Consecuencias
habituales.
En aquella pequeña
ciudad, casi todos se conocían, los secretos eran a voces, pero voces en murmullos
y donde se repetían las mismas historias, un lugar donde cada uno le agregaba
eso que, según se argumentaba, era algo que nunca se había dicho… Entre su
gente existía una seria preocupación ante el avance del consumo de drogas sobre
la juventud.
Allí vivía Gladys, una adolescente al cuidado de su abuela
quien era lo único que restaba de su familia. El mundo de ellas dos era muy
distinto. La joven crecía bajo la tutela de aquella señora de mirada triste y
de voluntad inquebrantable. Había inculcado a la joven que los valores morales
eran de suma importancia, como también la pulcritud, las tareas domésticas y su
destreza en las manualidades, lo que convirtió a la niña en algo muy diferente
de las demás jóvenes de ese lugar. No solía asistir a reuniones ni bailes a las
que era invitada por amigos o compañeros del colegio, pues se mantenía distante
de fumar, del alcohol y sobre todo… las drogas, ya que siempre había algunos
incitantes consumidores.
Luciendo ojos de color miel, sombreados por largas pestañas
y de rostro adornado con discretas sonrisas, siempre se la veía acompañando a
su abuela, lo que hacía crecer más y más las murmuraciones de las vecinas…
“¿Qué se habrá creído que es?”, “¿Tal vez se cree más que nosotras?”…”Porque
vean como se le nota la provocación en la blusa…” Esos comentarios inconclusos
eran cosa de todos los días.
Pasó el tiempo y cuando la abuela falleció, Gladys sólo
tenía dieciséis años. Los vecinos la lloraron y la mayoría se comprometió a
cuidar a la “nena huérfana”. Así comenzó la nueva vida de Gladys. Primero fue
en casa de los Pereira, luego en casa de los Rosales, y finalmente con los
Núñez… pero nadie parecía darle valor al trabajo que ella realizaba. Comenzaba
desde temprano con las tareas domésticas, trabajando todo el día casi sin
espacios para sus cosas personales, pero nunca dejó de estudiar. Luego de un
determinado tiempo, sus benefactores la intimidaron diciéndole:
- Mirá Gladys, ya nos resultás un peso muerto, lo único que
hacés es gastar, pues no aportás nada para la comida diaria. Somos pobres y no
tenemos las pretensiones que cargaba tu abuela, la Doña Flora, que en paz
descanse, pero que te crió en forma equivocada, muy sobreprotegida… Vos ya sos
una mujer, se te nota debajo de la ropa, lo que provoca el instinto de los
hombres. Acá no es cosa de quedarse tranquila, para que cualquiera te deje como
ya se sabe… ¿entendés? Fijate bien, ahí está don Nicasio, hombre con buena
plata que no tiene familia y que gran falta le hace una mujer como vos…
Gladys bajaba la cabeza intentando ocultar sus lágrimas.
- No, no, nena… ¡con llorar no conseguirás nada! Don
Nicasio ya nos dijo que no tiene problemas para comprar todo lo necesario y
hasta muebles nuevos para llevarte con él. Nada mejor que eso en lugar de
llorar, ¡deberías estar agradecida!
La jovencita se sentía convulsionada y no era capaz de
contener un enorme sentimiento de repulsión cuando veía a ese vecino, don
Nicasio, con una mirada libidinosa, su prominente panza y piernas flacas, de
boca con pocos dientes y un hilo de baba en sus horribles labios… Ese hombre
desagradable y maduro palpaba una cadena de oro que colgaba de su cuello,
haciendo galas de poder.
Una y otra vez, los Núñez amedrentaban a Gladys para dar la
respuesta positiva a lo que ellos llamaban “un gran hombre”, y como la
respuesta siempre fue el silencioso llanto de congoja, en una noche que
perdieron la paciencia, le dijeron:
- O te vas con don Nicasio, o te esperan las monjas del
Buen Pastor, donde van todas las que como vos no tienen cabeza, ¡y que les
gusta ser sirvientas!
Al otro día muy temprano, Gladys tenía en las manos sus
pobres pertenencias…
- ¿Adónde vas? -Le preguntó la dueña de casa.
- Quiero irme con las monjas del Buen Pastor, -respondió
con voz segura.
