EL MOLINO DE TÍA LULÚ.

 

 Todas las casas de Mimbres Blancas abrieron sus puertas de par en par para tía Lulú. Ya era demasiado anciana para vivir sola y a las afueras del pueblo. En las mesas se ponía siempre un plato para ella a las horas de comer pero la silla siempre permanecía vacía. Solamente fue una vez a casa de Bella Luna y eso porque Tarri y Ñoto se pusieron tan pesados que saltándose a la torera sus negativas se la llevaron en volandas. Para los mayores tenía siempre a flor de labios la misma disculpa:

 —Ya soy un trasto viejo y mi sitio está en el desván y no en las cocinas. ¿No sabéis que yo como menos que una mosca? Dad mi ración a los niños, que ellos sí que comen como leones.

 A los niños, sin embargo, les abría el corazón, para que ellos mismos pudieran ver sus sentimientos. Tía Lulú no se sentía muy cómoda que digamos entre las personas mayores del pueblo. Ayer la querían quemar viva en una hoguera porque la creían una bruja capaz de secuestrar y matar niños sin piedad; hoy, los mismos, la querían subir a los altares convencidos de que era la más milagrosa de las santas. Ambos extremos le parecían cruelmente exagerados. Eran tan mudables que actuaban a menudo impulsados por un sentimiento colectivo y eso le causaba tanto pánico que huía de ellos como gato escaldado del agua hirviendo. No era rencor lo que habitaba en su alma sino experiencia. Agradecía infinitamente aquellas muestras de amistad, de cariño, de respeto, pero su prudencia, que era el fruto de los desengaños, le aconsejaba guardar las distancias. ¿Quién le aseguraba a ella que un día cualquiera no se levantara el viento y cambiaran de nuevo las tornas? Lo mejor pues era huir de los buenos corazones como si fueran malos, y de los malos, como si fueran buenos, que los corazones daban demasiados latidos para mantener siempre el mismo ritmo. Entre bromas y veras decía a sus amiguitos:

 —Con los mayores hay que andar con mil ojos y todos abiertos hasta las cejas, que quien hace un cesto, hace ciento, y los mismos que te alaban cuando te ven fuerte, en cuanto te ven débil, te pisan para acabar de hundirte, y lo peor de todo es que haciendo daño se sienten buenos.

 Tía Lulú sabía muy bien que los niños eran harina de otro costal. Ellos eran naturales, transparentes, y ni sabían engañar ni sabían engañarse. Aunque fuera en plena calle, prefería seguir viviendo libre, persiguiéndolos por las calles, buscándolos entre las mimbreras, disfrutando de sus bromas, de sus peleas, de sus travesuras. Todos los días les repetía lo mismo:

 —Cuando el paso de los años os obligue a crecer, no dejéis de ser niños. No os dejéis manipular por los mayores. Vosotros sois capaces de librar al mundo del mal de los hombres. Para muestra, ya tenéis un botón. ¿Qué habría sido de Mimbres Blancas y de Bella Luna sin vosotros? ¡Si sois los héroes más valerosos de la tierra!

 Era muy comprensible que tía Lulú decidiera seguir viviendo junto a las mimbreras. Con la ayuda de sus pequeños amigos se construyó una cueva de cañas y barro para protegerse del frío de las noches. Ellos iban a visitarla todos los días y le llevaban comida.

 —Ten mi postre de arroz con leche que lo guardé para ti.

 —Lo comeremos entre todos aunque solamente toquemos a un grano.

 Otros llevaban manzanas asadas e incluso legumbres que sus madres cocinaban y se las enviaban con ellos. No tuvo necesidad de volver a entrar en los huertos ajenos y pasaba muchas horas en cuclillas junto a la tumba de Fufú para hacerle compañía. Sus amigos no se iban tranquilos a sus casas dejándola sola en su cabaña a la orilla del río.

 —Vente a mi casa esta noche, que aquí no hay candil.

 —Tan poca luz precisan mis ojos que me basta con la lejana luz de la luna.

 —Vamos conmigo que te presto mi mullida cama y yo duermo en el escaño.

 —mis huesos ya no distinguen el colchón duro del blando y me sobra con este saco de pajas.

 —¿Qué va a ser de ti en invierno con el cuerpo a la intemperie?

 —Dios proveerá que, si Él cobija a los pájaros, no va a abandonar a esta vieja.

 Todos se plantearon el problema como suyo y empezaron a idear soluciones. Descartaron muchas ideas, pues, aunque al principio les parecían idóneas, comprobaban al fin que no eran válidas. Al cabo de algunos días y tras varios debates pensaron en algo que tenía todos los visos de ser eficaz.

