ERNST INGMAR BERGMAN: PARADIGMA DEL CINE DE AUTOR

 

(N. Upsala, Suecia 1918 - F. 30-07-07 isla Faro, Suecia).

 

Bergman es el cineasta más original y autobiográfico que ha dado el cine. Pero al mismo tiempo sus historias y argumentos son fantasías simbólicas y reflexiones profundas de la realidad, del universo humano y la filosofía existencial de su época: la segunda mitad del siglo XX. Los protagonistas de sus historias son un alter ego, apenas disimulado por el autor, que expresaba así sus temores, su ansiedad, sus aversiones o sus aspiraciones personales.

 

Hijo de un pastor luterano y de una madre dominante, Ingmar Bergman creció en el seno de una familia muy estricta, en la que la buena conducta y la represión de los instintos se consideraban virtudes. Esto influyó en su niñez, su adolescencia y su vida de artista, donde reflejó los valores adquiridos, que lo seguirían por el resto de su vida: Dios, el Demonio, la muerte, la vida, el dolor y el amor; el mundo metafísico de la religión, los sentimientos de culpa, el pecado y la redención eran sus preocupaciones esenciales. Afortunadamente encontró en el teatro, y luego en el cine y la TV, los medios más apropiados para expresar su complejo mundo interior y su potencial creativo.

 

Bergman no contaba aún veinte años cuando dejó su natal Upsala para instalarse en Estocolmo. Desde entonces, se dedicó al teatro universitario y fue en esta época cuando entabló amistad con algunos de los artistas que dominarían más tarde el cine sueco y ejercerían su influjo sobre él como Erland Josephson y Vilgot Sjoman.

 

Su desempeño en el teatro no sería como autor, sino más bien insuflando vida a las obras de otros, y aportándoles la originalidad de su imaginación creadora. En la década de los cincuenta, montó un promedio de dos obras cada invierno, obteniendo elogios de la crítica internacional por su dirección escénica de obras de Ibsen, Strindberg, Moliere, Shakespeare y Tennessee Williams. Reservaba los meses de verano al rodaje de sus películas; por lo apretado de su calendario podemos imaginar cuanto rigor exigió su dirección.

 

Su primer guión, “Tortura” (1944), lo llevó a la pantalla Alf Sjoeberg, el mayor cineasta sueco de la época. El argumento partía de un recuerdo personal: el terror que inspirara a Bergman uno de sus profesores -el Caligula del film- que le había hecho objeto de vejaciones y novatadas en Estocolmo. Además de una fiel evocación de la atmósfera reinante en esa época en su país, de la angustia y desesperación de los intelectuales ante la dudosa neutralidad de Suecia en la segunda Guerra Mundial, “Tortura” era al mismo tiempo el retrato sobrecogedor de un psicópata: el maestro, que interpretaba Stig Jarrel.

 

Al año siguiente (1945), la Svensk Filmindustri dio a Bergman la oportunidad de co-dirigir su primera película “Kris”, “Barco a la India” (1947) y Prisión (1949), (primer filme dirigido y escrito sólo por Bergman), son perfectamente representativos de este período, las dos últimas obras de la década “Tres extraños amores” (Torst, 1949) y “La alegría” (Till gladje, 1950) muestran una nueva preocupación en Bergman, que abordó el tema de la pareja enredada en una lucha sin cuartel. Prisioneros el uno del otro, los amantes de Bergman se entregarán, desde entonces, a un feroz combate cuerpo a cuerpo.

Los años cincuenta permitieron a Bergman afianzarse. En las islas de Estocolmo, rodó, dos brillantes historias de amor que exaltaban a la vez el esplendor del verano sueco y los fuegos efímeros de la pasión: “Juegos de verano” (1951) y “Un verano con Mónica” (1953), donde alcanzó su plenitud con la sexualidad de Harriet Andersson. A partir de entonces, dos temas se entrecruzarían, sucederían y perseguirían el uno al otro: el primero, reflexivo y filosófico, analiza la angustia de un mundo que se interroga sobre Dios, el Bien y el Mal y, de una forma más general, sobre el sentido de la vida; el segundo, cáustico, brillante y satírico, borda sutiles variaciones sobre la incomunicación en el seno de la pareja.