Inútil resultó tratar de disuadirla… Comenzó así una nueva
vida, con cabello trenzado, ropa limpia, austeridad y buenas costumbres. Unas
semanas más tarde viajó a la ciudad capital, pues en la casa madre le
brindarían todo lo necesario para hacer de ella una persona útil y con alguna profesión.
La vida ya había cambiado para Gladys, sin dudas que la abuela la protegía
desde el cielo. La señorita Ethel fue su madrina, una persona de muy buena
educación y altos valores morales. Gracias a ella conoció la vida social,
bibliotecas, teatros, museos, y los grandes autores literarios que fueron su
alimento. Decidió ser enfermera, llegó a graduarse y aquella vida pasada ya le
parecía una pesadilla lejana. Más tarde, inexorablemente apareció el amor, y
pasado cierto tiempo estalló la bella noticia: estaba muy feliz cuando le contó
a Alfredo que llevaba el amor en su vientre. La respuesta fue nefasta, porque
la felicidad no fue compartida, él le dijo que no era oportuno, que, dada su
experiencia, podrían viajar juntos muy lejos para hacer buenas obras en la
organización Médicos sin fronteras… Aunque en verdad él venía eludiendo
responsabilidades familiares y laborales, debido a que en una campaña médica
realizada hacía unos años atrás en Haití, conoció la cocaína y desde entonces
no la abandonó, comenzando a deteriorarse su salud mental. Y así se alejó de su
entorno y de la realidad.
Nuevamente brotaron las lágrimas y la imagen de la abuela
en su recuerdo. Gladys prefirió aferrarse al fruto de su amor… y siguió sola.
Así fue como Gladys y Morena, su pequeña hijita, habitaron
una casa del Barrio en el cual ella había vivido su juventud. Trabajando con
normalidad en el servicio de emergencias médicas, fue transcurriendo el tiempo
y Sus vidas eran comunes, sanas, con los estudios y deportes en el colegio. La
educación, los valores y las buenas costumbres fueron una herencia de doña
Flora que, a través de su madre, se aferró a Morena. También optó por la misma
profesión de enfermería y cumplía con sus estudios.
Morena había desarrollado un atractivo físico, y cuando
regresaba de sus actividades, en más de una oportunidad se encontraba con un
grupo de muchachos que le decían piropos de mal gusto, con groserías y términos
soeces. Por desgracia, estos hechos están vinculados con los cambios sociales
que lamentablemente se dan en más de un sitio, en las distintas ciudades. Según
dicen, se deben a la miseria, la falta de ocupación y de incentivos, las drogas
en general y el “Paco” en particular, que terminan sembrando estragos en la
juventud. Nada de esto era ignorado por Morena ni por su madre quienes se
mantenían en alerta.
Un atardecer, un movimiento de “piqueteros” antisociales
atacó al conductor de un ómnibus y la reacción social, provocó la interrupción
del tránsito. Por lo cual Morena se demoró en su regreso a casa. Oscureció y se
acercaba caminando con normalidad. De pronto observó a la patota… allí estaban
ellos, los muchachos de siempre con los efectos de la droga en sus mentes
quemadas. Uno rompió a piedrazos el foco de iluminación de la calle, y la patota
se lanzó sobre ella… La arrastraron hasta un espacio verde y entre arbustos, le
dieron rienda suelta a sus peores instintos.
Exhausta, sucia, lastimada, dañada su ropa y destruida su
alma, como si fuese un robot, Morena llegó a su casa. Al cerrar la puerta tras
de sí, no podía pensar sino en la suciedad y el asco, el dolor, la vergüenza…
Todo se había destruido en esos momentos infernales que había vivido.
Recibió un mensaje en audio y oyó la voz de su madre que le
decía:
- Oíme Morena, cumplo el turno de 18 a 24, y voy para allá.
Cerrá todo y quedate tranquila hasta que yo regrese.
Se miró en el espejo grande… esa mujer que el espejo
devolvía era una desconocida… Se sentía muerta, una basura, toda la inmundicia
le había quedado encima, sentía los jadeos y alientos putrefactos, los sonidos
guturales, el sudor y tanta porquería repugnante… Miró la fotografía que
mostraba a la madre junto a ella, y se prometió no darle a su único afecto
familiar, semejante disgusto. Se vio nuevamente en el espejo, y muy decidida se
dijo: “¡Nunca le daré este disgusto a mamá!, ¡demasiado ha sufrido en su
vida!”.