 El señor alcalde fue a su despacho del ayuntamiento pues tenía que liquidar algunos asuntos pendientes desde hacía varias semanas. Estos locuelos lo acechaban y no le dieron tiempo ni para sentarse en su reconfortable sillón. Las piernas le temblaron cuando vio subir por la escalera una interminable fila india de niños y niñas. “¡Qué embajada traerán estos granujas hoy! Si me dan más quebraderos de cabeza que los mayores. De buena gana les daba con la puerta en las narices, ¿pero quién es el guapo que los frena?” Se acomodó en el sillón y encendió la pipa para disimular su mal humor. En el despacho no quedó hueco ni para un alfiler pues los niños inundaban hasta el pasillo. Empezó a escuchar aquellas voces sin creer lo que decían:

 —Entre todos los vecinos dejaron a tía Lulú sin techo y sin suelo, y como quien la hace la paga, queremos que entre todo el pueblo se le construya de nuevo un molino para vivir.

 El señor alcalde se quedó como si le hubiera dado un mal aire.

 —¿Pero quién os mete esos grillos en la cabeza? ¿Habéis echado las cuentas de las horas de trabajo que llevaría reconstruir el molino y de los reales que costaría? ¿No será mejor para todos que echéis esos grillos de vuestros cocos? Todos dicen amarla mucho ahora, incluidos vuestros padres, pero id y pedirles unos reales y unas horas y ya veréis por dónde os salen las obras del molino… También hay que pensar que esa mujer vive ya más cerca del cielo que de la tierra ¿y para qué quiere ella ya un molino nuevo? ¡Iros a jugar que es vuestro trabajo y dejadme trabajar que es mi juego! Ya le daré yo algún remedio puesto que tampoco es justo que esa anciana viva en la calle como si fuera un perro.

 Uno de sus hijos se atrevió a decir:

 —¿Veis, muchachos, como es verdad que los mayores descomponen el mundo y luego somos los pequeños los que tenemos que arreglarlo ?

 El padre gritó:

 —¡En cuanto se entere tu madre te mete en la cama sin cenar cinco noches seguidas y yo te completo la semana!

 Pero salió con sus compañeros más fresco que una lechuga.

 Al día siguiente fue requerida tía Lulú por el señor alcalde.

 —Voy a tocar todas las flautas que sean precisas para que usted pueda ingresar en la Casa del Sarampión donde han construido el mejor asilo para ancianos solitarios de la ciudad.

 Tía Lulú salió como alma que lleva el diablo.

 —A mí sólo me pueden encerrar en el camposanto y eso de viva es imposible porque irían a impedirlo todos los niños del pueblo y sus hijos los primeros.

 Tía Lulú se metió en el saco de pajas por si las moscas para esconderse y Bella Luna vigilaba la cabaña.

 —Si vienen a capturarte les explicaré que te has ido al barranco azul y en lo que van y vienen te buscaremos otro escondite más seguro.

 Ya llevaba varios días sin poder pegar los ojos tía Lulú y estaba tan rendida que sacó la cabeza por la boca del saco para preguntar:

 —¿Qué golpes son ésos, Bella Luna, que parecen sacarme los sesos de la cabeza?

 —Una feliz sorpresa que verás mañana cuando salga el sol.

 Lo que el señor alcalde vio como una misión imposible, los niños lo vieron como la cosa más sencilla del mundo. Ni cortos ni perezosos se plantaron una tarde en la Dehesa de los Picos y el señor conde les recibió en su regio castillo.

 —Venimos de parte del señor alcalde de Mimbres Blancas. Él no puede abandonar los trabajos y ha decidido enviarnos a nosotros porque tenemos muchas horas de ocio que dedicamos a tirar la pata. Le manda un abrazo y nos encarga que nos preste sus obreros y los materiales precisos para reconstruir un molino en una semana y por las noches. Es cuestión de vida o muerte. Hay que salvar a una anciana que vive en una cabaña de cañas a la orilla del río pues su molino… su molino era viejo y se derrumbó. Los ricos del pueblo abonarán luego la factura y nosotros de balde trabajaremos de peones. Para nosotros también es importante. Esa mujer es amiga nuestra y le hemos prometido ayuda. ¿Verdad que va a decirnos que sí?

 El conde de los Picos miró con fijeza en los ojos de los niños y no halló ni rastro de mentira.

