñé, ¡bendita ilusión! que una colmena tenía dentro de mi corazón, y las doradas abejas iban fabricando en él, con las amarguras viejas blanda cera y dulce miel.”

− Tranquilos - dijo el apicultor - no os atacarán, irán entrando en el panal, todas, porque está la reina.

Así fue. Todas, todas. Los que teníamos cámara en el teléfono lo filmamos. Digno de ver. Digno de ver y asombroso. Algún picotazo sí nos dieron como despedida y recuerdo. Qué maestría, qué eficacia la de aquel hombre. Y mi primo, a apagar fuegos. Solo un apicultor es buen estratega en territorio de abejas.

Con admiración me acerqué deseando darle un abrazo, pero le alargué la mano torpemente; él me la tomó con fuerza y me abrazó con su sonrisa; sí, ella me envolvió y sus ojos me mostraron un mensaje de “soy igual que el flautista aquel, pero con las abejas”.

Y todos los que allí estaban, el pueblo entero, le dieron un aplauso grande.

− Julio, ¡qué bella historia!

 

Autora: ángeles Sánchez Herrero.  Madrid, España.

montondepaja@gmail.com

 

 

Datos biográficos de Ángeles Sánchez Herrero.

 

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