Predecible
o Impredecible?
¡Dios! ¿Qué más me falta por ver?
Corrían los años 60 cuando mis padres tomaron la
decisión de mudarse a un lugar, entonces, bastante lejano. No fue la falta de
recursos económicos ni la falta de trabajo; ahora entiendo que fue tratar de
liberarse del patriarcado tan fuerte que ejercía mi abuelo sobre mi padre al
que nunca pudo dominar ni con su autoridad ni con su dinero.
Mis padres se casaron muy jóvenes, ambos de 19
años. Mi madre era maestra cuando conoció al “junior” del pueblo, mi padre,
donde inició su trabajo docente. Fue amor a primera vista. Ella era una mujer
muy independiente puesto que desde los 11 años dejó el hogar familiar para
lograr sus metas estudiando en Mérida, Yucatán, con todo el rigor y la
vergüenza, que así se decía en aquella época. La familia Pérez Novelo vivía en
Campeche.
Dulce María, mi madre, nunca aceptó ser como
una hija más de la familia de mi padre y exigió formar su hogar cerca, pero no
en la casa de mis abuelos paternos.
Cuando mi madre nació en el año 34, la mujer
en México y casi en todo el mundo, se dedicaba a las tareas del hogar. En
muchos lugares de nuestro país se les permitía asistir a la escuela, aunque
muchas de ellas al entrar a la pubertad no podían continuar estudiando, por
órdenes del padre. Era necesario prepararlas para el matrimonio, a veces
impuesto por las familias. Sin embargo, mi madre se resistió a esos estándares
de vida y logró hacer la carrera de Profesora de Educación Primaria. Esos
deseos de superación también los tenían otras chicas, aun así, muchas de ellas
truncaron sus anhelos sometiéndose a las decisiones del “jefe de la casa”.
Criar varias niñas trabajando cada día en la
escuela, no fue tarea fácil y menos cuando nos mudamos a Chetumal. Esa decisión
fue intolerable para ambas familias. Mi abuelo paterno había cifrado sus
esperanzas en su único hijo varón para dejarle, en un futuro, el negocio
familiar, cuestión que a mi padre jamás le interesó. Mis abuelos maternos,
enojados porque su hija, la única de nueve hermanos que logró una carrera
profesional, la tiraba por la borda.
Mi madre con los ojos cerrados siguió a su
esposo; ni una de las dos familias los apoyó para iniciar una nueva vida. Hasta
ese momento éramos cinco niñas y ahora sí, a la aventura, con unos cuantos
pesos ahorrados y sin trabajo, si bien ella nunca se amedrentó. Era además una
gran cocinera y no importándole las críticas familiares puso un negocio de
comida, mismo que llegó a tener mucha fama y buenos ingresos. Mi padre
trabajaba reparando electrodomésticos y por las tardes ayudaba a
mi madre. La familia creció; en Chetumal nacieron tres pequeñas más. Años
después mi madre, siendo una mujer incansable y fuerte por naturaleza, retornó
a su labor educativa pues se había preparado para ejercer su carrera
profesional y en cuanto tuvo la oportunidad accedió a trabajar en una comunidad
de Quintana Roo en la cual se llegaba por barco. Se llevaba a las dos más
pequeñas y vivía ahí sin luz eléctrica, ni agua potable más que la del río;
ninguna comodidad. Las mayores nos quedábamos con mi padre y con Casiana, una
mujer que era como nuestra segunda madre. A mamá la veíamos cada 15 días pues
el barco recorría el Río Hondo solamente en quincena. Después de un tiempo,
casi dos años, la cambiaron de adscripción y entonces viajaba cada día de casa
a la comunidad y viceversa.
No puedo recordar carencias, ni de comida,
vestido o paseos. Nada nos faltaba. Mis padres eran muy unidos, alegres,
sociables y responsables de la crianza de sus hijas. Era una pareja fuera de
época. Mi padre, al no tener hijos varones, nos enseñó a beber una copa o fumar
un cigarrillo, para que los vicios no nos ganaran y pudiéramos socializar
correctamente. La casa siempre estaba llena de jóvenes, pues don Mario y doña
Dulce preferían convivir con nuestros amigos, chicos y chicas. Esto quizá
llamaba mucho la atención de otras familias ya que en muchas de ellas para que
un joven entrara a la casa había que tener un compromiso. Mis padres fueron una
pareja sui géneris. Esa determinación de los dos nos hizo mujeres también
independientes y muy trabajadoras. Ocho hijas, mujercitas todas con aciertos y
desaciertos. Por esa educación y la combinación de normas y alegría de nuestra
vida diaria logramos una estabilidad económica bastante buena. Sin embargo, al
correr de los años también vivimos grandes batallas. Cada una con una historia
propia.
