Un buen día de Reyes.

 

 El día de Reyes, Quintín se despertó muy temprano con el temor de que un año más los Reyes Magos no le hubieran echado nada, ni siquiera carbón.

 El día anterior, antes de irse a la cama, sin que su madre lo advirtiera, había llenado un canasto de cebada, otro de agua y un vasito de anís y los había puesto en la repisa del ventanuco de su habitación (la cebada y el agua para los camellos y el anís para los Magos) con el fin de ayudarles en su larga y fría noche de trabajo. Como los zapatos no cabían en la pequeña repisa, los había colocado a los pies de la cama encima de una silla, bien visibles, para que esta vez no hubiera excusa posible. Además, para mayor seguridad, el día de la lotería de Navidad les había escrito una carta que, tras meterla en un sobre pero sin sello, la echó en el buzón de Correos. Este año no podía fallar, pues en la carta les decía lo siguiente:

 Queridos Reyes Magos:

 Os escribo para deciros que me llamo Quintín, tengo siete años recién cumplidos, vivo en la última casa que da a las eras del pueblo y que, como este año me he portado todavía mejor que el anterior (se lo podéis preguntar a mi madre, al tío Bonifacio (el Matraco) y a don Eugenio (el maestro) si no os lo creéis, espero que esta vez sí me traigáis algo, a ser posible un juguete: el que vosotros queráis.

 Gracias.

 Así las cosas, tenía muchas esperanzas de encontrar algún regalo en sus zapatos, pero también mucho temor a verlos vacíos otra vez. Por eso, cuando se despertó, envuelto en la gran oscuridad de la habitación, estuvo jugueteando un ratito con la perilla sin decidirse a dar la luz. Al fin, pensando que lo mejor era salir de dudas cuanto antes, apretó el botón. Instantáneamente vio que todo estaba tal como lo había dejado antes de acostarse y apagar la luz. Se quedó inmóvil, sentado en la cama, con los ojos muy fijos en esa tristísima postal de Navidad, que la realidad le presentaba. Pero, de repente, un luminoso rayo de esperanza se abrió paso entre sus negros pensamientos: ¿Y si era muy pronto y todavía no les había dado tiempo a pasar por su casa? La respuesta fue inmediata: la campana del reloj de la torre de la iglesia comenzó a sonar. Cada campanada era como una bofetada más y más fuerte a medida que aumentaba la cuenta. Cuando sonó la última -contó siete- cayó en la cama y, apretando la cara contra la almohada, lloró desconsoladamente preguntándose una y otra vez: "¿Por qué, por qué, por qué...?" Y llorando se quedó dormido.

 En cuanto volvió a despertarse, llamó a su madre. Como no le contestó, supuso que habría ido a casa del tío Matraco a ver si necesitaba algo. Entonces, aprovechó la ocasión para echar el agua a la fregadera, la cebada al saco y el anís, valiéndose de un embudo, a la botella de donde había salido, y esperó en la cocina a que regresara. Lo hizo poco después, extrañándose de que ya estuviera levantado. Sin insistir especialmente en ello, su madre atizó la lumbre, puso a calentar la leche y fue a prepararle la ropa. Por su parte, Quintín, tal como había sucedido el año anterior, tampoco en éste le preguntó por qué los Reyes Magos no le habían echado nada. Se tragó su desilusión, y, eso sí, este año se hizo el firme propósito de que jamás les escribiría ninguna carta porque nada esperaría de ellos en adelante. Así que, recuperado a medias del golpe, se lavó, desayunó y se vistió para ir a misa.

 Al salir de casa oyó que daban "las primeras" en la torre de la iglesia. Se detuvo un momento e imaginó al Sr. cura en el pórtico -como siempre antes de la misa- recibiendo a los chicos con la mano extendida para que la besaran en el dorso, preguntándoles, de acuerdo con el día, qué les habían echado los Reyes. No queriendo pasar por la vergüenza de tener que contestar: "nada", se dedicó a pasear sin rumbo por las calles del pueblo, haciendo tiempo hasta que dieran "las terceras" y tratando de no encontrarse con nadie.

