DE NUEVO, MANIOBRAS CLERICALES CONTRA EL ESTADO MEXICANO
Estadísticamente, la mayoría de los mexicanos
profesa la religión católica. En la realidad, es una minoría la de aquellos que
viven íntegramente los preceptos de esta fe religiosa y son tan respetables
como los millones que se adscriben a un catolicismo de sociedad y de costumbre,
sumamente elástico en lo que al cumplimiento de normas, disposiciones y
mandatos eclesiásticos se refiere; lo mismo que quienes tienen otras creencias
religiosas, o ninguna.
Sin embargo, la iglesia católica ha
vivido los 186 años de vida del México independiente –-no se olvide que si bien
en 1810 tuvo lugar la convocatoria a la Guerra de Independencia, mediante el
Grito de Dolores, la consumación, es decir, la ruptura definitiva y real de la
sujeción a España, ocurrió en 1821--, con la obsesión de imponer un dominio intelectual,
ético, social, político y hasta financiero sobre el país y sus habitantes.
Ha contado para ello con instrumentos
poderosos, desde el poder político y militar hasta el chantaje moral. La
secundaron y la secundan, creyentes que rebasaron los límites de la fe
religiosa para entregarse a las pasiones de la intolerancia, del odio al otro,
al diferente, al distinto; del fundamentalismo y del autoritarismo, que en su
momento han alimentado las expresiones extremas del fanatismo ideológico.
Valdría la pena preguntar, incluso, si
se trata de verdaderos creyentes; si quienes optan por seguir los pasos de los
inquisidores o de la soldadesca encanallada con escapularios, crucifijos y
medallas al pecho, como para obtener una absolución inmediata de sus atrocidades,
pueden ser equiparados con los primeros cristianos, que ofrecían la otra
mejilla y la vida a sus agresores, o con figuras de una dimensión ética y
humana tan admirable y vasta como Francisco de Asís o Bartolomé de Las Casas.
El país asiste de nuevo a una vasta
ofensiva de intolerancia y ambición a lomos de la violencia --hasta ahora
verbal-- y de la impunidad, lo mismo que en otras épocas. El cardenal arzobispo
primado de México, Norberto Rivera Carrera y el arzobispo de Guadalajara, Juan
Sandoval Iñiguez, son las cabezas visibles de la maniobra, que lo mismo busca
reformas constitucionales, que exige someter el Estado laico a las fobias del
credo religioso.
Rivera y Sandoval recorren de nuevo un
camino muy conocido para los obispos mexicanos, el llamado a desconocer las
leyes: en 1833, sus antecesores hicieron caer el gobierno provisional del gran
visionario y precursor de la Reforma, Valentín Gómez Farías –sustituto temporal
de Antonio López de Santa Anna--, luego de que promovió la legislación inicial
para suprimir los fueros del clero, secularizar los bienes de la iglesia y
reformar el sistema de educación pública.
En 1847, con Gómez Farías de nuevo como
vicepresidente y Santa Anna otra vez en la Presidencia, los obispos católicos
rechazaron la ley del 11 de enero y se negaron a entregar algunos de sus
cuantiosos fondos para defender a México de la invasión estadunidense, aunque
le dieron dos millones de pesos en lo personal al caudillo de Manga de Clavo y
se mostraron sumamente benévolos con las tropas de Estados Unidos, luego de que
el general Winfield Scott proclamó su absoluto respeto a la iglesia y sus
ministros. Éstos, en reciprocidad, lograron la entrega de Puebla y de la
capital de la República sin resistencia del gobierno derrotado, y recibieron a
Scott en banquetes y recepciones.
En 1855 rechazaron la Ley Juárez, en
1856 la Ley Lerdo –ambas encaminadas a minar el poder temporal de la iglesia--
y se opusieron con todos sus medios, aliados con los conservadores y la casta
militar, a los liberales que habían vencido en la Revolución de Ayutla; en 1857
desconocieron la Constitución y lanzaron al país a la Guerra de Reforma y a la
intervención francesa. Durante la contienda de esos años, crearon la Legión
Sagrada, cuyas armas, uniformes, salarios y avituallamiento corrían por cuenta
del arzobispo de Puebla, Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, futuro regente
del imperio y arzobispo primado de México.
