Los tomates se
ven rojos, redondos y rebosantes, guardados en las cajas que Antonio apiló en
el cajón de su camioneta. Parada bajo un
árbol de cerezo, Julia veía alejarse al automotor, que iba rumbo al
mercado. Su amigo Antonio había
regresado como socio de la compañía, y era el encargado de la distribución del
producto.
El viento
soplaba con delicadeza en aquel agradable lugar rodeado de montañas. El crepitante sonido de pisadas sobre la
hojarasca llamó la atención de Julia, y al voltearse vio a Gabriel, quien
trepaba la pequeña loma en la que descansaba el árbol de cerezo, y sobre la que
ella estaba parada. Instintivamente,
Julia le extendió la mano y él dio unos dos últimos pasos, medio
trastabillando, para situarse al frente de Julia. Gabriel era alto, fuerte y erguido, y Julia
levantaba la cabeza para poder toparse con sus intensos ojos verdes.
Con el tiempo
se había acostumbrado al radiante brillo que aquellos verdosos iris emitían,
pero en aquel momento el fulgor lucía distinto, relampagueante, y era porque
Gabriel rebosaba de felicidad; con las manos juntas tras su espalda,
escrudiñaba, coqueto, el rostro de Julia, y ella, sospechando, trataba de
adivinar qué se escondía tras esa enigmática mirada.
—Novia del
campo, Julia —dijo Gabriel, rompiendo el silencio. —¿Cómo? ¿Qué quieres decir? —inquirió
ella—. ¿Te has vuelto un poeta? —Sí
—contestó él—. Estoy elogiando con un
verso a mi Julia amada. Entonces la
atrajo hacia él y la abrazó. Julia
descansó su cabeza en el pecho de su novio.
No había otro modo de sentirse más segura y completa que cuando estaba
entre sus brazos. Miró hacia el
frente. Bajo la loma, los campos
sembrados de tomates parecían racimos de balones rojos colgantes, enroscados con
sus serpenteantes tallos en los palos que Julia y Gabriel habían colocado a lo
largo del terreno, formando ordenadas filas.
—Novia del
campo, Julia —volvió a decir él, aumentando la inquietud en la mujer, quien lo
miraba fijamente con sus ojos cafés oscuros, profundos. —¿Sabes por qué te digo novia del campo?
—preguntó de pronto Gabriel, y ante el silencio de Julia, que no comprendía
nada, se contestó a sí mismo—, pues porque te has convertido desde este momento
en una novia. Luego Gabriel movió su
mano, y la colocó frente a Julia.
Sostenía un pequeño cofre. —Novia
del campo, Julia. ¿Te quieres casar
conmigo? —dijo él, destapando la pequeña cajita, y mostrándole el anillo
plateado, con una pequeña aguamarina en forma de diamante.
Julia tomó el
anillo y miró la cristalina piedra.
—Sabes que me encanta el color azul —dijo. Y mientras Julia admiraba el anillo, Gabriel
se arrodilló, y cogiéndole su mano izquierda le volvió a preguntar: —¿Quieres
casarte conmigo? —¡Sí! —respondió inmediatamente Julia, emocionada, y le dio el
anillo a Gabriel, que se lo colocó en el dedo anular. El joven se levantó entonces jubiloso, y agarró
a Julia, amarcándola; luego se dejaron caer en la
base del árbol de cerezo, abrazados.
—Sabes que me encanta el color azul —dijo ella, admirando el anillo
ahora colocado en su mano. —Me he puesto
a recordar tantas cosas maravillosas —dijo Gabriel—. Como aquel día en la fiesta, cuando te
conocí, y nuestras miradas se encontraron.
Y se volvieron a mirar en ese momento con la misma intensidad que la
primera vez, el profundo abismo de los ojos oscuros de Julia clavados en el
radiante verde de los ojos de Gabriel.
Esa noche,
Gabriel y Julia tuvieron una romántica velada en un restaurante de la
ciudad. Querían celebrar el compromiso
recién hecho, y qué mejor que una cálida noche de conversación sobre sus planes
y proyectos futuros. Julia admiraba la
aguamarina en su dedo anular izquierdo, y mientras que mil pensamientos
rondaban su cabeza, acerca de esta nueva etapa de su vida.
El restaurante
lucía tranquilo, con una música suave que sonaba en el fondo, y que se mezclaba
con las voces de las conversaciones.
Julia sabía cómo valerse para conversar en ambientes ruidosos,
apoyándose en su implante coclear y la lectura labial. Mirando los delgados labios de Gabriel
moverse, ella descifraba todo lo que él le estaba diciendo. El futuro, esto era el tema principal de la
charla. Julia estaba de acuerdo con los
planes de Gabriel, que consistían en seguir creciendo el negocio de producción
de tomates. —El negocio nos surtirá lo
necesario para nuestra familia —le dijo él.
Julia se quedó pensando en la palabra “familia”. —Sí —le dijo Gabriel, como adivinando los
pensamientos de su prometida—. Nuestra
familia será preciosa.
Entonces Julia
recordó, súbitamente, algo que no había contado a Gabriel. Respiró hondo, y con calma le dijo: —Hay algo
que quiero decirte, mi amor. No había
topado este tema antes, pero ahora necesito mencionártelo. Los ojos de Gabriel miraban atentos,
curiosos, extrañados y ávidos por saber lo que ella tenía que contarle. —No puedo tener hijos — dijo ella mirándolo
de manera sincera. El rostro de Gabriel
se pasmó, y al ver esto fue para Julia como si se detuviera el mundo por varios
segundos. Gabriel respiró profundamente,
luego miró a su amada con inmensa ternura.
—Qué valiente eres —le dijo—.
Sigues adelante a pesar de cuanta cosa se te ponga en contra. Y continuó hablando: —Sabes, mi vida, que yo
siempre imaginaba a nuestro futuro hijo dentro de tu vientre, y apoyando mi
cabeza en ti, me veía escuchándolo durante meses antes de que viniera al mundo. Julia sonrió.
Se había contagiado de la ternura y emoción de Gabriel.
Gabriel agachó la cabeza por unos instantes, como si estuviera procesando
la nueva noticia. Cuando levantó la
mirada, se topó con los ojos comprensivos de Julia. —Esto no significa que no podamos ser padres
—le dijo ella. Los ojos de Gabriel se
abrieron desmesuradamente ante la nueva perspectiva. —¡Oh Gabriel! Hay un
bosque en tus ojos —afirmó su novia, contemplando el verdor fulgurante que
desprendía la mirada de aquella persona con la que había decidido pasar el
resto de su vida. —Cada diminuta célula
de nuestro cuerpo es un milagro —continuó diciendo ella—. Cuán agradecidos deberíamos estar por todas
las cosas que funcionan bien en nuestro cuerpo, y que damos por sentado que
deberían estar perfectas. —Hay belleza
en lo imperfecto, en lo diferente —le corrigió él, y Julia no pudo estar más de
acuerdo con esta conclusión.
AAutora: Vera Ruíz. Ecuador.