 

La carrera de Bergman estuvo a punto de verse frenada por la crítica, que vilipendió “La Noche de circo” (1953), análisis descarnado y mordaz, desesperado incluso, de los deseos, del sentimiento de culpabilidad y de todo lo más vulnerable que hay en el hombre.

 

Gracias al premio especial del Jurado, que se otorgó en Cannes, en 1955, a “Sonrisas de una noche de verano”, una comedia barroca donde el cineasta supo mostrarse seductor y feroz a la vez, Bergman volvió a granjearse el favor de sus inquisidores, y consiguió poner en pie un proyecto que acariciaba desde hacia mucho tiempo: su obra maestra “El séptimo sello” (1957), alegoría llena de ansiedad sobre la vida y la muerte, es el Fausto de Bergman. Si hay un filme en el que se reflejan a la vez su concepción afectiva e intelectual de Dios, y su perspectiva del posible holocausto nuclear -la peste medieval simbolizaba la amenaza que la guerra fría representaba para el mundo en aquella época- ese filme es sin duda El séptimo sello. Actores como Max von Sydow, Gunnar Bjornstrand y Bibi Andersson, se consagraron con esta película.

 

El resonante éxito obtenido, permitió a Bergman dirigir, uno tras otro, cuatro importantes filmes: el primero fue “Fresas salvajes” (1957) con el legendario director de cine Victor Sjôstrom como protagonista. Bergman recurriría nuevamente a sus recuerdos de infancia para efectuar un acercamiento lúcido y benévolo a la vejez con toda su carga de lamentos y recriminaciones. Después filma “En el umbral de la vida” (1958), un ejercicio de apariencia documental, que disecciona, casi con precisión de cirujano, las relaciones de tres mujeres en una maternidad. En “El rostro” (1958) un tal Vogler (Max von Sydow), un mago, que no es evidentemente otro que Bergman, es un bufón que se gana la vida fascinando al público y exponiéndole a la vez a sus burlas y sarcasmos. Por último, “El manantial de la doncella” (1960), segunda incursión de Bergman en el medioevo, es una cruel historia de violación asesinato y venganza, en forma de balada de antaño.

 

Bergman pareció haber alcanzado el apogeo de su arte. Sin embargo, en el transcurso de los años siguientes, su estilo experimentaría un cambio sensible. El cineasta abordó una etapa aparentemente más austera. Una técnica más depurada, una temática más profunda, y un marco infinitamente menos brillante que se ponían al servicio de un pensamiento inquieto y desgarrado: Bergman reconciliaba forma y fondo. Su trilogía (“Como en un espejo”, “Los comulgantes” y “El silencio”, películas dirigidas entre (1960 y 1962) le permitió ajustar cuentas con su educación religiosa. Dejando a un lado su preocupación por el puesto del hombre dentro del Universo para considerar el del artista en el seno de la sociedad.

 

En la mayor parte de la filmografía del realizador sueco, sus personajes siguen trayectorias que los arrastran hacia sí mismos, hacia su propia alma, hacia su propia conciencia. Son recorridos íntimos, que muchas veces se apoderan del espectador transportándolo a una experiencia estrictamente personal e inquietante, en la medida en que los personajes realizan aquella trayectoria sobrecargada por un denso dramatismo, donde se va desnudando el alma humana en forma genérica. La trayectoria termina en algunos casos en la locura o en la muerte, en otros en un estado de gracia, un momento metafísico que permite a sus personajes comprender más de su realidad, una revelación que los iluminará y modificará el curso de sus vidas. En algunos casos les servirá para exorcizar, conjurar y dominar los fantasmas que perturban el alma del personaje. La inquietud que sienten los personajes irá revelándose progresivamente ante el espectador produciendo un efecto devastador.

 

La transmisión de esos estados de conflicto interno, de los personajes al espectador, origina angustias lacerantes, que conducen al público a la catarsis, y éste es el mayor logro del director sueco, que lo consigue como pocos directores de cine han podido comunicar con su público.

 

Bergman, entonces, tejió una serie de dramas crudos y violentos: “Persona” (1965), con la actriz noruega Liv Ullman, que imprimió el sello de su personalidad a la obra de este período (“La hora del lobo”, “La vergüenza”, “Pasión”), entremezclaba virtuosismo con el sueño y lo imaginario, trata sobre la transferencia de la personalidad y de los conflictos entre la persona (máscara externa) y el alma (imagen del alma interior).

