Estaba harto de andar con el diario bajo
el brazo buscando trabajo.
No era una lumbrera, ya lo sabía; pero
se daba maña para todo, además… tenía el título de “técnico electrónico”, sabía
instalar y reparar los equipos de aire acondicionado, hacer instalaciones
eléctricas, podía encargarse del mantenimiento de edificios, a su tío lo había
ayudado durante un largo tiempo y después ¡la pucha! vino lo del viejo… y ahora
la pensión no alcanzaba…
¡Claro que estaba capacitado para trabajar en oficina! ¿O acaso lo
mandaron a la macana durante tanto tiempo a la Cambridge, a computación? En
contabilidad era bueno y… también podía trabajar de chofer.
- Martínez- de un salto se puso de pie.
- Sírvase sus documentos. En diez días
lo estamos llamando.
- Gracias.
En la escalinata de la consultora se quedó parado pensando, sintió
hambre, se metió la mano en el bolsillo y sonrió: la vieja le había puesto
cinco pesos de más, ¡ni para un sándwich!, un pancho quizás… ¡Pobre vieja!
Suspiró y bajó los escalones. En la vereda se quedó mirando la calle, larga y
sin esperanzas.
Quiso silbar y no pudo. Otra vez el nudo
en la garganta, como cuando era chico; pero no debía llorar, -tenía veintiún
años- y cada vez más pelotudo.
En la esquina, un ciego esperaba para cruzar la calle, le ofreció
ayuda. Cruzaron en silencio.
- ¿Hacia dónde se dirige señor?
- Al subte.
- Si me permite lo puedo acompañar,
tengo tiempo. ¿Por dónde baja?, por Rivadavia o Mitre.
- Por Mitre; pero antes dejáme en el
bar.
- A donde usted quiera señor. ¿En el
café de abajo?
- No, cruzando Jujuy está la Perla, voy
por costumbre, además tengo un amigo.
Entre bocinazos y empujones cruzaron la avenida. Entraron en la
confitería. Le indicó una mesa y se despidió.
- Sentáte pibe.
- ¡Mmm!
- No puedo señor.
- Acabála con el señor y sentáte. Te
invito.
Un poco avergonzado se sentó.
- ¿Qué tomás?
- Un café, o… nada… mejor nada. Me quedo
un rato charlando con usted y me voy. Busco trabajo. Aquí tengo el diario y me
faltan dos lugares por visitar, a lo mejor tengo suerte.
Se acercó el mozo saludando con
cordialidad al hombre ciego.
- ¿Qué le traigo Don Antonio?
- Traéme un whisky, como siempre.
- ¿Y al señor?
- Un café.
- ¡Dejáte de joder pibe! Tenés que patearla
todo el día y te venís con un café,
¡Que marche un tostado y un café con
leche!
Se quedó absorto en la contemplación de ese hombre ciego, de
mejillas sonrosadas, de lentes muy oscuros y de frente amplia: ¿Cuántos años
tendrá este hombre? ¿Cuarenta y cinco? ¿Cincuenta? Es alto y elegante, un poco
panzón para mi gusto: ¿Qué pensará este hombre que no ve, que no me ve?, ¿Cómo
será su mundo de sombras, de tinieblas? ¿Cómo verá? ¿Todo oscuro? ¡Y después yo
me quejo de no encontrar trabajo! En su lugar… me pegaría un tiro, es lo peor
que le puede pasar a un tipo, quedarse ciego, ser una carga, un estorbo.
- Le dejo el whisky a la derecha don
Antonio.
Se sorprendió el muchacho al oír al mozo.
El ciego largó una carcajada y brindó con él.
- ¿Por dónde andabas muchacho? ¡Seguro
que pensando en mí!- Se rió, con una risa que al muchacho le resultó chocante.
- ¿Estás preocupado?
- Un poco.
Y tomó un trago de café.
- ¡Las cosas están jodidas pibe! Pero si
no conseguís nada… vení a verme.
- ¿Usted puede conseguirme algo?
- Si. Si no sos muy pretensioso.
- Soy técnico electrónico y me doy maña
para todo.
El ciego soltó una risotada que desconcertó al muchacho.
- En serio se lo digo, soy técnico,
usted… disculpe, ¿trabaja o…?
