“cartuchera
punzonera”
¿Un título
curioso? ¿El símbolo de una lucha? ¿Un sueño que demora demasiado en cumplirse?
Todo eso y mucho más que eso, algo que acaso nunca me sea totalmente develado.
Desde muy
pequeña tuve un punzón; perderlo hubiera sido realmente un drama. Claro, no era
fácil sustituirlo. Las librerías vendían lápices, pero no vendían punzones. Mi
soñada maleta escolar pesaba mucho, mucho, pero porque era pesada y no por lo
que contenía: algunas hojas de papel, el estuche con la pizarra y, desde luego,
el inalterable punzón. No me recuerdo rompiendo una hoja; escribía prolijito
para no gastar tanto papel. Es decir: me acostumbré a no hacer borradores. Tal
vez por eso siempre temí tanto cometer algún error: cualquier error parecía
irreparable y podía faltar el simbólico papel que no me permitiera enmendarlo.
Por fortuna
la vida me ofreció tantos desafíos que no pude dejar de equivocarme y cometí
tantos errores que forzosamente tuve que aprender a “escribir en borrador”, lo
cual significó que tuve que aprender a pedir perdón y, bastante más difícil, a
perdonarme a mí misma.
Dos hitos
existenciales hicieron que deseara para todo niño la libertad de elección, la
posibilidad de cometer equivocaciones y la capacidad de enmendarlas.
Naturalmente
tengo que reconocer que no es tan sencillo reponer un punzón como reponer un
lápiz, pero, no es imposible. La despedida des cotidiana de los papis solía ser
junto al beso: tené cuidado, no vayas a perder el punzón. Aparecía
inevitablemente el gato salvaje que llevo dentro: ¿por qué no puede perderlo?
Porque cuesta conseguir otro, porque es un o una descuidado o descuidada. Porque…
Se esgrimían los más extraños motivos. Y el gato salvaje rugía otra vez: tenés
otros hijos ¿no? O ¿vos nunca perdiste un lápiz? Y en ese punto aparecía la
verdad que se ocultaba tras el pobrecito punzón: sí, pero yo veo y puedo
conseguir un lápiz en cualquier momento. De nuevo el gato: claro, como él o
ella (¿Qué más daba?) no ve, tiene que ser responsable, cuidadoso o cuidadosa,
además de no ver no puede tener un descuido ¿verdad que no? Tiene que ser
prolijito y bueno. Digo, tiene que ser bueno para que le perdonemos ese no ver
que a nadie le exigirá tanta fortaleza como a él mismo. No es que no haya que
formar hábitos de orden en la infancia: no, desde luego que no. Pero estoy
convencida de que una infancia vivida con liviandad, una infancia donde la
ceguera pueda ser olvidada en algunas circunstancias, forja adultos más
felices. No siempre es bueno, no siempre es conveniente olvidar la falta de
vista, porque ese olvido genera riesgos, eso es una verdad apodíctica. Sin
embargo, ese olvido permite que la criatura juegue con más libertad y permite
algo fundamental: que esa libertad le dé soltura y evite la rigidez en su
cuerpo y en su comportamiento futuro.
Hay algo más:
¿recuerdan la maleta pesada y vacía? ¿Recuerdan que mencioné dos hitos
existenciales a los que no me referí? Pues bien. Ambas cosas se relacionan
íntimamente. Esos dos hitos que me cambiaron haciendo nacer el gato salvaje y
un corazón mucho más tierno en mí, son la maternidad y la docencia.
Integramos, o
incluimos, como se prefiera (ya no me queda tiempo para esas discusiones
bizantinas) a los chicos ciegos en la escuela común (o regular) tenemos en
cuenta muchas situaciones, prevemos muchas circunstancias, pero no tenemos en
cuenta llenar el alma de nuestro chico de ilusión. Cuando iba con mi esposo a
comprar el material para la escuela de nuestros hijos, ese de la lista larga,
empecé a pensar en que los papás de un chiquito ciego no lo hacen; claro, no
hay donde hacerlo. Pero ¿no es posible inventar algo? Y sí, ya lo habrán
adivinado: aquí es donde aparece la cartuchera punzonera. Una cartuchera igual
a la de los otros chicos, una de esas cartucheras con elastiquitos: punzones de
distinto modelo y, como no son tantos, se puede agregar uno chatito que no
sirva para escribir sino para… ¡quién lo hubiera dicho! Para borrar. ¿Y qué
más? Papel glasé, un papel que no cambiará de color para nuestro peque, pero
que podrá ir acompañado de trocitos de papel corrugado, de papel de lija, y
vaya uno a saber de papeles de cuantas texturas más. Y eso sí que puede
conseguirse; puede ir mamá o papá con ese peque motivado por la ilusión de ir a
la escuela, a juntar papelitos por ahí; y no solo papelitos: también podrán
buscarse pedacitos de bratina y/o de tela…. En la breve experiencia que hice
como maestra de integración, tuve la alegría de observar como las compañeritas
de mi alumna (Ornella), llamaban a su portafolio “mundo insólito”. El
portafolio de Ornella fue designado con el mismo nombre con el que mis alumnos
de la escuela especial designaban el mío ¿y saben por qué? Porque allí llegó a
haber hasta un pelo de cola de elefante.
No ignoro que
esto, me refiero a esta comunicación, es un portafolios demasiado desordenado,
pero, créanme, por favor: tiene este desorden consecuencias pedagógicas y, lo
que es más decisivo aún, con los años he ido comprendiendo que si no buscamos
analogías, modos de decir las mismas cosas con un rico repertorio de medios,
que si no encontramos posibilidades de incluir a los niños por el camino del
juego y de la alegría, la preconizada inclusión será en su vida adulta poco más
que un eufemismo.
En estos
momentos, presido una biblioteca en la que si les regalamos un cuento a papás
ciegos, les explicamos los dibujos y les enumeramos sus colores para que puedan
responderle a su maravilloso lector; buscamos premezclas en los supermercados y
las rotulamos en Braille y (copiando una sección de la revista “cara a cara” de
Uruguay que se llamaba “propaganda sin propaganda”), transcribimos el modo de
preparar esa premezcla. Acompañaremos a Wendy en su inicio escolar con: una
cartuchera punzonera y varios cuentos que han sido especialmente transcriptos
para ella. Y sí, también es posible ser abuela desde la profesión que se
eligió: al fin y al cabo el término abuseño (apócope del formalísimo “abuela
señorita)” es una contribución al lenguaje inclusivo. Una vez más, como casi
siempre, les pido disculpas por mi desborde. Todos conocemos el refrán que
reza: “el zorro pierde el pelo, pero no pierde las mañas”. Junto con este
revoltijo hay un verdadero deseo de que los chicos ciegos sean chicos más
alegres, porque sé que serán adultos más felices. Agradezco la presencia de
este medio, digo, de la revista “Esperanza”, por ser, estoy casi segura, el
único medio en el que es posible publicar amorosos textos como este.
Autora: Lic.
Margarita Vadell. Mendoza, Argentina.