Vivía en mi calle. En la otra acera. Unas casas más
allá en dirección a la Plaza. Estaba sentado a la puerta y me llamó. Entré con
él en el portal, me llevó a su cuarto donde estaba jugando aquella niña. Allí
me enseñó un acordeón.
Mucho más voluminosa de lo que yo suponía. En la radio
había oído algunas melodías famosas interpretadas mediante ese instrumento y sí
que me gustaba mucho. .
Tenía la idea de que tocarla era muy complicado y que
precisaba de mucha constancia. Se atrevió con los primeros compases de “España Cañí” Luego me dedicó algunas
piezas que escuché extasiado.
“me la acaban de traer los Reyes”
A mí sólo me habían echado una chifla, que tenía
varios orificios para que, si los tapabas, produjeran las notas de la escala.
Por tanto, me quedé maravillado de lo que estaba escuchando y decidí pedirles
para el año próximo un acordeón.
Mi padre, al explicarle mi visita y mi estancia en
casa del señor Justino, así como mi petición a los Reyes Magos, me insinuó:
pero tendrás que aprender en seguida, durante este curso.
Mi madre había regresado trayendo unos paquetes con
leche en polvo, arroz, azúcar, que los habían entregado en algún
establecimiento de la Plaza. Por mi parte, no dejaba de pensar en el acordeón
de aquel abuelo. Y cada vez que la escuchaba en la radio de la vecina durante
las mañanas, me quedaba embelesado.
El señor Justino estaba siempre sentado en una banqueta
junto al banzo de su puerta. Conocía innumerables historias. Siempre estaba
provisto de caramelos y otras golosinas para los niños que se le acercaban. Se
apoyaba en un bastón de junco, como esos que vendían en las Ferias. En
ocasiones lo veíamos caminando muy despacio por la acera ayudándose del bastón,
pues ya no quería cruzar la calzada, para venir a mi casa, por ejemplo.
-“Yo te enseñaré; no te preocupes. Díselo a tus
padres, y puedes venir a mi casa a aprender cuantas veces quieras. Así el año
que viene, seguro que te la traerán a ti”
Y así fue. Estaba fabricada en madera, con los fuelles
de cartón. Los teclados disponían de unos pulsadores alargados que terminaban
en una especie de dispositivo de forma oval al que se acoplaban las yemas de los
dedos. Estos pulsadores, al ser accionados, rechinaban levemente y añadían al
sonido del instrumento una suerte de acompañamiento improvisado que no quedaba
mal del todo. Sí claro; el extremo de cada pulsador semejaba la mitad de la
cáscara de una pipa de calabaza.
Traté de aplicar de inmediato los rudimentos de mi
instrucción en las escasas apariciones donde el anciano señor Justino, ya muy
cerca de las fiestas navideñas. Le extraje varias notas que podrían componer la
escala. Yo estaba contentísimo, aunque sabía que el acordeón distaba de ser
como la de mi maestro, naturalmente.
Así que, después de desayunar un tazón de chocolate
bien caliente y espeso, incluí su casa entre las visitas programadas para
mostrar lo que me habían echado los Reyes.
La puerta permanecía abierta y pude observar una
afluencia de personal fuera de lo acostumbrado. El pasillo aparecía repleto de
gente, que se arremolinaba para desprenderse del frío reinante.
“ven; la hemos cambiado de sitio. Él está muy enfermo,
y apenas se mueve; no me dejan pasar a su cuarto”. Lo aseveraba su nieta, a
quien yo conocía de haber compartido juegos en otras ocasiones.
“¿Ya has aprendido a tocarla? ¡Qué bien; y qué
rápido!” –Volvía a expresarse la niña en su lengua de trapo-
El acordeón reposaba en la mesita de la sala situada
en un extremo de la casa. Traté de cogerla en brazos, pero no fui capaz. Me
hallaba preso de una profunda emoción, contemplando el deterioro de salud en
que se encontraba mi viejo amigo y maestro. Sobre la mesita observé unas cuartillas
donde acerté a leer mi nombre. Me acompañó la niña y, ya en la calle, le pude
enseñar mi acordeón, la que me habían traído los Reyes.
“Le oí decir que algún día iba a ser para ti; pobre
abuelo”..
Autor: Antonio Martín Figueroa. Zaragoza, España.