- Si.
- ¿Qué hace? ¿O en qué trabaja?
- Tiro la manga.
Martínez abrió los ojos incrédulos.
- ¡No me joda! En serio le pregunto.
- Y en serio te contesto: tiro la manga.
Soy mendigo.
Camisa celeste, pantalón gris… manos bien cuidadas…
- Cobráme José - dijo el ciego y se puso
de pie.
- Lo acompaño, gracias por todo, ¿A
dónde va?
- Al subte, es mi hora de trabajo.
Por la entrada de Mitre bajaron al subte. Buenos Aires bajaba y
subía las escaleras con olor a sudor, olor caliente del deber cumplido.
- Me quedo aquí pibe. Si me necesitás…
ya sabés donde estoy, en la Perla o aquí, en el subte.
Se acercó al pequeño bar y gritó con una voz destemplada
“¡muchachos mis elementos de trabajo!”
Martínez, el Guido Martínez, no podía despegar los pies del suelo:
ese hombre… vivía a costa del pueblo; ¿Pero qué pretendo si no ve, que deambule
como yo con el diario bajo el brazo? Él… al menos se la rebusca ¡en cambio yo…!
Creo que me voy a guardar el título en el…
- ¡Gracias! ¡Gracias! Que Dios los
bendiga. Una ayuda para el ciego. Muchas gracias, muchas gracias.
Las monedas caían como lluvia en la lata de dulce de batata.
Martínez apretó el diario sintiendo que el corazón se aceleraba.
Giró para salir por Mitre; pero la voz del ciego lo dejó plantado en el mismo
lugar: “me están creciendo raíces, no puedo despegar”.
- ¡Muchacho! ¿Estás ahí o te fuiste?
- Estoy aquí. Me estaba yendo.
- Sentáte, poné el diario en el suelo y
sentáte. Imagino tu cara de pocos amigos. No entendés nada: ¡Gracias! ¡Muchas
gracias! La vida le ofrece oportunidad… la vida no, la sociedad, le ofrece
oportunidad a quienes más tienen, no a un poligrillo como yo: ciego y llegando
a los cincuenta, ni como vos, joven y con un flamante título entre las manos y
buscando trabajo, buscando tu lugar en la sociedad, sos ciudadano argentino y
reclamás tu lugar, para ayudar al engrandecimiento de la patria y… y todas esas
verduras. Te destruyen, te hacen mierda, hasta los sentimientos más puros,
pisotean tu dignidad de hombre hasta que bajas la cabeza y en cierto modo
tienen razón: decime pibe, ¿si
vos fueras empresario y me presento yo con mi título de licenciado en leyes y
atrás de mi hay otro tipo con el mismo título a quién le darías el puesto vos, a
mi, ciego y llegando a los cincuenta o al perfecto con ojos brillantes? ¡No
jodamos pibe! ¡Gracias! ¡Que dios los bendiga!
Y así aprendés que hay que tomar lo que considerás lo que es tuyo:
no me dejan trabajar, tengo que vivir y vivo. Una ayuda para el ciego ¡gracias!
¡Gracias! ¡Gracias!
- Por eso te digo, ¿cómo te llamas vos?
- Guido.
- No te dejan trabajar, tenés que ayudar
a tu vieja y no podés, tomá lo que te corresponde.
- Me prepararon para hacer un hombre de
bien.
El ciego se puso de pie y se acercó al bar, habló unas palabras
con el dueño y regresó junto al muchacho que no sabía cómo salir de esa
situación embarazosa.
Volvió con una lata, se la entregó a
Guido Martínez,
- ¿No te animas?
Se avergonzó el muchacho y extendió la
mano.
- No te podes quejar. Te espero mañana
en la Perla.
- ¿Usted quiere que lo acompañe algún
lugar?
- No. Hasta mañana y no me fallés
¡gracias! ¡Muchas gracias!
Se inclinó para recoger la mochila del suelo y se quedó agachado,
mudo de asombro e incredulidad: un hombre pasó corriendo, no le vio la cara y
arrojó un cheque en la lata de Antonio.
