De madrugada
en Zaragoza
Apagué
el motor. Me sorprendió el silencio. Subí el cristal de las ventanillas, saqué
la llave del contacto y salí del coche.
Eras
las 6 de la madrugada, y en agosto los días ya se acortan y apenas se vislumbraba
por el Este la luz de la aurora.
Mi
barrio no es particularmente conflictivo, pero no está exento de anécdotas más o menos desafortunadas de hurtos,
atracos, violaciones e incluso, hace dos años obligaron a un inquilino, en
pleno día, a entrar en su propia casa, donde fue desvalijado y obligado a
vaciar sus cuentas bajo la amenaza del cuchillo en la garganta de su mujer. El
matrimonio aun no se ha repuesto de la impresión sufrida y cuando se les ve,
siempre van cogidos del brazo y con la mirada de espanto dirigida a derecha e
izquierda.
Desde
donde dejé el coche al portal de casa no hay una distancia excesiva, a lo sumo
medio kilometro, pero de ellos los últimos 80 metros discurren por un
jardincito, muy cuidado últimamente, con su zona de setos, arbustos y césped.
Pero también con la posibilidad de ocultar a una o dos personas.
No
me desagrada el trabajo en turnos. Me permite disponer de horas libres en
horarios de comercios abiertos y disfrutar de mañanas libres para leer el
periódico y poder elegir si asistir a esos eventos más o menos culturales que
se organizan por toda la ciudad. El riesgo de tener un percance desagradable en
la madrugada nunca lo había considerado.
Pero
hoy, no sé por qué, la idea se me había metido en la cabeza. ¿Sería una
premonición? ¿Habría percibido inconscientemente alguna señal de peligro?
Ralenticé
el paso y miré alrededor. No vi nada anormal. Pero el silencio, únicamente
interrumpido por algún piar de gorriones, me sobrecogía. Entré en el
jardincito, y oía mis pisadas sobre los cantos del sendero. Me pasé a caminar
sobre la zona de césped para percibir mejor cualquier ruido exterior. Me detuve
y contuve la respiración. Nada. Solo el piar en los árboles. Miré de nuevo a la
zona de los setos, pero la oscuridad me impedía ver nada concreto. Eso sí, todo
estaba quieto.
Traté
de desechar todos mis malos presentimientos. - Son infundados e histéricos, -
dije para mí. Y avancé unos pasos más hacia el portal. Ya sólo me faltaban unos
20 metros para llegar. Me dispuse a sacar la llave del bolsillo para no perder
tiempo ante la cerradura.
Y
entonces oí el rumor, un “clak” y un siseo casi simultáneos. Tenía aun la mano
en el bolsillo, pero me volví de inmediato. Mi mirada se dirigió a la altura de
un posible rostro. Allí no había nadie. De nuevo oí el “clack”, ahora detrás de
mí, y nuevos siseos. Cuando reaccioné ya era tarde. Los aspersores habían
iniciado su tarea y por mucha prisa que quise darme, cuando logré abrir el
portal ya estaba regado hasta los zapatos.
Menos
mal que era agosto.
Al
entrar en el portal, con una sonrisa en los labios por el miedo infundado, alcé la mano
despreocupadamente para a encender la luz del portal. El azar, siempre nos
persigue, nunca para bien, esta vez con la mala fortuna de que el interruptor,
estaba roto. Los 240 voltios pasaron de mi mano izquierda a los zapatos
mojados. Fue un momento de inmovilidad, un dolor en el pecho, y segundos
después caí al suelo del portal de la casa sintiendo un agudo dolor en el
corazón.
Tuve
la conciencia de lo que me rodeaba al menos durante dos o tres minutos. Oí
pasos y que me tocaban el cuerpo. No podía moverme ni hacer sonido alguno. Noté
que me metían la mano bajo la chaqueta. Palpaban mi pecho. Solo pocas personas
saben lo que se debe hacer en caso de fibrilación, ¿Tendría esa suerte? La mano
siguió explorando mi pecho y noté como soltaba un botón y extraía limpiamente
mi cartera.
¡Maldito
seas!, quizás fue lo último que pensé.
Y
por eso me condené.
12
Octubre 2009
Autor:
Manuel Santos Greve. Madrid, España.