La entrevista que no fue.
Como jurado del concurso de cuentos de nuestra revista tuve la oportunidad
de comprobar algo que suponía: los lectores, al menos, bastantes de entre
ellos, sentían la necesidad de “contarse”, de ser su propio cuento, de
mostrarse en triunfos y en derrotas, siempre, siempre en lucha. Poco antes o
poco después, no lo recuerdo, me había parecido bueno que Laura, la codirectora
de este medio fuera conocida por nosotros. Hubo un salto atrevido de mi parte y
una respuesta generosa de la suya. Así debuté como improvisada reportera: preguntera diría Silvio Rodríguez. Supe desde el primer
momento que no se trataba de curiosidad sino de interés. Salió bien, conocí a
una persona con la que podía en verdad ser amiga, sentir que las generaciones
jóvenes tienen mucho que decirnos y mucho que enseñarnos. Me gustó, me gustó
hacerlo y me dije: ¿y por qué no? Sí, ¿por qué no asomarme con los lectores a
otra vida? ¿A quién me gustaría conocer y hacer conocer? Surgió el nombre de
Raúl; y me siguió gustando. Conocí y pude dar a conocer otro bello paisaje
humano. Pasaron algunos meses y el bichito picó de nuevo mi corazón. Al igual
que las dos veces anteriores me libré a la intuición: Martín. Sí, Martín
Arenas. Apenitas ha doblado el recodo de los treinta; y todos hablamos en algún
momento de él, ¿por qué? Porque arregla nuestras compus,
programa nuestros celulares, es… ¿Cómo decirlo? El Google de los que estamos
algo perdidos entre hardware y software; es decir, aquellos que navegamos entre
teclas y funciones, entre palabras que no sabemos demasiado bien qué
significan. Hablo de los mayorcitos, aunque bien sé que también lo buscan los
chicos que quieren mejorar sus andares informáticos. Hasta aquí me he referido
a personas con discapacidad visual, pero no es ese el único universo en el que
se mueve Martín. A una amiga en común que le arregló su piano le resucitó una
computadora. Sé muy bien que, como él mismo dice, tendría mucho más trabajo si
la inclusión que tanto nos desvela fuera un concepto más robusto, un concepto
capaz de desmarcarse de los prejuicios que, como él mismo me comentó, hacen que
se sorprendan cuando advierten que el _muchacho que se dedica a arreglar
computadoras es ciego_. Sonriendo, con esa sonrisa que es mitad orgullo por el
triunfo y mitad tristeza por haber tenido que demostrar algo que no debería
haber necesitado ser demostrado, me refirió que en una ocasión le llevaron una
computadora y al notar su ceguera no se la dejaron; poco después apareció la
misma persona, a quien nadie le había podido solucionar el problema y le dijo:
“bueno, si podés hacer algo, dale nomás…”. Y la
computadora se fue del taller de Martín, como era de esperar, funcionando.
La calurosa tarde en la que nos juntamos arriesgué, tímidamente lo
confieso, algunas preguntas; sí, adivinaron. Ambos las olvidamos. Yo sabía
algunas cosas: que su papá nunca le impidió tomar riesgos. Empero, no sabía que
había andado en bici sin ningún apoyo ni guía, solo siguiendo la voz de su papá
que lo precedía y los movimientos de la bici de Hugo. Claro, su padre. Era
sabido que Martín se movía como si no fuera un niño ciego; no le conté esa
tarde que ese era un comentario generalizado. Ahí, entre idas y venidas lo comprendí.
Siempre cursó en escuela común; ahí no se sentía diferente; iba con sus
compañeros al quiosquito y compraba las cosas que compran los niños; jugaba sin
preocuparse de que no era él sino sus compañeros quienes le avisaban que el
juego cambiaba de nivel. “No sé si no me daba cuenta o si no me importaba”, me
explicó. Sin que se lo preguntara abiertamente supe por sus propias palabras
que “la escuela especial” le parecía distinta. Claro, no entendía la razón por
la que su hermana, un año menor, iba a una sola escuela, mientras que él tenía
que ir a dos… tuvo del entorno escolar de la escuela especial la misma
percepción que tanto me había hecho sufrir como maestra: a los chicos se les
prohibían cosas que los otros chicos sí podían hacer; se los retaba de otra
manera -dijo-. No lo hizo explícito, pero yo lo sabía: se retaba a los niños de
un modo sobreprotector que entre líneas decía: ¿Cómo vas a hacer esto o
aquello, no sabés que sos
ciego? Y, Martín sabía que no veía, por supuesto que lo sabía, pero ignoraba
qué significa eso de no ver.
