Yo también tengo derecho.
Este lugar huele muy mal. No me atrevo a moverme, y durante
todo el tiempo solo quiero hacerme pequeño en una esquina, muy pequeño, como si
no estuviera. Los dos patas del cajón con ruedas me tiraron aquí, ellos
debieron de creer que con cuidado, pero me hicieron daño. Son humanos, hombres
y mujeres, y se llaman con nombres parecidos a los que nos ponen a nosotros los
perros cuando quieren que estemos con ellos.
Antes de este rincón estuve en un sitio donde también había muchos
como yo, con la diferencia de que allí respiraba buen aire y a veces caía
lluvia que me limpiaba. Lo llamaban Protectora. Los días de suerte, un dos
patas amable me sacaba a pisar hierba y tierra, incluso, de vez en cuando,
podía correr y perseguir alas de colores que se llamaban Mirlo, o Tórtola. Y me
acariciaba. Hasta me hablaba palabras cariñosas. No era lo mejor, no había
mucha comida, pero bastaba, podía soñar con lanzarme a por una presa hasta caer
con la lengua fuera, contento y cansado.
Un día, una pareja de dos patas con cachorros que reían me
llevaron a su techo. Ellos lo llamaban casa. Aprendí que yo era Nudos. Y fui un
Nudos feliz, aunque me pincharon, me hicieron comer bolas amargas para curarme,
me enseñaron a sentarme cuando ellos querían y a tumbarme cuando no quería yo.
Soporté tirones de orejas y de rabo, acepté estar callado cuando todo por
dentro me impulsaba a expresar mis emociones. Ni siquiera me subía a la
blandura donde dormían los dos patas que se convirtieron en mis dueños si ellos
no estaban para reñirme.
Creo que lo hice todo bien, o todo lo bien que me fue
posible. Necesitaba gustarles, agradecerles lo que habían hecho por mí.
Y, sin embargo, aquella vez de ruido en el cielo y mucha
agua, ellos abrieron la puerta de su caja con ruedas y me empujaron afuera.
Fueron bruscos, pero bajé, y les dije adiós como tantas veces cuando se iban a
algún sitio porque confiaba en que volverían a recogerme. Claro que confiaba,
siempre habían vuelto antes o después. Y esperé, muy mojado y muy solo mientras
muchas cajas con ruedas y luces pasaban y no se detenían.
Esperé hasta que me quedé seco y vacío y tuve que moverme
para buscar alimento, para buscarlos a ellos. Caminé por el suelo duro, por la
tierra mojada, por los sitios amigos y por los lugares enemigos. Me llamaban,
pero nadie decía mi nombre, como si Nudos ya no existiera. Caminé muchos soles
y muchas lunas, huyendo de gritos y de piedras, con el miedo entre las patas y
la soledad dentro de mi cuerpo. Y no encontré el techo de mis dueños. De verdad
que busqué y busqué, pero un día perdí el olor y ya nunca más conseguí
recuperarlo.
Y aquí estoy. Ahora se llama Perrera.
Hay tantos como yo en este sitio de barrotes, tantos que se
muerden y se quitan la comida, pelean y ladran muy alto, y se enfadan y lloran.
Grandes y pequeños, buenos y malos, de todos los colores y de todas las
procedencias. El espacio es insuficiente. Ellos se pisan y se empujan y, aunque
yo intento no moverme de mi rincón, acaban mordiéndome para conquistar el
territorio que me cuesta tanto defender. Huele mal, a pesar del agua fuerte que
los humanos disparan a menudo desde el otro lado de los hierros con un brazo
muy largo que se llama manguera. Es tan fuerte, tan fría a veces, que si llega
a tocarme no me queda más remedio que gemir de dolor. Nunca me había dolido el
agua. Nunca me había dolido estar.
No quiero vivir en este sitio donde no hay aire ni lluvia,
donde no hay caricias, donde me hacen daño y no tengo amigos. Todos los días
espero a mis dueños, aunque casi estoy olvidando su olor. Todos los días
empiezan y terminan, y ellos nunca vuelven. Sería más bueno, me portaría mejor.
No pediría comida y procuraría quedarme con mi pelo. No tiraría de la correa
para ir deprisa si ellos quisieran ir despacio. Incluso dejaría de ponerme como
loco cuando me dieran galletitas para que comprendieran que les iba a querer
igual, aunque no me premiaran. Pero ellos nunca vienen, no vuelven.
Tampoco quieren saber nada de mí los que sí vienen y miran, y
buscan y escogen a otros para darles un techo. Se los llevan, y pienso que son
afortunados.
Ahora me doy cuenta de que yo también huelo mal. Hay partes
de mi cuerpo sin pelo, y no puedo evitar rascarme. Me pica todo, y Soy un perro
feo, inútil, y estoy enfermo. Por eso no me quieren, lo sé. Yo les digo que
seré bueno, pero no me escuchan. Nadie me escucha.
El humano Jaime que cuando entra a los barrotes lo hace con
una aguja en la mano, me observa demasiado. Sé que cuando pincha no es para
curar, como aprendí antes. No, cuando pincha es para no estar más. Quiero y no
quiero no estar más. ¿Cómo será no estar más? ¿Habrá dos patas allí? ¿Habrá
cajas con ruedas que te llevan muy lejos para no volver nunca? ¿Y lluvia, alas
de colores y mucha tierra para correr?
Apoyo el hocico en mis patas y cierro los ojos mientras
pienso que no es justo, que yo no hice nada para merecer esto. Sin embargo, si
me pinchan, prometo no quejarme.
Y entonces ocurre algo.
