Final feliz.
Necesitaba hablarle y le ofrecí un café. Lo sentía hostil,
como de costumbre en los últimos tiempos. Sus palabras, su voz me
lastimaban tanto como su silencio. En cada gesto me castigaba con ese odio que
se había instalado en él y transfiguraba sus intenciones. A
menudo trataba de ser amable, lo sé, o por lo menos correcto, y no
podía. El odio se le desbocaba y hasta sus besos eran hirientes. El
día anterior había vuelto a suceder que de la nada se levantara
una tormenta arrasadora. El mínimo pretexto era suficiente para que
sacáramos las uñas y las hundiéramos en lo más
sensible, desgarrando sin piedad, para después mostrar sorpresa y
menudear reproches por las caras largas y la acritud o la indiferencia que
crecían entre nosotros.
Y yo volví a sentir que ya era en vano seguir luchando, que todo estaba
perdido. Decidí terminar de una vez por todas.
Traté de ser clarísima:
—Cuando alguien se muere, hay que enterrarlo, ¿entendés? No
sirve de nada conservar el cadáver. Aunque cierres los ojos para no
verlo, el olor de la podredumbre te asfixia y te lo recuerda todo el tiempo.
No entendió.
Nunca entendía.
Dijo que me dejara de rodeos porque él no tenía mucho tiempo para
perder.
—¿Cómo querés que te lo diga? ¿Es que acaso
no lo estás viendo?
No. No lo veía. Él no sabía de qué le estaba
hablando.
Me armé de paciencia, hice como si le creyera: y le expliqué
—Por muy dura que sea la verdad, es mejor que la incertidumbre. Pero lo
tuyo ni siquiera es incertidumbre. No es más que cobardía.
Aunque cueste creerlo, siguió simulando no comprender. Sin embargo, yo
estaba dispuesta a avanzar hasta las últimas consecuencias:
—Date cuenta de que es mejor aceptar el fracaso que vivir en el
engaño.
Apartó la taza y empezó a pasearse como una fiera enjaulada.
Aquello me puso los nervios en máxima tensión, porque
sabía que el paso siguiente era irse dando un portazo y dejarme hablando
sola.
Esta vez no lo iba a permitir. Yo necesitaba definir la situación.
—¡no podés negar lo que está pasando entre nosotros!
¿No te das cuenta de que estoy viviendo como una viuda? ¡Peor que
una viuda!
Me había propuesto no llorar, pero las lágrimas me desbordaron.
—Si fuera viuda no me atormentaría sentirme vulnerable ante otros
hombres que no me miran con ese desprecio que está instalado en vos.
Imaginé que estas palabras le harían abandonar la dureza del
mármol. Que esos ojos y esa boca, convertidos en armas de guerra,
volverían al lenguaje del amor y que me abrazaría con la ternura
y con el ardor de los buenos tiempos.
Estaba tan segura de que reaccionaría de esa manera, que me
pregunté si no sería yo quien ya no consintiera en retornar al
pasado feliz.
¡Qué lejos de la realidad navegaba mi fantasía!
Una sonrisa amarga y sarcástica, se dibujó en la cara que
había sido la del hombre que amé tanto.
—Si te encontrás con un ejemplar semejante, aprovechalo. No lo
dejes escapar. Y por mi parte, no lo tomes a mal, pero te lo
agradecería. ¡Bailaría en una pata! ¿Qué
mejor cosa podría Pasarme?
Me descontrolé y le dije cosas horribles. Insultos nunca
oídos en mi voz, fluían como un torrente arrollador, pulverizando
las ruinas del sueño de amor que durante años había sido
toda mi vida.
Aquel vómito pestilente era nuestra realidad. Y él no
quería enfrentarla. Prefería escapar.
Intentó marcharse. Tal vez presintió lo que iba a pasar. No,
él tenía miedo de sí mismo. A mí me consideraba
demasiado insignificante como para temerme. Debe haber pensado que
terminaría, igual que otras veces, pidiéndole perdón.