No, no me sorprendí en lo más mínimo. Así me había ocurrido a mí cuando era pequeña, así les ocurría a mis alumnos si los habían dejado crecer en libertad. Ser un niño que no ve es a veces complicado; pero ser un chico ciego que no puede ser travieso o simplemente un niño que, aún sin vista, quiere vivir para jugar, mejor aún, quiere jugar para vivir. Pero claro, inevitablemente la realidad de la situación de ceguera se impone. Llegó la adolescencia y con ella el paso al colegio secundario. Todo cambió entonces, -dijo Martín-. “Comencé a sentirme extraño y solo”. De todos modos cursó los estudios sin demasiados tropiezos; no había dificultades en el campo intelectual. Martín, sin embargo, transcurrió una adolescencia tan, pero tan dentro de los parámetros normales para un jovencito que se siente a veces marginado, a veces confuso y coartado en el desarrollo de su libertad que cometió los yerros previsibles. Es que, supongo que lo que los adultos llamamos “compañías no convenientes” le brindaron el lugar de pertenencia que le era indispensable. Desde luego, como no podía ser de otro modo apareció el amor; ese amor que comprende y por tanto es liberador y salvífico. ¿Qué ocurrió con ese romance? Nada importa; Martín maduró. Con dolor, con sensaciones encontradas de éxitos y derrotas, pero con la integridad de los corazones valientes y puros. Al concluir sus estudios de bachillerato se inscribió en la carrera de “comunicación social”. Rindió varias materias pero no continuó en la carrera. Atravesó situaciones personales difíciles y acaso no encontró en la universidad el camino que deseaba. Hubo algunos huecos sin decisión y después la inscripción en un centro de capacitaciones llamado ESAPA, donde logró hacer lo que siempre había querido: “armar y desarmar”. Sí, a veces los juegos de niño anticipan la decisión acertada del adulto. Más tarde, en el mismo centro realizó un curso de reparación de celulares. Cuenta, además de la lógica certificación del centro, con la certificación de la FAICA (Federación Argentina de Instituciones de Ciegos y Amblíopes). Hizo un curso que se llamó: formador de formadores en tiflotecnología. Y se convirtió en referente provincial, lo cual sucedió en el año 2.019.
Corta fue la entrevista que no fue tal. Los sucesos iban siendo relatados
por Martín como si siempre hubiéramos estado preparados para que me los
contara. En vez de una entrevista les entrego el autorretrato que, frente a mi
perplejidad en ocasiones, frente a mi asombro a veces, el propio Martín trazó
de sí mismo. Lo hizo con honestidad y con limpia sencillez, lo hizo sabiendo
que aún falta mucho para que ese autorretrato esté concluido. Algunos trazos
quedarán entre Martín y yo; quedarán como una certeza: la de que se puede
entrar y salir de las equivocaciones. Y, también, la de que se puede ser ciego
sin dejar de ser íntegro y pleno como ser humano.
La entrevista que no fue
Como jurado del concurso de cuentos de nuestra revista tuve la oportunidad
de comprobar algo que suponía: los lectores, al menos, bastantes de entre
ellos, sentían la necesidad de “contarse”, de ser su propio cuento, de
mostrarse en triunfos y en derrotas, siempre, siempre en lucha. Poco antes o
poco después, no lo recuerdo, me había parecido bueno que Laura, la codirectora
de este medio fuera conocida por nosotros. Hubo un salto atrevido de mi parte y
una respuesta generosa de la suya. Así debuté como improvisada reportera: preguntera diría Silvio Rodríguez. Supe desde el primer
momento que no se trataba de curiosidad sino de interés. Salió bien, conocí a
una persona con la que podía en verdad ser amiga, sentir que las generaciones
jóvenes tienen mucho que decirnos y mucho que enseñarnos. Me gustó, me gustó
hacerlo y me dije: ¿y por qué no? Sí, ¿por qué no asomarme con los lectores a
otra vida? ¿A quién me gustaría conocer y hacer conocer? Surgió el nombre de
Raúl; y me siguió gustando. Conocí y pude dar a conocer otro bello paisaje
humano. Pasaron algunos meses y el bichito picó de nuevo mi corazón. Al igual
que las dos veces anteriores me libré a la intuición: Martín. Sí, Martín
Arenas. Apenitas ha doblado el recodo de los treinta; y todos hablamos en algún
momento de él, ¿por qué? Porque arregla nuestras compus,
programa nuestros celulares, es… ¿Cómo decirlo? El Google de los que estamos
algo perdidos entre hardware y software; es decir, aquellos que navegamos entre
teclas y funciones, entre palabras que no sabemos demasiado bien qué
significan. Hablo de los mayorcitos, aunque bien sé que también lo buscan los
chicos que quieren mejorar sus andares informáticos. Hasta aquí me he referido
a personas con discapacidad visual, pero no es ese el único universo en el que
se mueve Martín. A una amiga en común que le arregló su piano le resucitó una
computadora. Sé muy bien que, como él mismo dice, tendría mucho más trabajo si
la inclusión que tanto nos desvela fuera un concepto más robusto, un concepto
capaz de desmarcarse de los prejuicios que, como él mismo me comentó, hacen que
se sorprendan cuando advierten que el _muchacho que se dedica a arreglar
computadoras es ciego_. Sonriendo, con esa sonrisa que es mitad orgullo por el
triunfo y mitad tristeza por haber tenido que demostrar algo que no debería
haber necesitado ser demostrado, me refirió que en una ocasión le llevaron una computadora
y al notar su ceguera no se la dejaron; poco después apareció la misma persona,
a quien nadie le había podido solucionar el problema y le dijo: “bueno, si podés hacer algo, dale nomás…”. Y la computadora se fue del
taller de Martín, como era de esperar, funcionando.