 —Ese alcalducho es un cantamañanas. Sólo quien sabe que no merece la ayuda, delega en los demás para pedirla, y vuestro alcalde está tan seguro de ello que se sirve de vosotros. ¿Será caradura el tío? Ya me tiene hasta la copa del sombrero de que sus vacas crucen la linde de mi dehesa, se metan en mis pastos y no haga nada por evitarlo. El día que menos se lo espere me harto y le pongo la vergüenza que ha perdido pero… Vosotros no vais a pagar las culpas. Entraré por el aro pero no olvidéis decirle dos cosas. Una, que hago este favor para que vuestra actitud lo deje en ridículo y para que esa anciana no perezca en la calle; otra, procurar que lo entienda bien, le avisáis de que se ande con mil ojos, que cualquier día le enseño los dientes y tendrá que vérmelos.

 Salieron del castillo muy sumisos y sin mirarse los unos a los otros pues unas enormes ganas de reírse les hinchaban los mofletes pero se aguantaron como Dios les dio a en tender. No podían delatarse. El asunto era muy serio y no podían arriesgarse a tirarlo todo por la borda. Ya por el camino explotaron en carcajadas.

 —Se ha tragado la bola y ha picado el anzuelo.

 Todos los cabos estaban ya atados y estaban seguros de que su plan no abortaría porque una palabra en aquella época se respetaba como hoy una firma. En el plazo y a las horas solicitadas se realizaron las obras. Los peones salían de sus casas respectivas sin hacer un solo ruido y cuando toda la familia dormía. Pasaban la noche dando a los albañiles cubos de arena, sacos de cal, adobes… Regresaban antes de que los suyos se hubieran despertado y se metían bajo las sábanas como si nada hubiera pasado. Lo peor de aquella aventura era cuando sonaba el despertador y cada madre decía:

 —¡Arriba, ponte el hato, coge el cabás y a la escuela, que el tiempo no espera!

 No se tenían de pies. En la tercera jornada Los alumnos se quedaban fritos sobre los pupitres y en el recreo daban tumbos de sueño. En el ecuador de las obras empezaron a turnarse para asistir a las clases. Unos iban y otros se quedaban en algún solitario corral durmiendo la siesta antes de comer. No quisieron ausentarse todos juntos para no levantar sospechas. Ya estaba animada la maestra a avisar a los padres con la idea de recabar y facilitar información pero… todo quedó en proyecto pues concluyeron las obras y las clases se reanudaron con absoluta normalidad. Sólo quedaban los remates: enjalbegar las paredes y limpiar. Los peones habían trabajado como fieras y los albañiles se ofrecieron para ayudarles con mucho gusto la última noche. Al hacerse de día Bella Luna avisó a tía Lulú.

 —Sal en seguida que veas nuestro regalo.

 Tía Lulú se emocionó al ver que su querido molino blanco había resurgido de entre las ruinas más flamante que nunca. Sólo acertó a musitar con la voz entrecortada por las lágrimas:

 —Estáis locos de remate pero ojalá nunca os llegue la cordura.

 Los ricos pusieron el grito en el cielo.

 —Son unos gamberros por mucho que se empeñe el señor alcalde en ver esta hazaña con buenos ojos. ¿Quiénes son ellos para tomarse la libertad de disponer del dinero ajeno? No tenemos ya más remedio que poner la cantidad más gorda pero hay que hacer una colecta y que colaboren también los padres.

 Las voces de los niños zumbaron como un avispero alrededor de los ricos:

 —¡Tacañones!, ¡tacañones!, ¡tacañones!

 La más rica de todas, que era una vieja con cara de bruja mala, cogió una vara verde y larga.

 —Si vuestros padres no os ponen derechos como una vela, os juro por todos mis bienes que os pongo yo, y no daréis más dolores de cabeza en lo que os reste de vida.

 Bella Luna le arrebató la vara de un tirón y la vieja dio un culetazo en el suelo mientras gritaba maldiciones como una energúmena. Los niños salieron corriendo muertos de risa pues sabían que se quejaba de vicio y que no tenía ningún daño en el trasero. Todos los habitantes del pueblo contribuyeron con un granito de arena que en algunos casos no fue más que un par de reales. Ñoto tuvo que vender los cascabeles de la mula pues le acometieron unas acuciantes ganas de colaborar.

 —Debo pagar las obras del molino de tía Lulú. No te pongas triste mulita. Tengo muchos cestos hechos y cuando los venda te compraré una campanilla de plata y haré grabar en ella el nombre de tu primer amo pues ni tú ni yo debemos olvidarnos del tío Navajas.

 

Autora: María Jesús Sánchez Oliva. Salamanca, España

mjsanchezoliva@gmail.com

 

 

 

Regresar.