Cuando intentó huir, con un violento manotazo le arrebaté las
llaves, tirándolas por la ventana.
Se quedó perplejo, mirándome con los ojos muy abiertos.
Me suplicó que me callara.
¡Inútil! Yo ya no podía detenerme.
Se llevó las manos a las orejas y se encerró en el baño.
La emprendí a patadas, a puñetazos contra esa puerta sin dejar de
aullar mis improperios.
Aguantó en silencio un rato. Después, él también
vociferaba algo indescifrable, algo como un rugido.
De repente, abrió la puerta y no lo reconocí.
Me aferró del cuello y Creí que era el fin.
Agradecí a Dios por no haberme dado hijos y me abandoné a una
esperanza de paz. Pero no llegó a hacerlo.
Saltó a la ventana y se paró sobre el alféizar. Yo
inmóvil lo miraba, esperaba, no pensaba ni decía nada.
Después hay una nebulosa gris, imágenes confusas… No
sé qué pasa, hasta que estamos nuevamente frente a una taza de
café.
Y él dice que acepta mi planteo, que mañana hablará con su
abogado y me dará la libertad que tanto deseo. Que en verdad le estoy
haciendo un gran favor, que ya estaba arto de mí y no me lo había
dicho antes por lástima.
Entonces supe que ya no podía retroceder. Que jamás
volvería a ponerme de rodillas. Y que había una sola forma de
liberarme.
Nos fuimos a dormir.
Como si fuera una noche cualquiera, yo lloraba y él me dio la espalda.
Pero esta vez pasó algo diferente.
Esperé que se durmiera y abrí el cajón de la
cómoda. Yo había sospechado que ese momento llegaría y
allí estaba mi solución, preparada desde la primera vez que lo
presentí.
Pero no quise hacerlo enseguida.
Me quedé horas así, saboreando mi triunfo, sintiendo cómo
me crecían las alas. Ya no me asustaba la amenaza del arrepentimiento.
Sabía con una certeza helada y muy profunda, que iba a ser esa noche,
que no perdería esa oportunidad.
Como él había puesto el despertador a las seis, lo hice a las
cinco y media.
Tomé el revólver, se lo apoyé en la espalda y
apreté el gatillo contando: uno, dos, tres, hasta terminar.
Guardé el arma, fui a la cocina, me quité la alianza,
¡«el símbolo sagrado de nuestra unión»!, la
tiré en el tacho de basura y después me dormí, porque
estaba enormemente cansada.
Más tarde él se negó a reconocer que yo lo había
matado.
Me hablaba como si no hubiera pasado nada.
Y cuando le avisé se largó a reír. No me creyó.
Trató de demostrarme mi error señalando algunos detalles muy
lógicos, él siempre pretendía apoyarse en la
lógica, ¡pobre!:
Que ese revólver nunca estuvo cargado, que no había manchas de
sangre por ninguna parte, que su cuerpo estaba intacto…
Llegó a decir que yo había perdido la razón.
Pero no advirtió que ya no tengo el anillo.
Tanto peor para él. Que se las arregle.
¡Estoy tan ocupada aprendiendo a vivir de nuevo!, que no puedo hacerme
cargo de sus problemas. Total, a mí me basta con saberlo yo. Y no me
cabe ni la menor duda: El está muerto y yo volví a nacer.
Sacarlo de casa fue más difícil porque ya estaba prevenido
y desconfiaba, se resistía. Supongo que pudiendo opinar, nadie elige ser
sepultado. Tuve que apelar a todo mi ingenio para inventar una buena
treta…
Compré las valijas más grandes que pude conseguir, y
arreglé con un cerrajero.
Apenas salió por algunas horas, dejé sus cosas en el pasillo y le
hice cambiar la cerradura.
Por ahora sigue tocando el timbre. Pero ya se va a cansar.
Autora: Tania García.Buenos Aires, Argentina.