Misterio.
Aquel otoño de vientos fuertes e intensos y pocas
alegrías, cayeron también las hojas de muchos árboles, particularmente en los
pinares que nos rodeaban.
Trato de configurar la situación de entonces en mi
casa y mi familia, varios lustros transcurridos.
Ellos se habían percatado repentinamente de mi
deficiencia cuando apenas andaba yo a gatas por el fío embaldosado del portal.
Buscarían el modo de confirmar sus sospechas
utilizando los objetos propios que tuvieran a mano.
Nunca he vuelto a examinar una de aquellas pelotas
de caucho, que el trapero nos ofrecía por quedarse con los trapos viejos e
inservibles.
Quizá hoy se me ocurre que ellos le encargaran precisamente
aquel juguete porque sonaba al echarlo a rodar por el suelo.
En aquellos días, me pondrían la pelota en la mano y
yo la soltaría para escuchar y seguir su sonido; llevaba en su interior algunas
bolitas que lo hacían muy agradable.
Algunos meses más tarde jugaría yo al escondite por
zonas de la casa sobradamente conocidas para mí, con el fin de que ellos
vinieran a encontrarme.
También es posible que, queriendo ilusionarse un
poquitín, me sacaran al corral para tomar el sol con el fin de que mi cuerpo
mostrara signos de que me gustaba percibirlo mediante los sentidos o incluso
que acaso podría verlo.
Más tarde y confirmado en todos sus extremos y por
los expertos de entonces mi problema visual como irrecuperable, consiguieron
que tomara contacto con el braille y con los primeros libros.
Mi maestro me enseñó y me proveyó de todo lo que él
disponía: Los Siete Infantes de Lara, la Aritmética de Ezequiel Solana y alguna
revista.
Y luego en el colegio, me introduje en la biblioteca
cuyos primeros libros de lectura recuerdo que fueron los cuentos populares
rusos llamados Affanasiev y también El Leproso de
Cristo, que glosaba la figura del Padre Damián. Todo lo demás parte de aquel
otoño imprevisible en sus comienzos, que dejó huella imborrable en toda mi familia
y amistades.
Fueron para mí los inicios de la lectura braille, un
periplo misterioso y fascinante.
Autor: Antonio
Martín Figueroa. Zaragoza, España.