Escucho una voz extraña, de un dos patas que ya no es un
cachorro, pero tampoco un adulto. Se dice chico. Es una voz monótona, que no
sube ni baja, como una caja con ruedas en un suelo plano. Abro los ojos y trato
de encontrar su imagen, pero hay una aglomeración de cuerpos ansiosos y apenas
puedo distinguirla. El humano Jaime está con él y va señalando a los demás, a
los grandes, a los bonitos, a los que no huelen mal ni están enfermos. No
entiendo muchas de sus palabras, pero sé que solo unos pocos privilegiados son
dignos de abandonar los barrotes, solo unos pocos llaman la atención de los que
quieren regalar un techo.
Transcurre el tiempo allí fuera. El chico camina junto a los
hierros y creo que nos mira uno a uno, en silencio. Avanza unos pasos y se
detiene, muy quieto, muy rígido, con los brazos a lo largo del cuerpo. Se ha
quedado solo, y ha de tomar una decisión. Vuelvo a cerrar los ojos porque me
duele el pensamiento cuando por fin comprendo, después de tanto tiempo, que
nadie me elegirá jamás. Somos demasiados, los dos patas se desprenden de
nosotros como si fuéramos bolsas de basura. Nos regalan a los cachorros
humanos, pero un día molestamos, por cualquier motivo, y nos tiran.
Oigo que hablan de mí. ¿De mí? El dos patas Jaime ha
regresado y mueve mucho las manos mientras le habla palabras al chico. Me
señala, y su cabeza dice que no una y otra vez.
—Es un error, muchacho. Este perro tiene leishmaniasis. Sería
mejor sacrificarlo.
Parece que el joven dos patas no le hace mucho caso; sigue
callado, inmóvil. Aunque tiene a Jaime delante, no le mira directamente a los
ojos. Es raro un humano que no mira a los ojos. En realidad, el chico es raro.
Nunca he sentido a uno de ellos como siento a este, diferente, humano, pero
diferente de todos los que he conocido. Vienen más dos patas dueños de los
barrotes, y el chico sigue sin mirarlos a los ojos y sin hablar.
Me levanto con mucho cuidado, curioso. Una de mis patas se
dobla, pero consigo enderezarla. Lo difícil será lograr paso entre los cuerpos
ansiosos. Me cuesta mucho meter el morro para abrir un camino. Qué débil estoy.
A pesar de las dificultades, alcanzo la primera fila, me siento y asomo el
hocico. Perro Grande Manchado me da una dentellada en la oreja, pero al igual
que muchos de los demás, se retira al fondo, no sé por qué.
El chico está muy cerca, al otro lado de los hierros. No sé
si escucha lo que le hablan los humanos que se han juntado a su alrededor,
aunque parece que no. Comprendo que dicen palabras sobre mí porque me miran y
me señalan, todos ellos, bueno, todos menos el dos patas joven, que de pronto,
sin mover la cabeza ni el cuerpo, pregunta mi nombre.
Me estremezco, como cuando me acariciaban. Nadie contesta,
porque ya no tengo nombre, nunca más fui Nudos desde que me abandonaron. Es
triste no tener nombre, y no sé cómo decirles cuál me pusieron mis dueños. El
joven dos patas se acerca a los barrotes, muy despacio, y me tiembla el morro,
me tiembla todo el cuerpo, así que necesito tumbarme. Tengo miedo primero,
luego curiosidad, después esperanza.
El chico se arrodilla delante de mí, y entonces pasa algo
especial. Inclina la cabeza, y sus ojos del color de la tierra húmeda me miran,
a mí, no solo a mí, a mis ojos, como no ha mirado a ningún humano, y se
establece una conexión entre nosotros. Mete una mano por los barrotes y me
acaricia. Se la lamo, solo un poco, pues aprendí que a algunos humanos no les
gusta. Él es diferente a todos los dos patas que he conocido, quizá por eso
quiere llevarme a su techo. No sé si está enfermo como yo, pero eso me da
igual: podría quererle mucho, y con todas mis fuerzas intento trasmitírselo.
El chico Hugo pide que me saquen de los barrotes y,
confundido y expectante, salgo fuera, tembloroso. Él vuelve a arrodillarse… y
me abraza, aunque huelo mal y estoy enfermo, y creo que tendré que gemir
flojito porque hacía mucho tiempo que nadie me tocaba de esta manera. Me abraza
con la cara muy cerca de mis ojos, así que puedo ver que los suyos brillan. Y
me habla con su voz monótona y suave:
—Eres diferente, como yo, lo noto, y no me importa. Este
hombre piensa que hay que sacrificarte porque tienes leishmaniasis. ¿Le digo
que mis padres podrían hacer lo mismo conmigo porque tengo Asperger? No vale la
pena, no lo entendería. Tienes derecho a ser feliz. Me llamo Hugo. Y tú te
llamarás… Nudos, porque tienes todo el pelo enredado.
Ahora no puedo evitar chuparle la sonrisa. ¡Volveré a ser
Nudos! ¿Cómo sabe mi nombre? Es un humano especial, debe de ser por eso. Muevo
el rabo con toda la energía que consigo reunir. Entonces, de los ojos de mi
nuevo dueño Hugo brotan dos lágrimas. Me levanta en sus brazos con mucho cuidado
y, mientras él se aleja, yo cierro los míos y también sonrío.
Mi relato finalista en el «I Certamen de Relatos Animalistas
Crónicas desde el Matadero» 2015.
Autora: Marta Estrada. Sant Pere de Ribes, Barcelona, España.
Una pequeña biografía de
la autora.