Un Boleto, sin vuelta.
Aún
no anochecía y mi sombra se estiraba al borde de la plaza como intentando
cruzar la avenida con pesar. Era Como si en cada paso debiera pedir perdón por
su existencia.
En un lejano ayer,
cuando apenas tenía veintidós años, me presenté en este sitio para iniciarme en
un nuevo trabajo. Fue mi incorporación al gremio de los rieles siguiendo las
huellas sentimentales de mi padre, un apasionado del ferrocarril. Además, con
ello cumplía con la promesa ofrecida a mi querida mamá. Tiempos de progresos,
tiempos de felicidad, sin dudas…Ahora me encontraba inmóvil, de pie observando
aquella mole, ese monstruo de hormigón que alberga a todo un mundo heterogéneo
donde las personas deambulan por miles tal lo hacen las hormigas. Sentí un
estremecimiento interior difícil de expresar… pero ahí estaba una vez más,
frente a la fachada de la terminal ferroviaria denominada “Plaza Constitución”.
Me preguntaba ¿Qué
precio había tenido que pagar yo para estar ahí, en ese momento? ¿Cuál sería
esta vez mi grado de nostalgia? No, no… Me repetía a mí mismo una y otra vez,
no caeré. Mi naturaleza recelosa, siempre insegura, estaba dominándome. Tomé
coraje y lentamente ingresé al inmenso salón, caminé un poco, saludé a la gente
conocida y me acomodé en la mesa de un bar. Pero no fue café lo que ordené,
sino algo fuerte como para calmar mi sed interior. Ignoro cuánto tiempo pasé en
ese lugar, pero al final pude reaccionar:
- ¡Basta, basta! ¡Ya no
bebo más! ¡Esto se terminó! Ya es hora de ir a trabajar… Y a trabajar
honradamente, con ganas y sin excusas.
Luego de haber hecho
tales razonamientos, me coloqué el saco y la gorra del impecable uniforme gris,
recogí los elementos de labor y tomé mi puesto abordo del tren. A las 23 horas debía
partir con destino a San Carlos de Bariloche y todo se realizó con la mayor
normalidad. Conforme a la rutina del viaje, siendo casi las dos de la madrugada
y a pesar de ser temprano, inicié un recorrido por los vagones con el fin de
controlar los boletos.
- ¡Boletos! ¡Todos los
boletos, por favor, señores pasajeros! –exclamé, haciendo sonar la pinza
perforadora.
Los viajeros, dormidos
en la penumbra de la luz atenuada, al sobresaltarse me pasaban los boletos, sin
dejar de simular la inevitable molestia. No obstante, siempre me encontraba con
gente conocida, o pasajeros que no conciliaban el sueño y que habitualmente se
trasladaban entre aquellos parajes sureños. Además, nunca faltaba quien me
ofreciera algún bocadillo, una empanada u otras exquisiteces. En todos los
casos brotaban algunas sonrisas o se armaba una charla cordial, la cual
sembraba amistades y simpatías que amenizaban mi tarea.
- ¡El boleto, por
favor!… ¡El boleto, caballero!
Así debí insistir con un
muchacho delgado que se hallaba recostado a lo largo de dos asientos, envuelto
en una manta, la guitarra enfundada como almohada y bolsos alrededor.
- ¡Su boleto, por favor!
Debido a que el viajero
no contestaba ya que dormía profundamente, o tal vez porque se hacía el
dormido, lo toqué en el hombro y repetí la exigencia del boleto. El pasajero,
asustado, abrió los ojos y me miró extrañado.
- ¿Qué? ¿Quién? ¿Qué
pasó? –Preguntó el plácido dormilón.
- ¿No me ha oído usted?
¡El boleto! ¡Tenga la bondad de mostrármelo!
-
¡Dios mío! -Gritó aquel joven ojeroso, exhibiendo un aspecto lamentable-. ¡Dios
mío! ¡Padezco una enfermedad terrible! Tres noches que no he podido conciliar
el sueño… He fumado un poco de marihuana para dormirme y usted me sale… con el
boleto, el boleto. ¡Esto es inhumano! ¡Es una cruel tortura! Si usted supiera
lo que me cuesta conseguir el sueño, no vendría a enloquecerme por esta
estupidez.
Para entonces yo había
perdido la paciencia y me molesté. Le dije:
- ¡Por favor, no grite
aquí! ¿O se cree que estamos en una cancha?
- No, no… seguro que no.