Han pasado muchos años, ahora soy feliz y
orgullosamente abuela y recién bisabuela, si bien nunca imaginé vivir el dolor
y la desolación que me invadió por años, puesto que mi infancia y adolescencia
fueron etapas muy felices.
Siendo muy joven también me casé y la carrera
magisterial que elegí formaba parte de mi vida audaz. Dice mi hijo, una mujer
de retos.
Siguiendo el ejemplo de mi madre, nunca tuve
miedo de enfrentarme a mis superiores con mucho respeto cumpliendo con mis
obligaciones dando lo mejor de mí, pero también defendiendo mis derechos
laborales y humanos. Voy a referir una amarga experiencia a la que me enfrenté
iniciando mi carrera a los 18 años; un supervisor y un director quisieron
aprovecharse de mi juventud. Me defendí con garras. El primero me acosó
sexualmente y el segundo pretendía humillarme cada vez que podía, a ambos los
puse en su lugar y logré el respeto de otros maestros que también se quisieron
pasar de listos. Obviamente en mi interior tenía mucho miedo de perder el
trabajo o ser injuriada injustamente. Muchas maestras jovencitas se quejaban de
acoso, nadie les hacía caso. Las autoridades cambiaban de centro de trabajo a
la persona agresora y nada más. Solo que esto siempre se hacía bajo el agua.
Las mujeres no eran atendidas como se merecían. Corrían rumores de algún hecho
y la mayoría no se atrevía a hablar como hubieran querido.
Cincuenta años después, estamos viviendo una
etapa feminista casi en todo sentido, más el acoso laboral y sexual se escucha
por todos lados en nuestro país y en Latinoamérica, no obstante que las mujeres
tenemos presencia en todos los ámbitos de la vida diaria. A veces me pregunto
cuál es la necedad de no aceptar, respetar y valorar a las mujeres. Las
mexicanas nos caracterizamos por ser mujeres cálidas, amorosas, fuertes y
trabajadoras. Buscamos el pan para nuestros hijos con y a pesar muchas veces
del esposo o concubino.
También mi vida familiar tuvo escollos que me
llevaron al divorcio. Los hombres tratan de aprovecharse de una mujer
divorciada y hasta un mote se le pone a la mujer: Esa es “carne de cañón”. En
el pasado y presente, esto no ha cambiado. Viví la separación y sufrí pensando
que nunca me levantaría del dolor. Creí ciegamente en el amor y aun creo que el
amor es el sentimiento más sublime que existe y si la mala experiencia por poco
acaba conmigo, al mismo tiempo doy gracias por la recompensa de tener dos hijos
increíbles y maravillosos a quienes amo más que a mi vida. Estoy segura que
muchísimas mujeres han pasado por el dolor de la traición, del dolor físico y
psicológico que ejercen los señores en su afán de dominarnos y manipularnos a
su antojo.
En el año 54 si no me equivoco, apenas
logramos el derecho de ejercer el voto. Y aun así no nos tomaban en cuenta para
legislar mejor; era un voto sin voz. Las mujeres de esos tiempos que tuvieron
el valor de enfrentarse y sufrir las consecuencias, lucharon sin tregua para
lograr ser escuchadas y conseguir una mejor calidad de vida.
Ser mujer en nuestro país no es un cuento, es
una realidad fantástica, excepcional y a la vez cruenta, pues lejos de vivir
con alegría y tranquilidad, actualmente y de manera generalizada, estamos
viviendo una etapa de miedo aterrador peor que en el pasado. La violencia en
las casas, en las calles, en los trabajos parece no tener fin. ¿De qué nos ha
servido tanta información? Somos las mujeres incansables, pero no podemos
terminar con las guerras, feminicidios y más aberraciones. Las jovencitas
tienen sexo por el derecho a experimentar con su cuerpo; concuerdo también con
ese derecho, pero las consecuencias de traer niños al mundo sin estar
preparadas, para darlos en adopción o truncar sus metas ¿es lo más óptimo?