 

A la inversa, Gritos y susurros (1973), alucinante estudio en negro y rojo de los últimos días de vida de una mujer enferma de cáncer y del comportamiento de sus hermanas, es la obra de un Bergman supremo, que hizo evolucionar a sus actores dentro de uno de los más sorprendentes decorados cuyo color purpurina evocaba irresistiblemente el vientre materno.

 

Esta película, “Gritos y susurros” la volvimos a ver el lunes 27 de agosto en el Cine club de la casa de la Cultura de Cancún. Mi lente se compromete a continuar en otra ocasión la filmografía de Ingmar Bergman, porque, sin duda, fue el más importante y enigmático de los directores del llamado “Cine de autor”. Descanse en Paz.

 

II

Hace siete años, celebrando el primer centenario del cine en el mundo, un grupo de cinéfilos cuarentones discutíamos sobre quién era el director de cine más importante de todos los tiempos. En una breve encuesta, resultó que la mayoría estuvo de acuerdo en que era Woody Allen, sin embargo, la opinión de Mi lente es que esto sólo mostraba el sentir más general de nuestra generación. En lo particular no comparto la opinión. Allen tiene en casi todas sus películas una influencia directa (y lo ha reconocido abiertamente) de Bergman; de hecho, en el filme “La ultima noche de Boris Gruvshenko”, hace un homenaje a la famosa imagen de “Persona” (1966) en la que hay un juego de close-up sobrepuesto, del rostro del Liv Ullman. A mí, en cuestiones de arte, me es inexplicable determinar quien puede “ser el mejor”. Por otra parte, siempre he pensado que Bergman es un maestro de directores.

 

El cine de Ingmar Bergman ha personificado un anhelo para los cineastas de todo el mundo y es el gran ejemplo para las escuelas del séptimo arte, proyectando a través de las imágenes las más profundas reflexiones éticas, sociales y espirituales de la naturaleza humana. Los tres periodos cardinales de su filmografía, van del pesimismo inherente y la ironía amarga, hasta la ternura en medio de la brutalidad y las interrogantes filosóficas. Sin duda, su obra ha influido a directores de la talla de Andrei Tarkovsky y Woody Allen, y dejado profunda huella, admiración y respeto en personajes tan importantes como Kubrick, Kurosawa, Orson Wells, Visconti y Pasolini, por nombrar solo unos cuantos de los que lo han admirado públicamente.

 

Para las nuevas generaciones resulta una experiencia de gran importancia adentrarse en el mundo de este gran referente fílmico del siglo XX, que sin efectos especiales, grandes presupuestos o estrellas, logró un cine poderoso que nos confronta con las interrogantes más importantes del hombre y su realidad. Bergman fue a través de la cámara, el mejor escudriñador del alma humana y encontró la forma de comunicarlo al público, aun el mas hostil e incomprensivo; porque aun sin “comprenderlo” del todo, nadie podía quedar indiferente a la experiencia a la que Bergman sometía a cualquier espectador. Por ello, seguirá siendo un referente obligado y ejemplo para los nuevos cineastas.

 

Ingmar Bergman siempre fue consciente del impacto de la televisión, y desde 1969, año en que realizó “El rito”, mantuvo una relación arriesgada y poco convencional con la TV. Obvio es decir que, su prestigio como cineasta le abrió puertas que estaban vedadas a muchos temas, y a una estética que no era precisamente que estamos acostumbrados a ver en la pantalla casera.

 

En este inquietante filme, Ingmar Bergman, además de personificar a un sacerdote, presenta a tres actores que sufren el acoso de diversos sectores (una sociedad puritana e hipócrita), que consideran sus espectáculos groseros e indecentes y logran llevarlos ante la justicia acusados de obscenidad, en un país europeo sin nombre. Un juez entrevista a los actores durante un periodo de siete días, primero juntos y después por separado, para a continuación mostrar varias escenas de ellos interactuando en pares, pero nunca los tres juntos. De esta manera, prisioneros el uno del otro, los tres personajes se entregan a un combate cuerpo a cuerpo: una especie de despiadado torneo oratorio donde desnudan sus vidas, sin hipocresías revelan su intricada relación, su forma libre de vivir, que es reflejo de la sociedad a la que “divierten” y al mismo tiempo escandalizan, mas por no soportar el verse reflejados, que por cometer algo ilegal: sexo, infidelidad, promiscuidad y despego de Dios.

