Las cosas de Quintín.
II
A Quintín se le amontonan los años en la mente y en el cuerpo.
Hoy, mientras escucha Las cuatro estaciones de Vivaldi con unos buenos cascos
inalámbricos para mejor concentrarse y oírlas, pasan por su mente estaciones y
más estaciones, pero hacia atrás: las que vengan, convertidas en un bonancible
y permanente otoño, espera que sigan siendo un magnífico regalo hasta que ya no
tenga más tiempo.
El tiempo…, el tiempo… discurre en estos
momentos engarzado en los cuatro conciertos de don Antonio que, según estación
y fragmento, ora le alegran o entristecen, ora le enardecen o calman hasta que,
prendido en las notas de un nostálgico violín recuerda a otro Antonio que solo
conoció mediante un breve intercambio de correos electrónicos.
Con la música de fondo, Quintín rememora aquel
primer mensaje aparecido en una página gratuita de Internet que tenía y todavía
allí se halla perdida en un rinconcito del inmenso océano del ciberespacio, en
la cual, entre otros textos, fue colocando su particular Florilegio de Poesías
Populares.
En su mensaje, Antonio, un zaragozano que
durante varios meses al año también residía en Salou, le hacía algunas
observaciones sobre alguno de los allí expuestos, brindándose a enviarle,
corregido, el que obraba en su poder así como otros
que encajaban muy bien en ese apartado.
Desde entonces y durante tres meses
aproximadamente, fueron intercambiando correos. En uno de ellos le dijo:
"soy mayor y tengo una salud tan precaria que para mí, el despertarme cada
día es un milagro".
Al cabo de ese período, comenzaron las
programadas obras en su domicilio. El ordenador permaneció envuelto para
preservarlo del polvo. Cuando, acabadas las obras que agotan, irritan y encima
siempre aumentan en tiempo y dinero, al abrir de nuevo ese enorme ventanal al
mundo, Antonio y sus cuidados mensajes ya no se asomaron más a él.
El tiempo… el tiempo… ¡Cómo lleva la vida
hacia la muerte! En ese trayecto espacio-temporal, por
la selva y en la selva de la existencia, piensa Quintín, ¿cuántos árboles y más
árboles de todo tamaño y condición, ha visto caer, unos por sorpresa, otros,
resquebrajados inclinándose poco a poco hasta besar la tierra en la que
enraizaron, crecieron y ahora reposarán para siempre?
Finalizan Las cuatro estaciones. Quintín
enciende la radio. Como es más amigo de la rueda que de los botones, la hace
girar en busca de algo que pueda interesarle. La detiene en un punto del dial
en el que una voz lee las noticias: informa de algo previsto para el año 2035.
Huye. A su edad, ese tipo de noticias le incomodan. "Largo me lo fiáis" -murmura-, y sigue girando la rueda.
Como no encuentra nada de su gusto, la apaga,
y a solas, en silencio y repantigado en el sillón, deja que desfilen por su mente
algunas de esas personas (familiares, amigas o simplemente conocidas) que ya
solo vivirán entre sus recuerdos.
Fija su atención, sobre todo, en las últimas
de igual o parecida edad a la suya y en aquellas que todavía le hacen compañía
luchando con todos los medios a su alcance contra la descarnada señora de la
guadaña. Se inquieta pues en su incesante y perpetua tarea, oye el
característico ruido de su inseparable herramienta cada vez más claro y
cercano. O tal como prefería decir un amigo suyo cuando ponían al día las notas
necrológicas de personas próximas a ambos adjudicándole el método de la
lapidación: las piedras cada vez caen más cerca.
De esta especie de pesimismo y negatividad que
de tanto en tanto hace presa en su cabeza pretendiendo anidar en su cerebro, le
saca el timbre del teléfono. Se incorpora con la mala leche a punto de hervir
por si se tratara de alguna de esas compañías telefónicas, eléctricas… o una de
esas más relacionadas con la muerte que con la vida.
No. En esta ocasión es uno de sus nonagenarios
amigos (él tiene bastantes años menos) que le llama para charlar un ratito y
pedirle que le recomiende la lectura de algún libro, y si es posible, que se lo
facilite.
-Clásico o actual -pregunta Quintín.
-El que tú creas. Ya sabes mis gustos
-responde como siempre el amigo.
-Pues, pues… -piensa durante un par de
segundos- te enviaré uno de Miguel Gila que me gustó mucho cuando lo leí y que
se titula Y entonces nací yo (memorias para desmemoriados). ¿Lo has leído?
-No.
-Dentro de un ratito lo tendrás en tu bandeja
de entrada.
El amigo de Quintín tiene un excelente humor.
Antes de acabar la conversación, siempre se despide con un chiste; pero esta
vez, además le informa:
-Sabes que tengo una vieja agenda telefónica,
¿verdad? pues hoy se me ha ocurrido hojearla y... -se ríe- y no, no puedo
llamar a ninguna de las personas que en ella figuran: están todas muertas.
Colgamos al tiempo. El tiempo… el tiempo… Y
sonrío mientras musito: Será cuestión de mirar más hacia adelante que hacia
atrás, a la derecha e izquierda y tomar como referencia la edad con sus cosas
de mi amigo. ¡Vamos allá, que aún me quedan unos cuantos años!
Autor: Carlos Andrés Vallejo.
Barcelona, España.