Las cosas de Quintín.
I
Con la guía al hombro de la que pendía su
estimado aro de hierro, salió Quintín de casa: se había propuesto, conduciendo el
aro sin que éste cayera, recorrer de principio a fin y en solitario las tres
transversales calles del pueblo: la de Arriba, la del Medio y la de Abajo.
El itinerario,
perfectamente dibujado en su mente y que no sería fácil por ser éstas bastante
irregulares y por supuesto sin asfaltar, comenzaría en la ermita de la Soledad;
subiría hasta la calle de Arriba por la que llegaría a la plaza del
Ayuntamiento; bajaría hasta la calle del Medio y, una vez recorrida, tomaría la
de Abajo para, por fin arribar a la plaza de costumbre.
A sus casi nueve
años, Quintín era un niño muy observador y, aunque reflexivo y en general
prudente, de tanto en tanto soltaba las riendas a la osadía rayana en la
temeridad que, en alguna que otra ocasión, le había dado más de un buen susto
como el que, hacía poco, tuvo al intentar "coger" un nido de
"picaraza" en la copa de un chopo para cobrar un dinerillo que por
los huevos o crías de esta ave pagaba el Ayuntamiento. Todavía tenía muy vivo el
recuerdo de que había estado en un tris de romperse la crisma cuando cayó de
una altura considerable: suerte que en su viaje hacia el suelo lo frenaron las
ramas de un más bajito árbol vecino.
Ahora, se
trataba de impedir que el aro cayera mientras rodaba y rodaba impelido por su
bien trabajada y diestramente manejada guía, ya esquivando una piedra, ya
rodeando un hoyo, ya pasando por encima de esa ramita seca. Con máxima
concentración, ni respondía a los saludos de las personas con quienes se
cruzaba ni hacía caso a los perros que a su prudente pero rápido paso le
ladraban: había que cumplir el reto que a sí mismo se impusiera.
Por fin, con esa
íntima satisfacción y alegría que proporciona el objetivo logrado (y más con esfuerzo aunque sea el de algo poco significativo o incluso
insignificante) Quintín llegó hasta la fuente pública que había en la plaza de
Costumbre, punto final prefijado.
Brindó por el
éxito con un buen trago de agua fresca y, entonces, relajado, desplegando su
capacidad de buen observador panorámico que, partiendo del todo, repara después
en el detalle, convierte el mirar en ver y el oír en escuchar, vio sentados en
un banco de piedra al tío Generoso y a los tíos Gorriones, hermanos gemelos,
que con más silencios que palabras hacían tiempo, perdían el tiempo y hablaban
del tiempo.
Estiró las
antenas, afinó el oído y escuchó atentamente.
-Qué, Generoso,
¿no tendrás un cigarrillo por ahí? -preguntó uno de los Gorriones.
-¿Y otro para mí? -se apuntó el hermano.
Cansado de tanta
gorronería, repetida una y otra vez, el interpelado respondió:
-Sólo me queda
uno que, por supuesto, es para mí -y agregó sonriendo:
Fumadores que fumáis
y que de gorra vivís,
¿por qué no lo compráis
lo mismo que lo pedís?
A lo que
contestó, también sonriendo, uno de los Gorriones:
Fumadores que fumamos
y que de gorra vivimos
a comprarlo ya no vamos
mientras existan los primos.
Sin embargo, el
otro Gorrión fue el que, viendo a Quintín que tranquilamente los observaba, le
llamó:
-Ven aquí,
chiquito.
Quintín, pronto y
mal mandado, obedeció a regañadientes.
-Anda, chaval,
ve a la cantina -le pidió dándole las monedas correspondientes- y tráeme un
paquete de Ideales.
A Quintín no le
hacía ni pizca de gracia: siempre pasaba lo mismo, los mayores utilizaban a
menudo a los niños como recaderos; no obstante, cogió las monedas y corriendo
tras el aro, se dirigió a la cantina.
Mientras
regresaba con el encargo, le tentó el demonio de la imitación' del vicio.
"Y si abro con mucho cuidado el paquete y cojo dos cigarrillos, uno por
cada Gorrión, para compartirlos con mis amigos, a lo mejor no se entera".
No obstante,
Quintín, por si cualquiera de los Gorriones se percatara del premeditado hurto,
puso en ebullición sus neuronas por si entre las partículas del vapor se
desprendía algo sustancial.
Guardando las
distancias, Quintín entregó el paquete y se dio rápidamente la vuelta. Al
instante oyó gritarle al Gorrión:
-Chiquito: dame
ahora mismo los dos cigarros que me has robado.
El niño,
entonces, c orriendo tras el aro, le respondió gritando también:
Fumadores que fumáis
y que de niños os valéis
para íroslo a comprar,
ahí el paquete tenéis,
reducido como veis
porque propina no dais.
Autor:
Carlos Andrés Vallejo. Barcelona, España.