No se cuán cierto sea, pero, se dice que por
los años 70 un grupo elitista diseñó la nueva era en la que la mujer dejaría el
hogar para integrarse al trabajo obrero, profesional y político y aunque esta
realidad es de gran importancia y un gran logro para nosotras considero que
también estamos pagando un precio muy alto al dejar a nuestros hijos en frías
guarderías o con personas que no les brindan el amor necesario para que tengan
una infancia con recuerdos memorables, desarrollando sus destrezas y posteriormente
una vida feliz.
Ya no somos mujeres de medio tiempo en los
trabajos. Ahora el deseo de sobresalir se ha impuesto sobre la familia y si
bien es cierto que en las casas hay más comodidades: Autos, celulares,
computadoras y más cosas materiales también se ha dejado de lado lo que es el
verdadero hogar. Es justo decir que la mentalidad machista ha disminuido, ahora
vemos más padres jóvenes y viejos asumiendo su rol de hombres y padres de bien
y a pesar de eso, muchos señores enajenados por la vanidad y el orgullo de
sentirse superiores, lejos de amar y respetar a su mujer se aprovechan de sus
virtudes y capacidades, logrando en esas casas que no puedo llamar hogares una
vida infernal.
Miramos
en el Internet a la mujer mexicana fuerte, luchadora, soñadora, guerrera y
muchas son simplemente imitadoras y simuladoras de una vida mejor. Las
universidades abiertas para ellas sí, la política, el trabajo, las promociones
permanentes de equidad, de igualdad, empero la triste realidad es que, los
salarios y oportunidades todavía para las mujeres, no son los mismos que para
los hombres.
LA VERDAD me da risa cuando “alguien” saca una
nueva palabra y se pone de moda. Ahora todo mundo habla de “Empoderar” a la
mujer. Esto es un calificativo nada más. Siempre hemos estado “empoderadas”, lo
malo es que no nos permiten serlo del todo. ¿Quiénes? aunque suene ridículo
muchas veces las mismas mujeres, amén de los señores que no creen en nosotras.
Se dice que el peor enemigo de una mujer es otra mujer. Solo pongo un ejemplo
clásico. Un hombre abandona a su familia, cuando decide regresar en uno, dos o
más años decimos: Gracias a Dios que X volvió a su hogar. ¡Ah! pero si una
mujer se aleja y decide regresar a su casa, las primeras en decirle al hombre,
eres un tonto si la aceptas, son las mismas mujeres de la familia o amistades
de ella.
YA HABÍA FINALIZADO ESTE CUENTO. Mas ayer,
escuché a una gran comunicadora social diciendo estas palabras: “Tengo miedo,
pero no voy a paralizarme”. Esta frase la puedo entender de dos maneras. Sigo
hablando, aunque me maten o me guardaré lo más importante para no arriesgarme
ni arriesgar a mi familia.
Se niega el derecho de investigación y
comunicación de los hechos terribles que nos aquejan en este México maravilloso
que tiene toda la riqueza del mundo para poder lograr la tranquilidad económica
en nuestros hogares. Se nos dice que tengamos cuidado con los delincuentes y
cuando muestran las fotografías de esos cobardes, la cara está cubierta con una
franja negra. ¿Cómo pues nos podemos cuidar de esas personas si no les vemos el
rostro? Esto simplemente es patético.
Estoy a favor del progreso, de la tecnología,
de la mujer que lucha con tenacidad por sobresalir en cualquier ámbito de la
vida, pero también estoy a favor de los niños que carecen de amor y atención
creciendo en un mundo sórdido y sin juegos que desarrollen sus capacidades
físicas y emocionales; que viven solos, aunque acompañados, que se atienden sin
el menor apoyo porque cuando mamá llega a casa están dormidos y cuando se van a
la escuela, ella se queda en cama.
Aun así y con todo lo anterior creo en la
mujer mexicana y auguro un futuro brillante de prosperidad para nuestras
familias.
Solamente me pregunto, todo esto fue
¿Predecible o impredecible?
Y termino diciendo la frase de mi abuelita:
¡Dios! ¿Qué más me falta por ver?
Autora: Dulce María del Rosario Medina Pérez. Chetumal, Quintana Roo,
México.
tey1954@hotmail.com