 Sonaron por fin las tres campanadas. Corrió hacia la iglesia y entró detrás del Silverio, que siempre era el último. Se dirigió rápidamente adonde se ponían los chicos de la escuela y se sentó en el último banco, pegado a la pared.

 Durante la misa los ojos se le iban una y otra vez hacia el Nacimiento, instalado como todos los años en uno de los extremos del Altar Mayor. Aunque era el mismo de los días anteriores, del año pasado y del otro…, él no lo veía igual: le sobraba aquella estrella, que no se había detenido encima de su casa, y aquellos tres Reyes Magos que, en el colmo de la injusticia, traían regalos a unos niños y a otros no. Se le hizo un nudo en la garganta al revivir la inmensa desilusión de la noche pasada, pero no lloró. Apartó la mirada del Belén y cerró con fuerza los ojos, repitiéndose para sus adentros: "Los hombres no lloran, los hombres no lloran…" Cuando los volvió a abrir las chicas ya habían iniciado el desfile para ir a Adorar al Niño. A una señal de Don Eugenio, el maestro, salieron los chicos ordenadamente al pasillo central y fueron acercándose poco a poco a Don Daniel, el Sr. cura, que sostenía entre sus manos la cuna en la que estaba el Niño Jesús en porretas, dormido entre pajas. Llegó su turno. En el momento de darle el beso, al tiempo que su apacible sonrisa se le metía muy dentro transformando en un instante su tristeza en una intensa alegría, oyó la voz suave de un niño que le decía: "Sé bueno y estudia, Quintín, y olvídate de los Reyes Magos".

 Regresó a su sitio como si fuera otro, y, acabada la misa, salió alegremente con los demás chicos al "portegao", delante del cual había una pequeña explanada con unas cuantas acacias de ramas desnudas, cercada por un muro de piedra con dos enrejadas puertas. Mientras las mujeres, sin detenerse, en pequeños grupos o solas se dirigieron hacia sus casas para preparar la comida, los hombres y mozos se pararon un ratito charlando de sus cosas y, por fin, se marcharon a la cantina. Por su parte, los chicos de la escuela formaron un grupo al igual que las chicas, y se fueron a pedir los "aguilandos" cada uno por su lado, sin que, curiosamente, nadie le preguntara qué le habían traído los Reyes.

 Como todos los años, las chicas echaron por la calle de Arriba hacia el otro barrio para empezar a pedirlos por allí. Los chicos, una vez salieron los monaguillos, tiraron por la calle de la Poza para comenzar por casa de la tía Higinia, situada en uno de los extremos del barrio donde estaba la iglesia. Al llamar a la puerta sucedió lo que, divertidos, ya esperaban: que una quejumbrosa voz preguntó:

 --¿Quién es?

 --Los "aguilandos -contestaron todos a coro.

 Y ella respondió:

 --No hay nadie.

 Entonces, los chicos (también a coro) le gritaron: "¡tía roñosa!" Y se fueron a la casa siguiente.

 Dado que la experiencia, sobre todo de los más mayores, así lo aseguraba, no pedían en todas las casas porque, en unas, con el silencio como respuesta a su llamada (habiendo alguien dentro) y, en otras, de palabra, ya sabían que no les darían ni los buenos días. Por tanto, los "aguilandos" sólo los pedían en aquellas en las que había unas mínimas posibilidades. La cantidad de dinero que les daban a cada uno (muy pronto se dio cuenta Quintín) dependía, en general, por una parte, de la generosidad de la familia y de lo rica que fuera; y, por otra, de la edad que tuvieran (menos para los más pequeños) y del grado de parentesco y amistad entre las familias. Como él era pequeño y además no tenía familiares en el pueblo -ni en ninguna parte -que supiese- era de los que menos dinero reunía. Por si esto no lo tenía claro, a cada triquitraque, contaban el dinero recaudado, diciendo en voz alta la cantidad.