El ciego se movió para acomodarse los anteojos y el cheque cayó al
suelo. Guido lo tomó con cautela. Estaba en blanco: “lo que consideres que es
tuyo tomalo” en blanco, con qué facilidad solucionaría los problemas de mi
casa. La vieja pagaría las cuentas y los chicos volverían a reír. ¡Que
vergüenza si me viera mi papá!
- Don Antonio se le cayó esto, es un
cheque, está en blanco.
- ¿Y cómo sabés que es mío y no tuyo?
- Porque se lo dejaron a usted.
- ¡No vas a ir muy lejos vos!
Transpirando subió las escaleras y se perdió entre la gente,
Pueyrredón arriba. El peso de la mochila lo llenaba de vergüenza: ¡perdonáme
papá!
En Corrientes cambió las monedas por billetes, doscientos pesos.
A su madre no le comentó nada, le dijo que tenía una probabilidad
interesante de trabajo.
A la hora convenida Guido Martínez entró a la confitería “La
perla”, con el Clarín bajo el brazo. Pidió un café mientras leía los
clasificados.
El
mozo se acercó con el café y le comunicó que Don Antonio, no pasaría por
el bar.: (desesperación en el rostro de
Martínez); pero, había dejado un sobre para él, atendería aquella mesa y ya se
lo traía.
Un poco nervioso abrió el sobre: “visitá a este tipo en mi nombre
antes de las 12 te está esperando a lo mejor conseguís algo bueno y si tenés
ganas búscame en el subte, es fin de mes y hay guita. Frías 555 planta baja
Hernández se llama el tipo.
Antes de las doce tocaba el timbre en la calle frías 555.
Una elegante mujer le tomó los datos personales y le dijo que
esperara, que en unos minutitos lo recibiría el señor Hernández.
Cuando lo hicieron pasar al escritorio de Hernández, se quedó más
desconcertado que nervioso.
- ¡Don Antonio!
- No. Su hermano mellizo.
- ¡Es, Increíble! Si no fuera que usted
no usa anteojos… hubiera asegurado que era Don Antonio.
Sonrió.
- Hasta nuestra madre nos confundía. Muy
bien. Sé que te trae por aquí: buscás empleo y nosotros buscamos un hombre de
confianza. Permitíme tu currículum.
- Soy técnico electrónico; pero no puedo
demostrarle si soy confiable o no.
- Venís recomendado por Antonio y es
suficiente. ¿Tenés carnet de conducir?
- Si.
- Muy bien. Te explico: una o dos veces
al mes, tenemos que llevar mercancía fuera del país, Paraguay, Bolivia… y se
verá más adelante. No lo hacemos con camiones, sino con camionetas o autos
grandes. Irías con un acompañante o conmigo y en el tiempo restante tomarías tu
franco y seguirías en servicio por acá. Si estás de acuerdo, firmá aquí y
comenzás mañana a las ocho.
No lo encontró a Antonio en el subte ni en “La perla”, quería
agradecerle.
Qué trabajo fenómeno había conseguido y
me lo consiguió, un ciego, un mendigo. Que extraño, un hermano tan encumbrado y
el otro pordiosero.
En su lugar, yo no le permitiría que
hiciera esa vida, bueno… yo… no sé porque lo hice, me dura la vergüenza pero
mis hermanos comieron y a la vieja se le cayeron unas lágrimas…
¡Uy! De atolondrado y contento no pregunté cual sería mi sueldo.
Pudo silbar y taconear por las calles de Villa Crespo.
En el primer viaje lo acompañó un muchacho de unos treinta años
dicharachero y conocedor de la historia de cada lugar. No tuvo inconvenientes y
le pagaron muy bien.
Esa mañana Guido Martinez, entró apresuradamente al escritorio del
señor Hernández, necesitaba que le firmara los papeles antes de las diez, ya
que el barco salía de puerto a las doce, rumbo al Uruguay, la carga estaba
hecha y lo iba a acompañar la secretaria que se entendía con la Aduana.
- Permiso señor Hernández. Disculpe. Me
firma por favor estos papeles, que ya estoy saliendo…
Una descarga eléctrica sintió correr por su cuerpo. Se le cayeron
los papeles de la mano y la voz se le había enredado en la garganta.
- ¡Don Ant! ¡Don Antonio!
El
ciego acodado en el escritorio leía el diario, sin anteojos, las lentes oscuras
a un costado y el bastón blanco cerca del sillón.