En la cancha la gente es más humana, nadie te despierta. -Me contestó
tosiendo-. ¿Cuándo podré dormirme otra vez? Vea, yo viajé por varios países sin
que nadie me pidiera el maldito boleto, y aquí es como si el mismo Satanás te
persiguiera a cada momento: “¡El boleto, el boleto!» ¡Baaah!
- En tal caso, muchacho,
ya que le agrada tanto el extranjero… viaje hacia esos rumbos y nadie lo
molestará más. ¿No le parece?
- ¡Oiga, lo que usted me
dice es una estupidez! ¡No basta con que uno tenga que soportar el frío y la
polvareda que entra por las ventanillas de este tren!, ¡hay que soportar
también esa mala costumbre!… ¿Para qué cuernos necesita los boletos? ¡Ganas de
molestar nomás! Igual no impedirá que la mitad de los pasajeros viajen colados.
- Mire caballero… Soy la
autoridad en este tren, y si no deja de gritar e incomodar a los demás
pasajeros, me veré obligado a hacerlo bajar en la primera estación y se
terminó. ¿Me entendió?
En los asientos linderos
viajaban cuatro muchachos más, que comenzaron a increparme:
- ¡Usted es un tipo
insoportable! ¿Se cree que es policía? Eso de no dejar en paz a un hombre
enfermo… ¡Por favor! Sepa que él es “Charly Blue”, nuestro compañero de banda y
es el mejor músico, pero tiene una enfermedad encima. ¡Termínela de una vez!
- ¿Es que no se dan
cuenta?, si es este muchacho, llámese como se llame, quien me está faltando el
respeto. Les contesté nervioso. Está bien, ¡que se guarde el boleto! Pero yo
sólo cumplo con mi deber, ya lo saben…
Indignado, encogí los hombros
y me alejé de aquel pasajero que no era más que un pobre enfermo. Al principio
me sentí ofendido y maltratado, pero después de haber recorrido dos o tres
vagones, gracias a mi alma de inspector de tren experimenté cierta
intranquilidad y algo como si fuese un remordimiento, y a modo de consuelo me
dije: “Quizás tengan razón, yo no tenía porque
despertar al enfermo. Pero no es culpa mía. Ellos creen que lo hago por mi
gusto, no entienden que es mi obligación”.
Y el viaje continuó hasta pasar la estación “Ingeniero Jacobacci”,
sin que surgieran otros incidentes. Al llegar a la parada “Piedra del Águila” y
ante mi preocupación por la forma en que respiraba el muchacho, le solicité al
jefe de estación la asistencia de un médico. De inmediato, él ordenó que
llamaran al doctor Galíndez y se acercó al pasajero a fin de evaluar la
situación.
- Hola, jovencito… ¿Cómo
se siente? ¿Está bien? –Le preguntó el jefe.
El enfermo reaccionó
como picado por una víbora, abrió los ojos y mostró una cara compungida.
- ¡Oh, Dios mío! Me he
fumado dos porritos que me calmaron, estaba en el mejor de los sueños, ¡y otra
vez!… ¡Otra vez con el boleto!… ¡Le suplico tenga compasión de mí! ¡Esto es
insoportable! ¡Tome, tome este maldito boleto! Y si no le alcanza ¡compraré
cinco más! ¡Pero déjeme que me muera en paz! ¿Será posible que usted no haya
sufrido alguna vez? ¡Qué gente insensible!
- ¡Pero de nuevo usted!
-gritó indignado uno de los muchachos acompañantes-. ¿Qué tiene contra Charly
Blue? ¡Este atropello no tiene sentido alguno!
- “Vamos, déjelos”. -Me
dijo el jefe de estación, frunciendo el ceño y tirándome del saco. Me resigné y
seguí caminando lentamente por detrás.
- ¿De qué sirve el ser
complaciente? –Le comenté-. Preocupado por su salud molesté al jefe de Estación
para que el viajero se tranquilice y en lugar de agradecérmelo todos me
regañan.
Una vez apeado en el
andén, se me acercaron dos hombres de entre las tantas personas que bajaban
aprovechando esos veinte minutos para estirar las piernas, y me intimidaron con
sus palabras:
- ¡Oiga usted, inspector
del tren! Su proceder con el pasajero enfermo indigna a todos los que lo hemos
presenciado. Nosotros pertenecemos al Poder Judicial de la Nación y le
informamos que, si no justifica su cruel actitud, formularemos una queja en su
contra como para que lo dejen cesante.
