Únicos
y completos.
Cada ser humano debería ser siempre considerado así,
como una versión única de la expresión más completa de la vida. Deberíamos sentir
un inmenso dolor cuando se dan estadísticas de personas que perecieron por una
hambruna, una guerra o una catástrofe natural, a veces inevitable, a veces
provocada por el afán de pedirle a la naturaleza que satisfaga necesidades
reales o inventadas, o por el ansia insaciable de conocer y dominar que son
fruto de la inteligencia técnica que olvida la inteligencia de la vida. Así, un
niño que muere es una posibilidad de ser que no se despliega; una pérdida de la
que ni siquiera nos enteraremos.
El pensador argentino Santiago Kovadloff, en su
“Ensayo sobre la tristeza”, afirma que aquello que nos falta también nos
constituye. Esa afirmación me resultó confortante porque siempre me provocó un
desasosiego que no acertaba a comprender la tan remanida expresión. Una
expresión que parecía la solución perfecta en materia educativa (al menos en
las décadas de 1960/70): “un niño ciego, antes que ciego es niño”. ¿Antes de
qué? ¿Acaso esto no es como decir que una mujer antes de ser bella es mujer? O
es que esa antelación solo se refiere a una característica negativa que
aparecía luego de comprobar que estábamos frente a un niño. No estoy intentando
poner en el plano del lenguaje cuestiones que acabaron, en muchas ocasiones, en
infructuosas y estériles disquisiciones. En primer lugar, vale la pena señalar
que el lenguaje marca posiciones y configura actitudes siempre que no se
convierta en un frívolo juego de términos. Esta es una cuestión que alude a dos
instancias fundamentales: la unidad irrepetible de cada ser humano y su
completitud como tal. Un niño ciego no está incompleto. Un niño ciego debe ser
tratado simplemente como un niño que no ve y que se manifiesta en su mundo, ese
mundo que él habita y configura como una unidad viva que requiere que todas sus
posibilidades se expliciten, sin que sus limitaciones sean tomadas en cuenta
solo para que esas posibilidades no se expresen mejor. Tengamos por seguro que
eso acaecerá si permitimos que el niño se muestre tal y como es y pueda escoger
las estrategias que le resulten más convenientes. Desde luego que, como
acompañantes de su proceso de maduración y crecimiento, podemos ayudarlo para
que esas posibilidades se valgan de las estrategias más adecuadas para su
desarrollo integral. En este punto llega el momento de hablar del papel que
juegan los casi alucinantes medios técnicos de los que hoy se dispone.
Hay hechos indudables: la información es abundante y
llega de manera rápida. Se ha facilitado la posibilidad de presentar trabajos
escritos. Es pronta y eficaz la recopilación de datos. En efecto, merced a la
informática, la interacción en ámbitos estudiantiles y laborales ha sufrido un
ascenso vertiginoso. Sin embargo…, sin acudir a la antipática y anacrónica
frase: “todo tiempo pasado fue mejor”, querría ofrecer algunas reflexiones.
La primera de
estas reflexiones tiene que ver con el hecho de que la celeridad y la prontitud
no bastan para que la información recibida sea asimilada y pueda transformarse
en verdadera formación. Los datos serán mera cuantificación si no se los somete
al rigor del análisis.
Es en la segunda reflexión en la que quiero detenerme,
porque hay un riesgo que está presente ya en el proceso educativo, y que, como
suele suceder, se agudiza si estamos frente a un educando ciego.
A un kilómetro de casa vivía un tío que tenía un
aserradero. En el verano, mi hermano clavaba cajones que se utilizaban para
embalar fruta y me traía bolsas llenas de tablitas grandes, pequeñas,
regulares, irregulares, lisas y hasta con algunas astillas que papá o mamá
sacaban de mis dedos soplando para que no me doliera. Por las tardes jugaba con
mis primas. Celebrábamos el bautismo, la comunión o el cumpleaños de alguna
muñeca. La torta de la celebración se hacía con barro. Cuando estaba sola, yo
armaba casitas y reproducía las nada tentadoras tortas.
En el número anterior les hablé de los animalitos que
acompañaron mi infancia. Como maestra ayudaba a los niños a armar casitas con
‘troncolandia’. Todos los bloques eran lisos y regulares, se encastraban unos
con otros y nunca se caían. No había tortas de barro, es más, me atrevo a decir
que había más de un niño que no conocía el barro. Como yo les conté a los
chicos mis experiencias de cocinera, algunos de ellos les pidieron a sus madres
que les permitieran jugar con barro. Pero… ¿qué cosas se te ocurren? ¿Querés
que se ensucien las manos y enchastren la ropa?, me dijo más de una madre.
Hoy, pasados varios años, aquellos asépticos juegos
didácticos parecen maravillas. Los niños frente a su computadora o a su celular
reciben un tutorial que les explica cómo se arma eso que, ni siquiera, tienen
entre las manos. Que el mundo de un niño ciego es completo por su modo de ser
una unidad con él, no ofrece dudas, pero los olores fétidos o agradables que
ofrece el aire, las texturas variadas que cantan en las manos su mensaje vivo,
los sonidos y los ruidos que nos asaltan como puntos del paisaje sonoro, al no
hacerse presentes ¿no son acaso una mengua en el mundo habitado por el niño?
¿No limamos con nuestra información virtual la materialidad de su entorno? Son
reflexiones, son preocupaciones; es el maravillarse de alguien que, sabiendo
todas las desventajas de la pizarra y el punzón y de los voluminosos libros en
braille, celebra el advenimiento de los medios tecnológicos, pero teme que se
confunda la herramienta con la finalidad de la herramienta. Y siente miedo. Un
miedo acaso injustificado, pero cierto, de que los niños ciegos no sean únicos,
sino formados por los auriculares conectados a su celular; y no sean completos
porque sus manos, sus oídos y su olfato dejen de percibir y de unificarse con
el humus vital que ha de nutrirlos.
Recomiendo la lectura del relato de Ray Bradbury
titulado “La pradera”, que forma parte del libro “El hombre ilustrado”. Pueden
buscarlo en internet. Fue publicado en braille (no recuerdo en qué año), por la
Fundación Braille del Uruguay.
Autora: Lic. Margarita Vadell. Mendoza,
Argentina.
margaritavadell@gmail.com