La calurosa tarde en la que nos juntamos arriesgué, tímidamente lo
confieso, algunas preguntas; sí, adivinaron. Ambos las olvidamos. Yo sabía
algunas cosas: que su papá nunca le impidió tomar riesgos. Empero, no sabía que
había andado en bici sin ningún apoyo ni guía, solo siguiendo la voz de su papá
que lo precedía y los movimientos de la bici de Hugo. Claro, su padre. Era
sabido que Martín se movía como si no fuera un niño ciego; no le conté esa
tarde que ese era un comentario generalizado. Ahí, entre idas y venidas lo
comprendí. Siempre cursó en escuela común; ahí no se sentía diferente; iba con
sus compañeros al quiosquito y compraba las cosas que compran los niños; jugaba
sin preocuparse de que no era él sino sus compañeros quienes le avisaban que el
juego cambiaba de nivel. “No sé si no me daba cuenta o si no me importaba”, me
explicó. Sin que se lo preguntara abiertamente supe por sus propias palabras
que “la escuela especial” le parecía distinta. Claro, no entendía la razón por la
que su hermana, un año menor, iba a una sola escuela, mientras que él tenía que
ir a dos… tuvo del entorno escolar de la escuela especial la misma percepción
que tanto me había hecho sufrir como maestra: a los chicos se les prohibían
cosas que los otros chicos sí podían hacer; se los retaba de otra manera
-dijo-. No lo hizo explícito, pero yo lo sabía: se retaba a los niños de un
modo sobreprotector que entre líneas decía: ¿Cómo vas a hacer esto o aquello,
no sabés que sos ciego? Y,
Martín sabía que no veía, por supuesto que lo sabía, pero ignoraba qué
significa eso de no ver.
No, no me sorprendí en lo más mínimo. Así me había ocurrido a mí cuando era pequeña, así les ocurría a mis alumnos si los habían dejado crecer en libertad. Ser un niño que no ve es a veces complicado; pero ser un chico ciego que no puede ser travieso o simplemente un niño que, aún sin vista, quiere vivir para jugar, mejor aún, quiere jugar para vivir. Pero claro, inevitablemente la realidad de la situación de ceguera se impone. Llegó la adolescencia y con ella el paso al colegio secundario. Todo cambió entonces, -dijo Martín-. “Comencé a sentirme extraño y solo”. De todos modos cursó los estudios sin demasiados tropiezos; no había dificultades en el campo intelectual. Martín, sin embargo, transcurrió una adolescencia tan, pero tan dentro de los parámetros normales para un jovencito que se siente a veces marginado, a veces confuso y coartado en el desarrollo de su libertad que cometió los yerros previsibles. Es que, supongo que lo que los adultos llamamos “compañías no convenientes” le brindaron el lugar de pertenencia que le era indispensable. Desde luego, como no podía ser de otro modo apareció el amor; ese amor que comprende y por tanto es liberador y salvífico. ¿Qué ocurrió con ese romance? Nada importa; Martín maduró. Con dolor, con sensaciones encontradas de éxitos y derrotas, pero con la integridad de los corazones valientes y puros. Al concluir sus estudios de bachillerato se inscribió en la carrera de “comunicación social”. Rindió varias materias pero no continuó en la carrera. Atravesó situaciones personales difíciles y acaso no encontró en la universidad el camino que deseaba. Hubo algunos huecos sin decisión y después la inscripción en un centro de capacitaciones llamado ESAPA, donde logró hacer lo que siempre había querido: “armar y desarmar”. Sí, a veces los juegos de niño anticipan la decisión acertada del adulto. Más tarde, en el mismo centro realizó un curso de reparación de celulares. Cuenta, además de la lógica certificación del centro, con la certificación de la FAICA (Federación Argentina de Instituciones de Ciegos y Amblíopes). Hizo un curso que se llamó: formador de formadores en tiflotecnología. Y se convirtió en referente provincial, lo cual sucedió en el año 2.019.
Corta fue la entrevista que no fue tal. Los sucesos iban siendo relatados
por Martín como si siempre hubiéramos estado preparados para que me los
contara. En vez de una entrevista les entrego el autorretrato que, frente a mi
perplejidad en ocasiones, frente a mi asombro a veces, el propio Martín trazó
de sí mismo. Lo hizo con honestidad y con limpia sencillez, lo hizo sabiendo
que aún falta mucho para que ese autorretrato esté concluido. Algunos trazos
quedarán entre Martín y yo; quedarán como una certeza: la de que se puede
entrar y salir de las equivocaciones. Y, también, la de que se puede ser ciego
sin dejar de ser íntegro y pleno como ser humano.
Autora: Lic.
Margarita Vadell. Mendoza, Argentina.