- ¡Pero, escúchenme
caballeros!, es que yo… es que él…
- Vea, no queremos vanas
explicaciones, le advertimos que, si no presenta sus excusas, en primer lugar,
tomaremos al enfermo bajo nuestra protección. Luego denunciaremos a usted con
todo rigor.
- Está bien, señores… De
acuerdo… presentaré mis excusas justificándome ante la empresa… si ustedes lo
desean, ni bien llegue a destino.
- Y le avisamos que no
queremos verlo ni cerca del pasajero en cuestión. Así se evitarán males
mayores. Ya nomás amparamos al enfermo quedando bajo nuestra protección y
responsabilidad. ¡No lo fastidie más!
Me sentí presionado ante
la grave amenaza recibida y por el agudo dolor que otorga la injusticia. No
pretendía eludir mis responsabilidades, pero tampoco quería agravar el
conflicto suscitado. Creí haber hecho lo que me correspondía, y al menos logré
verificar que el pasajero portaba su legítimo boleto de ida. Continué con mi
labor, recorrí el tren de punta a punta en reiteradas oportunidades. Al pasar
no podía evitar la mirada hacia el joven Charly Blue, como lo llamaban sus
amigos, notándolo cada vez más desmejorado, aunque… sabía que yo no debía
intervenir. Pero en un momento el enfermo me vio pasar y saltó estremecido, se
aferró a mi brazo e intentó gritar cuando apenas si pudo gemir…
- ¡Eh, boletero!
Tráigame un poco de agua… ¡Agua… agua, por favor!
Lo tomé de una de sus
manos, la que sentí tan fría y temblorosa al punto que logró atemorizarme,
mientras le respondía:
- Sí, claro, muchacho.
Enseguida le traeré el agua…
Sorpresivamente me
percaté que sus compañeros me observaban con rostros que desbordaban de odio.
Del otro costado los abogados, juristas o no sé qué, se acercaron a mi lado y
me dijeron con mucha seriedad:
- ¿Nuevamente usted? ¿A
dónde quiere llegar?
Fue así que una rara
sensación se apoderó de mí y apenas atiné a alejarme rápidamente de ese lugar,
mientras el joven insistía reclamando el agua. Me detuve en el siguiente vagón
bajo un total estado de desconcierto. Charly Blue, el enfermo, se levantó y
tambaleando al tiempo que rebotaba entre las filas de asientos por el andar del
tren, se dirigía hacia mí. Repetía constantemente que quería agua… La
indiferencia y pasividad de sus amigos, de los abogados y del resto de los
pasajeros me resultaba incomprensible… ¡Estaba azorado!
El muchacho siguió
avanzando, sobrepasó el sector del lavabo y las canillas sin verlas, traspasó
la salida como acercándose hacia mí. Repentinamente giró hacia la derecha,
comenzó a abrir una puerta que daba al exterior y… Le grité advirtiéndole que
esa era la puerta equivocada… yo corrí para sujetarlo, intenté contenerlo…
pero… ¡se me escapó de las manos!… ¡se me escapó de las manos!…
Más allá estaba el vacío. Tan solo alcancé a oír que me decía: “¡Boletero no me
abandones, dame agua!”…
En ese momento todo se
convirtió en desolación y de la oscuridad surgieron otros espectros que aún
suelen acompañarme en la misma dirección. Cada vez se unen más hasta formar un
silencioso desfile del cual sólo son testigos los anónimos espíritus pasajeros.
Y así se esfuma una
anécdota más de las tantas que deambulan en la mente de este anciano, un
veterano ferroviario. Un lapso de silencio y seguidamente el inspector se
acomoda la gorra y su andrajoso uniforme gris, camina entre las mesas del bar,
hace vibrar un disfónico silbato y comienza a pedir
los boletos. Su voz se entrevera con abuso de alcohol y poca cordura. Algunos
clientes se molestan y lo soportan, otros se alejan, y quienes lo conocen
comprenden su actitud, saben que detrás de su mirada extraviada en la nebulosa
carga una enorme angustia por la clausura de los ramales ferroviarios de larga
distancia, y lo que es peor aún… la pérdida de su hijo Carlos Alberto… el
“Charly”, músico de blues que, confundido por las ondas del rock, un día tomó
un “cambio de vías” equivocado… y se le fue de las manos.
“Cuando la pluma se agita en manos de un escritor,
siempre se remueve algún polvillo de su alma”.
Autor:© Edgardo González - Buenos Aires, República Argentina