El chico de mi amigo

Por: Saúl Orea.

Cuando uno ya está próximo a alcanzar sus primeros tres cuartos de siglo sobre la tierra, tiene elementos de juicio para aceptar o rechazar la sentencia

de que cualquier tiempo pasado fue mejor.

Resulta, que el chico de mi amigo, cumpliendo como bueno, este pasado mes de junio aprobó todo el curso. Para premiar el esfuerzo del muchacho el padre

, decidió, como quien dice, autoregalarse una incubadora. Al conjuro de esta palabra, a uno que la pérfida memoria le trae a su capricho a la mente los sucesos

grandes y pequeños vividos en tiempos idos, en esta ocasión me trajo al recuerdo los veranos de la infancia, cuando los padres, por aquello de que los

niños cambien de aires, nos llevaban al pueblo donde ellos habían nacido y donde se conservaba casi toda la familia, menos el abuelo Patricio que murió

sin haber tenido paciencia para esperar a conocerme.

Evocar el portal de la abuela con la puerta del cocedor como llamaban aquellas buenas gentes al lagar donde pisaban la una con los grande toneles en el

que se recogía el mosto del que, debidamente fermentado saldría el rico vino de la comarca manchega. A mis oídos de viejo vuelve uno de los más hogareños

sonidos que recuerda: el paso sosegado y cloqueante de la llueca seguida de una larga parva de polluelos que siguen a la madre en correcta formación rara

vez alterada por alguno de los más díscolos, pero vueltos rápidamente a la disciplina materna.

Este conjunto de sonidos traen a la memoria aquellos tiempos idílicos de la lejana infancia y trae al recuerdo de las tardes veraniegas cuando las mujeres

de la casa sentábanse a la puerta armadas de una enorme palangana y peines y lendreras para asearse antes de la caída de la tarde , como solían decir, para

que las viera el pastor que no tardaría mucho en recogerse. Recuerdo con dudoso gusto el olor de la polvareda que formaban el rebaño y el ruido de las

galeras que regresaban al pueblo rebosantes de mies sobre la que descansaban los segadores que volvían al villar después de la ruda faena de la siega.

Andaba yo engolfado en aquellas remotas imágenes auditivas porque para entonces yo ya había perdido la vista, pero aún hoy transcurridos más de sesenta

largos años, me resuena en el oído del alma y me mueve a comentar la idílica audición del reposado caminar de la llueca y sus polluelos me disponía yo a

evocar aquellos lejanos tiempos y dejándome llevar por tan bucólicas remembranzas, estaba yo dispuesto a recordar los antañones sonidos que se grabaron

en mi infantil mente de manera indeleble, el tañer de las campanas de la iglesia oídas en la lejanía, el monocorde chirriar de las cigarras, el blando

sisear del trillo que va separando el grano de la paja y en fin cuantas sensaciones quedaran en mi más distante memoria, cuando mi amigo frenando en seco

mis nostalgias, me trajo a la realidad diciéndome que esos espectáculos que tanto me emocionaban, estaban ya desaparecidos para siempre desde que las incubadoras

han sustituido a la madre dando su calor a los polluelos que acaban de romper el cascarón. La calidez de la madre sudando sobre sus polluelos ha sido

reemplazada por un foco eléctrico que regula la temperatura y la humedad ambiente conveniente a los fines industriales de fomentar el rápido crecimiento

de las aves; para suplantar el amoroso trabajo de la madre en procura de alimento para su pollada, se ha arbitrado un dosificador de temperatura, humedad

y alimento suficiente para que un pollo en pocos meses esté ya listo para servir de alimento a los seres humanos, de modo que el premio del chico de mi

amigo, a un tiempo me retrotrajo a mi infancia y me hundió en la amarga decepción de ver que algo tan típico y tópico como el amor materno de la gallina

clueca a desaparecido en la borágine del progreso que de tan diversas maneras, nos procura carne, pero nos roba el tierno espectáculo del amor materno.

saulorea@ono.com

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