Homenaje a mi amigo: “Edgardo de los
Buenos Ayres”.
Lo conocí participando en Tiflolibros.
Yo siempre leía sus comentarios, sus relatos y sus chistes.
En los más de veinte años que escuché su nombre, nunca se me había
ocurrido comunicarme con él. Hasta que un día comentó que estaba en Bariloche,
dijo en qué hotel se alojaba y quise ir a conocerlo personalmente.
Me presentó a toda su familia y amigos que lo acompañaban,
conversamos largo y tendido durante más de dos horas.
Dijeron que al día siguiente querían conocer el cerro Catedral, el
más emblemático de esta región según él. Yo tenía ese día libre, así que me
ofrecí a acompañarlos como guía de turismo, ya que esa es mi profesión durante
los meses en que no tenemos nieve.
Parecía que el guía era él, porque hablaba todo el tiempo,
describiendo el recorrido como si lo conociera de memoria; le dije que eso me
llamaba la atención y entonces narró la cantidad de veces en que, años antes,
había hecho ese mismo paseo acompañando a grupos de estudiantes. Contaba
también sobre el paisaje que conocía muy bien desde el aire, por haberlo
recorrido como piloto de la fuerza aérea.
Ya empezaba a sentirme su admirador…
No tuvo inconveniente en contarme detalles de su diabetes y sobre
cómo perdió la vista del todo a sus cincuenta años.
Cuando hicimos un intercambio de chistes, descubrí su buen humor
y, juntos fuimos desarrollando afinidad… Ya nos entendíamos.
Cuando le recordé que sus chistes llegan al grupo terminando
siempre con la frase: “Que los parioooo”, dijo que
era una forma de firmar y agregó que: Edgardo de los buenos Aires, la palabra
Aires la escribía con y griega, como otra forma de firmar, lo cual para mí era
otro motivo de risa.
AL regreso de la excursión, nos sentamos juntos en el bus y me
contó cómo eran físicamente cada uno de los tiflopersonajes,
refiriéndose, obviamente, a los que ambos conocíamos.
Me transmitió mucho coraje para que yo decidiera participar más
abiertamente en los grupos, diciéndome que no solamente leyera los mensajes,
sino que podrían ser interesantes mis intervenciones.
Me presentó a María Cejas y me habló del encuentro de escritores
que se realiza en el instituto Román Rosell. Con mucha satisfacción pude
concurrir y durante el evento, él parecía mi representante, ya que a todos les
contaba detalles sobre mi vida, las profesiones que ejerzo, incitándome a
contar anécdotas a los presentes.
Cuando terminó el evento, me invitó a su casa para que yo
conociera también su ambiente familiar; así que me acostumbré a visitarlo cada
vez que fui a la capital federal.
Después me presentó a Laura Ferro y me contó del grupo Esperanza,
me habló de la revista y resaltó la buena onda de este nuevo ambiente.
Las últimas veces que estuvimos juntos, me contaba acerca de los
miles de libros de su biblioteca y sobre sus dotes como escultor; se estaba
haciendo un autorretrato, que no era una foto, sino una estatua, era su misma
imagen…
Varias veces lo llamé por teléfono o me llamó él a mí…
Me escribió elogiando mis escritos y alentándome a continuar. Pero
me dejó bien claro que si hago un libro, no debo
pensar en ganar dinero, decía que si yo lo regalo, esa persona lo recibirá con
gusto y lo agradecerá, pero a lo mejor ni lo lee. Así definía todas las cosas,
con bastante frialdad.
Lo que más me asombraba era que sabía de memoria cada combinación
de teclas para cortar camino en los laberintos que se me presentaron siempre en
la computadora. Si yo tenía alguna duda, lo llamaba y generosamente me ayudaba
desde su lugar.
Por todo eso dejó en mi vida, un vacío muy difícil de superar.
Vamos piloto, vuela alto, vuela alegre, que nosotros, desde acá
abajo, seguiremos disfrutando de tus enseñanzas y mantendremos el buen humor
que nos dejaste, para que la vida sea más divertida.
Autor: Mario Gastón Isla.
Bariloche, Argentina.