El clavo ardiendo

 

Bajó del tren airosa, ilusionada, sin bolso de viaje, el elegante traje de chaqueta entallado, marcando sus proporcionadas caderas, zapatos de diseño, la melena suelta, los ojos brillantes, la sonrisa abierta, y la ternura a flor de piel en sus manos que, generosas, se tendieron al hombre que las acogió, sonriente, al tiempo que intentaba sujetar el periódico que se le resbalaba debajo del brazo. Un beso discreto, una intensa mirada y un fuerte apretón en sus manos le prometían un saludo más efusivo en la intimidad.

Una vez más, ella tachó de Adán la apariencia de aquel sujeto, por el que se había tomado tantas molestias al arreglarse aquella mañana, en su afán de resultarle atractiva. No, no era ese el tipo de honre por el cual se podría perder la cabeza; su afán de venganza le había llevado por este camino. Aquello había surgido de modo fortuito en el momento en que ella pasaba el amargo trago de la huída de su novio con la masajista, con destino desconocido, dejándole, para pagar, la hipoteca del piso que pensaban convertir en la plataforma de su futuro.

Entonces apareció Eduardo, mariposón y soltero, con muchas necesidades físicas y espirituales, con los argumentos de siempre: "que una mujer como tú"… "que lo que yo siempre he buscado"… "que se merece un escarmiento"…

Sin audacia para lanzarse a la conquista de un hombre, ella se dejó ir, al parecer aquel ya estaba conquistado.

Al poco tiempo lo comprendió todo: "Eduardo necesitaba una mujer, y ella no estaba mal. Lástima que tuvieran que andar a escondidas". Aquello iba funcionando, él no se comprometía demasiado y tenía prácticamente aseguradas las descargas de adrenalina que sus cuarenta años exigían a su organismo.

Fue un duro golpe para ella llegar a esa conclusión, pero por lo menos era cortés, no exigía nada, y a fin de cuentas, ella también lo estaba utilizando para pasar aquella época en la que tenía que desterrar de su corazón al novio infiel.

Los desplazamientos, él desde Aranjuez y ella desde Segovia, ponían una nota de ilusión en la monotonía de sus vidas y añadían la comodidad que suponía el pasar desapercibidos para todos los conocidos.

Eduardo invertía mal su buen sueldo y no se recataba de comentarlo con Aurora, que más sensata en sus gastos, mantenía un buen estado de cuentas con su nómina de bibliotecaria y en más de una ocasión le había prestado algunos euros; pero con mucho control, pues le parecía denigrante esta disposición de él para aceptar dinero de su amante; y segura estaba de que si se descuidaba, las cantidades serían difíciles de recuperar.

Era primavera, el aire cálido de la tarde traía perfumes de un cielo limpio que susurraba efluvios vitales. Urdidos por la urgencia de su sexualidad, se retiraron pronto y por la mañana ajustaron las cuentas. Remolón, Eduardo pagó su deuda anterior al tiempo que comentaba que ya estaban en paz. Y añadió:

-Por poco tiempo, porque seguramente me tendrás que prestar para pagar el hotel.

En la Empresa de Eduardo se celebraba el nombramiento del nuevo gerente, al que debía asistir, por lo que se despidieron hasta la hora de comer.

Las dos, las tres y hasta las cuatro sonaron en la Puerta del Sol sin que Eduardo apareciera. Aurora, que había comprado frutas exquisitas para obsequiarlo tras sus caricias, acabó comiéndoselas todas. La indigestión, el insulto del que se sentía objeto con su ausencia y el anuncio de que al volver le pediría prestado para la factura del hotel, le pusieron el ánimo triste, indignado, furioso y por fin la rabia la desbordó. La reserva del hotel estaba a su nombre, por lo que bajó a recepción, pagó la cuenta, dejó una nota en la habitación, y salió del hotel, con la cabeza erguida, desafiando al mundo con una nueva experiencia en su existencia y dispuesta a no dejarse embaucar en adelante con semejantes moscardones.

 

Autora: Brígida Rivas Ordóñez. Alicante, España

davasor@gmail.com

 

 

 

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