EL CORO DE LA IGLESIA.

Por Paz Irma Vela.

Me detuve ante la puerta de entrada, era un alto portón de ochenta centímetros de ancho colocado entre los cuatro primeros escalones y los cincuenta y siete restantes que conducían hacia una estancia que formaba parte de una torre que jamás se terminó de construir; por eso la llamo "torre mocha".

Los escalones eran de elevados peraltes y huellas angostas, yo que poseo el pie pequeño tengo que pisar sesgado. El cubo de dicha escalera tiene aproximadamente noventa centímetros de ancho y durante el día penetra una insipiente luz atreva de troneras colocadas a lo largo.

Esa tarde subí corriendo los peldaños y no me detuve hasta llegar a la torre mocha. Atravesé la mugrienta estancia llena de polvosos muebles viejos y de retablos abandonados entre triques y cachivaches. Saludé a los inquilinos murciélagos, gatos, palomas y una que otra rata de iglesia. Tomé la otra llave y bajé tres escalones de una segunda escalera para abrir el candado del coro. Esta puerta era más amplia pero mucho más baja pues mi cabeza rozaba su marco y había que bajar con cuidado porque la colocaron a la mitad de los quicios que sólo eran seis.

Con la misma prisa que subí las escaleras empecé a seguir la rutina de todos los días; conectar el regulador del órgano, sacar una franela y sacudir el polvo del banco, quitar la cubierta de tela y levantar la tapa de madera, limpiar con una brocha las teclas, abrir el banco y sacar el micrófono, ponerlo en el pedestal, conectarlo al sonido, encender la consola de sonido, subirme nuevamente a la tarima del órgano y poner a funcionar el interruptor de arranque contando hasta treinta segundos y luego sin soltarlo empujar el segundo interruptor para volver a contar treinta segundos y soltar el primero mientras piso los pedales para comprobar que ya encendió justo a tiempo cuando están tocando las campanas la tercera llamada a misa.

Con el poco aire que me queda inicio el canto de entrada y una devota paloma alza su vuelo en picada rozando mi cabeza para dirigirse hacia la bóveda principal y amenazar al padre y a los lectores con zurrarlos durante la misa pero yo no le hago caso pues la gente allá abajo responde uniendo su voz a la mía.

Oh San Agustín, que razón tenías cuando dijiste que el que canta ora dos veces. Cada palabra, cada pensamiento, cada nota arrancada al instrumento, están dirigidas a ÉL; que dicha poder expresarlo a voz en cuello y hacer que los demás se unan al canto de alabanza.

La tarde se está despidiendo y la noche tiende su negro manto sobre la ciudad

Desciendo de la tarima del órgano, me dirijo hacia el otro extremo del coro para encender un foco que alumbra tanto como un cocuyo, luego trato de encender las luces de las escaleras ¡ Oh sorpresa!...El foco de la escalera está fundido. Eso significa que tendré que bajar a obscuras, con lo que me gusta hacerlo, le tengo fuchi, fuchi, a los habitantes de la torre, hay viento y vuelan toda clase de porquerías por un vano abierto.

Bueno trato de calmar el enfado y sigo tocando, sólo así volveré a la paz. Bien creo que hoy será la prueba de fuego a mi templanza, el foco del coro se funde y quedo en semipenumbras, afortunadamente las luces de la nave principal me comparten un poco de su brillantez.

Tengo mis manos sobre el teclado y espero la palabra precisa para entonar el SANTO, SANTO, SANTO, hay algo que me incomoda, siento una mirada fija en mi, volteo hacia la derecha y a mi lado en el mismo banco del órgano un gato negro me mira fijamente y dice. . . -¡MIAHUUUUUUUUUUUUUU!.

Tengo que iniciar el canto y no me sale la voz; mis dedos se deslizan mecánicamente sobre el teclado, mis pies bailan sobre los pedales del órgano mientras mi boca solo alcanza a emitir sin aliento un afónico-¡SAAAAAAAA!. El sacerdote dirige el canto porque yo no puedo. Cuando termina me bajo de un salto apartándome del animal que también se baja y desaparece entre las tinieblas.

Vuelvo a ocupar mi lugar para entonar el Cordero de Dios, lo hago sudando, aquí arriba estoy completamente sola a merced de todos los habitantes de la torre.

No ocurre nada durante el canto del Cordero y recobro la confianza.

Ya estoy en el canto de comunión y terminé la primera estrofa, de repente se escucha un.

-¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaay!. Con una ronquísima voz masculina que por supuesto no es la mía el alarido retumbó en toda la iglesia; además se escuchó que provenía de aquí arriba y no de allá abajo.

Vino del extremo del coro por el cual tengo que salir hacia la torre mocha y bajar las escaleras. Como no hay luz todo está obscuro no veo nada y además no quiero ver nada. Dejo de tocar y volteo hacia abajo con la esperanza de que alguien se le ocurra subir.

¿Para que lo hago?. Seguramente mi subconsciente quiere que me vean la cara de susto que debo tener.

Oh, mi silencioso clamor fue escuchado y el hijo del sacristán sube a mi encuentro como Ángel salvador. Con gran decepción, no encontramos a nadie, los dos sabemos que siempre dejo cerrada la puerta de abajo, que nadie puede subir sin autorización.

Después de varias cavilaciones llegamos a la conclusión más lógica diciendo que un eco atrapado por las paredes fue liberado y que no hay nada sobrenatural ya que esto ocurre en las grandes Catedrales y otros edificios similares.

Claro que sí, yo estoy segura de ello y cuando escucho murmullos o veo siluetas humanas paseando por el coro me repito que es natural y ofrezco una plegaria por las Ánimas del Purgatorio. Creo que ellas lo saben y no les soy antipática.

Mientras se mantengan a distancia estamos en paz, hago como que no las veo, que en realidad casi es cierto porque soy débil visual.

FIN.

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