- ¿Usted es?, ¿Usted es Don Antonio?-
- José Antonio Hernández para servirte,
para servirte; pero no te lo tomés en serio.
Soltó una grosera carcajada.
- ¡Che! Cambiá la caripela, si no te
movés se va a escapar el barco. Dame que te firmo los papeles.
Salió sin decir una palabra.
La secretaria le pidió que prestara atención, no estaba respetando
los semáforos.
No podía pensar en otra cosa que en ese individuo. ¿A dónde cuerno
se había metido? Y lo que era peor ni siquiera había leído el contrato de
trabajo. ¡Que pelotudo!, era demasiado bueno para ser verdad: “prestá atención
Guido que vamos a chocar. ¡No salgo más con vos! le gritó su acompañante.
Descargaron y recién reparó en la faja de los bultos: “Fundación
Hernández” ¿Dónde ¡mierda! se había metido?
Al día siguiente, llamó por teléfono y pidió que le comunicaran
con el señor Hernández, le informaron que no concurriría a la fundación pero si
quería dejar un mensaje… entonces preguntó por el hermano, le dijeron que no
tenía hermano; pero el señor que no ve, el ciego, Antonio, ¿no está? Le dijeron
que estaba equivocado y le cortaron la comunicación.
¿Qué podía hacer? Estaba desorientado, aturdido.
Comenzó a caminar por estado de Israel hacia Corrientes. Se paró
en una esquina, estaba perdido, perdido en el mismo, Medrano.
Se metió en el subte. En Pueyrredón bajó. Esta vez se perdió entre
la gente Puyrredón abajo.
Cruzó Mitre. Se detuvo unos instantes y bajó las escaleras
corriendo: “¡Diarios! Clarín, La Nación, Página 12… ¡Ámbito Financiero!... La
Prensa. ¡Diario, diaaaaaarioooooooo!
Y el pastor evangelista. “Está, está, está debajo de los pies. El
diablo ya está
debajo de los pies”
Perseguido por las voces, frenó la carrera casi en los pies del
mendigo que no dejaba de pedir: “Ayuden al ciego. Una ayuda para el ciego.
¡Gracias! Muchas gracias”
Gafas oscuras, pantalón gris. Camisa celeste, fuera del pantalón y
el vientre abultado, parecía flotar con los movimientos, así lo veía Guido
Martínez con asco, con repugnancia.
- Don Antonio, el farsante, le acercó la
lata.
- ¡No se haga el piola conmigo. Tenemos
que hablar.
- ¡Epa!, ¡Epa!, ¡Epa! mirá si te oye
alguien hablándole así a un pobre cieguito.
- ¡No joda! Tenemos que hablar.
Antonio soltó una carcajada y dijo que lo esperara en la Perla.
Al rato, golpeando el bastón entró en la confitería. El mozo se
apresuró ayudarlo.
- Y bien, aquí me tenés. ¿Qué te anda
pasando? ¿Querés qué te aumente el sueldo?
- Quiero saber por qué me mintió, por
qué se burló de mí, ¿por qué estafa a la gente que le da parte de su esfuerzo
para que usted viva?
- ¡Eh! Mirá qué estás preguntón ¿y a vos
qué te importa? Viví vos pibe y dejá al resto que le importa tres carajos de
vos ¿o a caso te olvidas los timbres que tocaste, las puertas que se cerraron a
tu espalda, la calle que pateaste con tu título de técnico? Dejáme de hinchar
las pelotas pibe. Tenés un laburo y un buen sueldo, vos me hacés falta y yo te
pago bien.
- En estas condiciones no puedo seguir
con el trabajo, ni quiero.
- No querés laborar… ¡A otra cosa
mariposa! Olvidáte del contrato.
Y largó la carcajada más espantosa que Martínez hubiera escuchado
jamás.
Con el Clarín se sentó en un banco de la plaza Miserere. Y después
a caminar.
“Su currículum es interesante, lo llamaremos. Lo estamos llamando.
Dese una vuelta en diez días. Deje el currículum a lo mejor“.
A los quince días tocaba el timbre en la fundación “Hernández”.
Autora: betty Capella. Lanús,
Buenos Aires, Argentina.