 

“Escenas de un matrimonio” (1973) nace como una serie de seis capítulos, que fue seguida en Suecia con particular interés por un público ávido de nuevas formas, que rompieran la monotonía de esa programación “vacía” de la que, por momentos se satura la “televisión comercial”. No a todos logró complacer esta serie, pero resultó un éxito, Bergman decide hacer una versión “corta” de casi tres horas. La obra resume la mayoría de los conflictos que aquejan a una singular pareja de ¡divorciados! y , a pesar de muchas opiniones que la consideran algo envejecida, es de una vigencia aterradora, sobre todo en lo concerniente a la violencia y los mecanismos que la impulsan: la frustración, la falta de perspectiva, el individualismo atroz y el egoísmo. Una severa crítica a la misoginia “natural” de la especie y al idealismo desmesurado y la visión ilusa, cruel y enajenada del mundo real.

 

La adaptación de La flauta mágica (1974) no tuvo la resonancia, en TV, de las anteriores pero la adaptación cinematográfica es una de las versiones mas vistas de la obra de Mozart, gracias al DVD que se puede conseguir de fácil manera y es obligado en las escuelas de música de todo el mundo.

 

Nunca dejó de trabajar para la televisión y su última gran creación para este medio fue en 1980: “De la vida de las marionetas” filmada totalmente en 35 mm. El sexo, la insatisfacción, la locura y el crimen son los elementos que convierten la vida en un sórdido paraje, donde el hombre deambula sin esperanza, presa de su pesimismo. Y sin embargo el amor ronda por increíbles recovecos y el alma recorre sinuosos caminos.

 

La década de los ochentas, nos depara un Bergman deslumbrante. “Fanny y Alexander” de 1982 es un canto a la vida. La remembranza de una infancia que reconoce su vocación por la belleza, el arte y la sensibilidad creadora. También es el elogio de la ambigüedad metafísica, la reconciliación, previo reconocimiento, con sus fantasmas: la religión, la disciplina estricta de la vida familiar, el miedo de vivir, la clarividencia de la muerte paradójicamente hermanada con la expresión alegórica de la vida: el arte y la creación.

 

“Después del ensayo” de 1984 es otra reflexión del papel del arte en el mundo. Una puesta en escena, filmada dentro del teatro y concebida con elementos de Escenografía, infaltables en el micro cosmos de Bergman, que aparecen y desaparecen simbolizando la fragilidad y vulnerabilidad del hombre en su efímero quehacer artístico. Como siempre: soberbia y humildad; complejidad y simpleza; belleza y lo vulgar cotidiano; antagonismo y protagonismo; razón y contradicción, en un juego dialéctico de amor y desamor. Bergman se confiesa en su íntima relación con el arte… y la analogía de esa existencia tormentosa con “sus” actrices.

 

Larga y pródiga fue la carrera de Ingmar Bergman. La culminación de su carrera ha sido mal apreciada. La crítica poco seria, suele recurrir a lo trivial y lo banal. Algunos despistados prefirieron hablar de lo poco sustancial que resultan las coincidencias –muy posiblemente colocadas a propósito por el propio Bergman- entre “Zarabanda” (2003” y “Escenas de un matrimonio”: los nombres de los protagonistas, el hecho de estar divorciados y algunas bromas de Bergman hacia Liv Ullman en relación con sus personajes de otras cintas. La verdad es que a sus 85 años, el director continuaba teniendo una capacidad, que se antoja infinita, para diseccionar al mundo y al mismo tiempo poner al día la problemática humana en los símbolos correctos y las paradojas correspondientes a la época. En “Zarabanda”, sus viejos temas cobran vigencia histórica: El Incesto y el arte son “construcciones” del hombre. De ese animal que se rebeló contra su propia naturaleza y por medio de la trasgresión –o del pecado original, según la religión judeo cristiana- hizo de la subversión el motor principal del progreso y de la destrucción al mismo tiempo. De todo esto dio cuenta Ingmar Bergman, “Creador” de una mitología autobiográfica, original y lúcida para lo cual, de manera honesta, desgarró lo mas hondo de su alma y nos enseñó y enseña –todavía, aun después de su muerte física- a desnudar el alma en la búsqueda incansable del ser.

 

Autor: Rafael Fernández Pineda. Cancún, Quintana Roo. México.

fernandezpr@hotmail.com

 

Regresar.