En ese instante
moría la Morena de siempre para dar nacimiento a una nueva Morena. Aunque le
sería imposible borrar de su mente el enorme sentimiento de tristeza que se
mezclaba con la impotencia, con el deseo de justicia, con su firme decisión de
no hacer pública aquella vergüenza. Lejos de deprimirse y demostrarse apocada,
esa imagen le daba ánimos para seguir su vida. Ante todo, se aseguró de que su
salud no estaba comprometida, milagrosamente estaba sana. La voluntad y el
esfuerzo la centraron para mejorar en sus estudios, licenciándose en
enfermería, siguiendo los pasos de su madre. Y, además, en optimizar las marcas
de atletismo. Aprendió a tomar recaudos y cuidarse de aquellos que la habían
atacado. Solían verse de lejos, siempre liderados por el más fuerte, quien
ahora se consideraba más líder que antes; había progresado… Ya era un violador
profesional. Pero para ella el temor era latente, inolvidable y padecía serios
trastornos emocionales.
Entre tanto, Gladys, su madre, falleció a causa de una
neumonía, y Morena pasó a cubrir su cargo laboral en el servicio de asistencias
médicas de urgencia.
Fue así como una noche, esos muchachos organizaron una
fiesta en una casa cercana del barrio en la cual solían encontrarse. Drogas y
alcohol por doquier. El descontrol crecía como una bola de nieve cayendo desde
la cima. Pese al alto volumen de la música y el bullicio incoherente de los
jóvenes, de repente comenzaron a oírse otros gritos:
- ¡Incendio, fuego! ¡Nos quemaremos vivos! ¡Bomberos!
¡Llamen a los bomberos!
Aunque el auxilio llegó rápidamente, la mayoría no logró
escapar de las llamas. Los médicos de las ambulancias llevaban a los heridos a
los hospitales. Cuando Morena logró acercarse junto a otros enfermeros,
ayudaban a los que iban saliendo auxiliados por los bomberos. Sorpresivamente
se encontró con el líder de la patota que la había agredido… Su cuerpo estaba
casi todo quemado, lloraba y gritaba enloquecido por el dolor. Morena actuaba
en su condición de enfermera al tiempo que una extraña sensación la invadía. En
un instante, bajo la dificultad respiratoria, él la tomó del brazo pidiendo que
lo salvara, expresándose con la mirada y un tono de absoluta soberbia.
Espontáneamente Morena estalló de indignación…
¿Te acordás de mí, hijo de puta?
¿Te acordás cómo me quemaste la vida? -Le preguntó ella, con el tono de
satisfacción que otorga la venganza ante el propio dolor perpetuo.
El agonizante hombre la
escuchaba, al mismo tiempo que su mirada se congelaba… por efecto del paro
cardiorrespiratorio.
Había muerto llevándose su dominante
irreflexión, nunca llegó a saber de la afección mental que lo había arrastrado
a cometer aquel hecho, lo mismo que les sucede a todos quienes se inician
drogándose.
En esta ocasión, intervinieron
los bomberos, varios médicos y la brigada de narcóticos de la policía. Aquel
incendio fatal, paradójicamente resultó ser un alivio para la castigada
vecindad, que a diario soportaba el desorden, los robos, violaciones y
homicidios, consecuencias del gran flagelo de las drogas y el alcohol. Los
excesos de estos adolescentes fueron muchos, con los resultados a la vista.
Hubo varios muertos y a los restantes quizás les espere un tratamiento especial
en el Instituto del Quemado, además de una rehabilitación social, casi siempre
inútil por el alto daño cerebral que ya cargan encima. Pero esto no se termina,
los adictos crecen, nacen día a día y cada vez a edades más tempranas. La
reclusión en la cárcel para los responsables es una utopía, porque no hay quien
condene a quienes ostentan el poder político y mucho menos a los que viven del
narcotráfico y de la corrupción. Morena no está sola… víctima es toda la
sociedad y los adictos son el espejo de una realidad… en la que todos estamos
inmersos.
Autor: © Edgardo
González - Buenos Aires, República Argentina.
“Cuando la pluma se agita en manos de un escritor, siempre
se remueve algún polvillo de su alma”.
E-Mail: gredgardus@gmail.com