LA VOZ DEL SILENCIO
El dulce sueño que me envolvía se vio alterado, de
pronto, por la alarma de mi iphone, que hacía días había
puesto para que me avisara de… no recordaba qué. Mi cuerpo, al notar las
incesantes vibraciones, sufrió una sacudida que me hizo saltar de la cama
adormilada; todavía no escuchaba nada, pero sí sentía esas vibraciones cada vez
más rápidas. Con ayuda de una línea braille busqué el botón parar. Con el tacto
leí en el display del aparato: “entrevista de trabajo
a las 13 horas. Lugar, hotel Sol Madrid”.
¡Ah, ya, ahora me acordaba! Había llamado a tantas
puertas que ni siquiera sabía para qué clase de ocupación me llamaban a
entrevistar. NO tenía la menor esperanza de encontrar una colocación digna. Y
todo, porque soy sordociega. Eso sí, una sordociega sin complejos.
Me
vestí rápidamente, y antes de salir, envié un whatsapp
a FASOCIDE para pedir el servicio de guía-interpretación, algo imprescindible
en estos casos en que nunca se sabe la que nos pueden liar los empresarios con
tal de descartarnos como candidatos al puesto de trabajo, con el argumento de
que “no vemos” y “no oímos”. Sabiendo que podían denegarme ese servicio por no
haberlo pedido con antelación, me arriesgué a ello aduciendo la mala jugada que
me había hecho mi memoria. Como ya me conocen allí, me llevé, además de una
pequeña reprimenda, un guía-intérprete guapo y eficaz. Conecté mis implantes
cocleares, cogí nerviosa el bastón rojiblanco que siempre me acompañaba en los
desplazamientos, y me dirigí lo más veloz que pude al lugar donde debía
encontrarme con el profesional. Y juntos acudimos a la cita. Por el camino me
iba describiendo el estado del cielo, los paisajes o las incidencias del
tráfico. Y a la vez, me infundía todo el ánimo posible para que respondiera
correctamente a las preguntas sin que me delatara el nerviosismo.
El
señor trajeado y serio que nos atendió, tenía cara de
pocos amigos. Así me lo transmitió mi intérprete por lengua de signos apoyada.
Y yo volví a activar la alarma del cuerpo para no caer en descortesía por
muchos dardos que él me tirara. Recordé que era sordociega y mujer, que me
entrevistaba un hombre nada asequible, y que podía esperar cualquier cosa. Las
preguntas se sucedían rápidas como la luz y tontas como las que más, pero yo
tenía la respuesta en la lengua antes de que él las formulase. Acompañaban al
supuesto empresario otras dos personas, pero por lo que yo percibía en el
ambiente, ninguno tenía el más remoto conocimiento del mundo de la sordoceguera
y según me traducía Dani, me miraban con ojos como platos cada vez que
respondía a una interrogante de las mil que me hicieron.
Por la pregunta número cincuenta íbamos, cuando el
señor trajeado me espetó:
-¿Eres feliz con tu ceguera y tu hipoacusia?
Atónita pero rotunda, respondí que era plenamente
feliz. Me gustaba ser sordociega, no ciega e hipoacúsica. Porque podía buscar
el silencio y la oscuridad absolutos cuando los necesitara, con solo apagar mis
implantes. O sentir el ruido y los sonidos cuando se me antojase con solo
encenderlos.
Hubo un silencio eterno durante el cual, ni siquiera mi
guía intérprete traducía nada. Y por fin, uno de los presentes dijo:
-No
entiendo cómo le puede gustar ser sordociega. Cómo es feliz sin ver ni
escuchar.
No
pude reprimir mi sarcasmo y pregunté:
-Señor:
¿a usted, qué le gustaría más?: ser hipocondríaco;
pagar una hipoteca; padecer de hipos o ser hipoacúsico.
Las carcajadas resonaron en la estancia y llegaron,
seguramente, a todas las dependencias del hotel, ya que
en un momento, varias voces y miradas se sintieron en torno a nosotros. Daniel
no podía transcribir lo que allí sucedía, le temblaban las manos y el cuerpo
víctima de un ataque de risa. Pero yo no obtenía respuesta para mi
interrogante.
-¡No sabría qué responder, me ha dejado sin palabras! –dijo
el señor interpelado por mí. La respuesta fue dirigida a mi guía intérprete, y
simultáneamente, transcrita a mi mano por él. La situación sorprendió a todos,
pero rápidamente yo aclaré que los profesionales que nos asistían eran la voz
del silencio, porque a través de sus ojos y oídos, nosotros salíamos hacia la
luz y los sonidos.
-Bien
-le dije sonriendo-, pues yo no tengo duda de que me gusta más ser hipoacúsica.
Los hipos son muy molestos y es vergonzoso que en el
silencio de una iglesia, padezca un ataque de ellos que haga tambalearse a
todos los santos. La hipocondría es una gran desgracia mental y esa sí
impediría encontrar un puesto de trabajo. La hipoteca me privaría de caprichos
y solo trae a Hacienda detrás de nosotros. Con la hipoacusia, no tengo más
problemas que los que ustedes, los que ven y oyen, quieren ponerme. Y, con
ayuda humana y tecnológica, voy derribándolos día a día.
Silencio, un silencio de tumba invadió la sala. Por
fin, escuché cuchicheos, y Daniel escribió en mi mano mediante el
dactilológico:
-¡Admirable! No puede negarse la aptitud inmejorable que
demuestra para ocupar un puesto. Además, ya le ha negado bastante la vida. Creo
que me voy a quedar con ella, al menos un tiempo.
-Entonces,
¿Cuándo debo empezar? –pregunté sin poder contenerme.
Mis interlocutores no salían de su asombro, y, poniendo
los ojos en blanco, alguien dijo:
-¡Callar, que los sordos escuchan!
Autora: María Jesús Cañamares.
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