A partir de 1910, en fin, fundaron el
Partido Católico, furibundo opositor de Francisco I. Madero; se sumaron a las
intrigas del embajador estadunidense Henry Lane Wilson; apoyaron activamente el
cuartelazo de Victoriano Huerta, a quien concedieron un préstamo de 10 millones
de pesos, amén de que otro arzobispo primado, José Mora y del Río, le entregó
ayuda financiera al chacal golpista y el papa Pío X le envió un telegrama
felicitándole por “el restablecimiento de la paz en México”.
Una paz efímera, aun si en buena medida
fue la de los sepulcros. Con Huerta derrotado, la Revolución continuó su curso pese
a la hostilidad del papa Benedicto XV y como era inevitable, al ser proclamada
la Constitución de 1917, los obispos llamaron a desobedecerla, con el total
apoyo del Vaticano. Siguieron años de tensa calma, de fricciones y
provocaciones, de enfrentamientos políticos, ideológicos y sociales. Un nuevo
papa, Pío XI, arrojó leña a la hoguera al asegurar, en la carta apostólica
Paterna sano sollicitudo de 1926, que la Constitución y las normas de ella
derivadas, “ni siquiera merecen el nombre de leyes”.
Dos días después, el arzobispo primado
de México, Mora --antecesor de Rivera, por si es necesario recordarlo--,
anunció públicamente el propósito de la jerarquía católica de impugnar de nuevo
la Constitución, cuyo cumplimiento, subrayó, no obligaba a los católicos. ¿El
resultado? La guerra cristera de 1926-1929, durante la cual, una comisión de
los obispos se dirigió a Roma, junto con la plana mayor de la llamada Liga
Nacional Defensora de la Libertad Religiosa (LNDLR); mas no con el propósito,
como podría suponer algún ingenuo, de implorar la bendición papal, sino de
reunirse, en el Palacio Venecia, con el duce de la Italia fascista, Benito
Mussolini y a él sí pedirle ayuda, pero material y efectiva: dinero, armas,
instructores y hasta tropas, para derrocar al gobierno bolchevique de Plutarco
Elías Calles.
Pío XI y los obispos bendijeron a los
cristeros, les llamaron luchadores de la fe y de la libertad religiosa, e
instaron a los sacerdotes a que estuvieran de su lado. No pocos lo hicieron con
las armas en la mano, como Aristeo Pedroza; muchos más, fueron consejeros,
cómplices, aliados, correos; detenidos y ejecutados por las tropas
gubernamentales, ahora ocupan los altares católicos en calidad de santos. Vaya
manera de cumplir con el mandato de “amad a vuestros enemigos, haced el bien a
quienes os ofenden y persiguen...”
La cristiada terminó formalmente en
1929, con un acuerdo de convivencia que les convino en principio a los obispos,
quienes dejaron abandonados e inermes a sus soldados; pero las hostilidades se
reanudaron sordamente durante el gobierno de Lázaro Cárdenas, a partir de 1934;
hubo linchamientos e innumerables asesinatos de maestros y si bien el
Presidente impidió con su prudencia que las cosas llegasen a mayores, tomó nota
del apoyo de muchos obispos al intento golpista de Saturnino Cedillo en 1938,
cuando la agitación clerical se lanzó contra la política de apoyo y solidaridad
del gobierno de México a la República española. No se olvide que los obispos
españoles –a quienes Juan Pablo II también les canonizó una buena dotación de
mártires—bendijeron las armas golpistas de Franco y proclamaron la cruzada
contra los rojos republicanos.
Todavía el intento de semifascismo
clerical sinarquista –o clericalfascismo, como prefiero denominarlo—de 1937,
contó con un importante apoyo del clero y de los excombatientes cristeros y
militantes de la nueva derecha nazifascista, encabezados por los tecos de la
Universidad Autónoma de Guadalajara (UAG); pero la inviabilidad de una
propuesta que acabó secuestrada por los delirios de grandeza espiritual de
Salvador Abascal y su intentona colonizadora en Baja California, establecieron
un nuevo compás de espera.
El alto clero católico y sus aliados
seglares optaron de nuevo por acumular poder económico y social, así como influencia
política, en espera de tiempos más propicios, como parecen haberlos encontrado
el cardenal Rivera y su colega Sandoval: ambos asumen la investidura del
militante implacable y combativo, quizá como el jalisciense cura Pedroza,
general cristero; o como los jactanciosos curas del Partido Fascista en la
Italia de Mussolini.
Autor: Luis Gutiérrez Esparza. México,
Distrito Federal.