 Por fin llegaron a la última casa, que era la del tío Bonifacio, hombre muy mayor, generoso y rico -al menos así se lo parecía a Quintín- el cual les fue preguntando uno a uno cuánto dinero habían recaudado. Entonces, al tiempo que en voz alta repetía las cantidades que le habían dicho, iba repartiendo las monedas. Cuando llegó a Quintín, le puso en la palma una y le cerró la mano. Después, despidió a los demás y a él le dijo que entrara a su casa. Ya dentro, sentados al calor de la lumbre, y echándole un brazo por encima de los hombros, le dijo:

 --Esta mañana, cuando has salido de casa para ir a misa, te he visto desde mi ventana y me ha parecido verte muy triste. ¿Te ha reñido tu madre por algo?

 --No -le respondió.

 --Entonces, ¿qué te pasaba?

 --Nada.

 --Hombre, por nada no se pone uno tan triste como tú lo estabas.

 --Es que, es que...

 --Es que..., ¿qué?

 Entonces, Quintín, reprimiendo a duras penas las lágrimas, le contó todo, porque el tío Bonifacio, además de amigo, era un poco su padre y su abuelo. El viejo apretó al niño contra su pecho y, tras unos segundos de reflexivo silencio, le explicó:

 --Mira, Quintín, los Reyes Magos no existen; son los padres los que compran los regalos y se los ponen a sus hijos. Como tu madre tiene muy poco dinero, lo emplea para comprarte ropa, zapatos, comida… y demás cosas necesarias para vivir.

 Al oír esto, a Quintín le pareció sentir lo mismo que aquel niño de un cuento o una novela que los mayores habían leído en la escuela, en la que un ciego le puso la cabeza junto a una gran piedra -o algo así- y le dio un melonazo contra ella -no recordaba muy bien por qué-; pero el caso es que el niño salió de una especie de sueño en el que estaba.

 Mientras el tío Bonifacio se levantaba del banco donde estaban sentados, continuó explicándole:

 --Yo, cada año por estas fechas le doy un poco de dinero a tu madre para que te compre algo. Según parece, ella siempre ha empleado ese dinero en comprarte ropa u otras cosas necesarias para ti. Olvídate de los Reyes Magos, Quintín, y piensa que hay niños en el mundo en una situación mucho peor que la tuya. Espera un momento que voy a traer una cosa.

 El tío Matraco salió de la cocina y volvió poco después trayendo en la mano un libro, que mostró a Quintín, diciéndole:

 --Es un libro de cuentos. Antes de regalártelo, te voy a leer uno que se llama "La niña de los fósforos". Escucha.

 Y el tío Bonifacio comenzó a leer despacio, con voz suave y tierna, intentando que cada una de las palabras penetrara en aquella mente infantil: "Hacía un frío espantoso; nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año, la Noche Vieja. Con aquel frío y en aquella oscuridad iba por la calle una pobre muchachita con la cabeza descubierta y los pies descalzos…"

 Quintín, abiertos de par en par entendimiento y corazón, escuchaba el cuento sin una sola interrupción. A medida que avanzaba éste, una luminosa sucesión de imágenes y palabras iban grabándose dolorosamente en su cerebro: Un frío espantoso… Nevaba… Noche Vieja… Una niña descalza que vendía cerillas… Su padre le pegaba si no las vendía todas… Nadie le compraba… Sentada delante de una casa encendía cerillas para calentarse… Sueños muy bonitos…

 Cuando acabó el cuento, Quintín miró fijamente al tío Bonifacio, y con lágrimas en los ojos le preguntó:

 --Se murió de frío, ¿verdad?

 --Sí -contestó simplemente el tío Matraco.

 Entonces, Quintín, pensando en la desgraciada niña, le dio tanta pena que lloró. Y así, la pobre mosca, compadeciéndose del miserable mosquito, se sintió mejor.

 

Autor: Carlos Andrés Vallejo. Barcelona, España.

caranva@telefonica.net

 

 

 

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