Carta a un tren.
Querido Tren: De entre la niebla de una larga
espera emerge la ilusión de que hasta ti va A llegar esta torpe misiva. He pensado
que podría localizar tu cadáver entre las reliquias de un museo
pero se alzó la voz de quien fue testigo de mil reacciones humanas: “No lo
intentes. El brillo del valor se apaga a menudo entre las sombras de la
sencillez”. ¡Necia idea que fue capaz de hacerme soñar con que alguien pudiera
tener un pensamiento tan justo! Pero me resisto a creer que no quede de ti más
que un amasijo de hierros fundidos. Estoy segura de que
si los hombres te han negado los merecidos muros de un museo, las hadas te habrán
premiado con la tibia paz de un cielo: tú eras un tren con alma, y las almas,
cuando han servido, no pueden morir. Sé que encontraré una paloma que
remontando el horizonte de la nada pueda entregarte este manojo de pensamientos
que son, simplemente, un ruego.
¿Te
acuerdas de nosotros, viejo tren? Tus amigos no te olvidamos. Desde que tú te
fuiste no hemos visto más trenes.
Amaneció un nevado día de San Silvestre, pero
corrí a un quiosco para comprar la prensa como cada mañana. Hojeando las
páginas de un periódico local me topé con una noticia que prendió mi atención.
“El tren correo… procedente de… con destino a… que durante equis años ha pasado
por… hará hoy su último recorrido. Desde mañana entrará en servicio una extensa
red de autocares. Por carretera quedarán comunicados los mismos destinos pero con mejor confort y más rapidez. En el breve
espacio de equis años va a ser rehabilitada la red de ferrocarril y de nuevo un
tren más actual realizará el mismo trayecto”. Las letras menudas parecían
esconderse con timidez en el envés de la vistosa imagen de un tren pintado. Era
un gran tren y muy lujoso. Con un par de alas abiertas alardeaba de la enorme
velocidad que era capaz de alcanzar. Muy atrás dejaba otro tren tan entrado en
años como tú. Con las ventanillas de par en par exhibía sus salas de lectura,
de televisión, de té… y otras lindezas como jóvenes azafatas que con una
sonrisa y claveles daban la bienvenida a los pasajeros. ¿Quién habría sido
capaz de protestar ante tan magnífica promesa? La noticia venía enmarcada por
enormes anuncios de cotillones tentadores de fin de año
pero cerré el periódico ajena a tales ofertas porque un sentimiento de gratitud
me había comprometido a pasar la noche contigo.
El manto negro que desplegó la noche no
venció la luz de los racimos de bombillas de colores que vestían de fiesta la
ciudad. Caminé entre un río de gente pero ¡qué
decepción!, todos corrían bulliciosos y con dirección opuesta a la mía. Entré
en la estación y por primera vez toda la estancia fue mía.
—¡Querido
tren! ¿Nadie viene a decirte adiós?
Tu silbido, desde lejos, se lamentó.
—Cada noche de San Silvestre he albergado en
esa sala de espera a seres sin hogar y silbé contento para que en sus
solitarios corazones bailara la danza de la esperanza; hoy, para morir, me
dejan solo.
Se
abrió una ventanilla y con unas monedas en la mano solicité un billete como
quien cumple con un ritual.
—¡Querido tren! ¿Cómo sigues siendo tan
barato?
Tu
silbido, aproximándose, me explicó:
—Vine para servir a todos y me fue preciso
ser asequible a todos los bolsillos. Hoy me ordenan marcharme porque piensan
que todos son ricos.
Esperé
en el andén. El reloj de la estación marcaba la misma hora que la que estaba
impresa en mi billete pero te demorabas.
—¡Querido tren! ¿Tampoco hoy vas a ser
puntual?
Tu
silbido, entrando en la estación, comentó:
—Se han empeñado en ponerme topes al tiempo
con ese alocado invento que llaman reloj. Olvidan que nací para ser leal y
cortés. Esto lleva más tiempo de lo que ellos establecen. He burlado normas
para no poner vidas en peligro y visitar todas las estaciones. Hoy,
desprestigiado, me retiran en el desván.
¡Ay!,
querido tren. Con crónica pereza y reciente tristeza al fin llegaste a la cita.
Tus puertas fueron brazos extendidos pero sólo yo me
dejé abrazar. De tu paisaje se esfumaron los más entrañables matices. Ni
maletas a empujones, ni cestas con frutas, ni bolsas con la merienda, ni besos
en el andén, ni adioses desde las ventanillas, ni saludos en los departamentos
ni un “¿adónde va?” o “¿de dónde viene?” Sólo una voz opaca que anunció: “El
tren correo… procedente de… con destino a… que está situado en el andén tal…
vía cual… efectuará su salida dentro de cinco minutos“.
Sitiada por un círculo de silencio y
sorprendida del pueril motivo que me ponía en viaje pensé apearme, pero tu
silbido, mezclado con el chirriar de unas lágrimas, me pidió:
—¡Ven!
Tengo que descargar recuerdos de mis vagones para subir ligero la última
cuesta.
Sonó
la campanilla y se estremeció la hilera de vagones. Bajo mis pies crujieron tus
huesos. Mecida por el traqueteo oí la cantinela cansada de tu locomotora:
—Cambié el ritmo del mundo. En los mercados
se vendieron burros y carros. Fue un éxito el traslado a lomos de mis vagones.
Fui paraguas para la lluvia, sombrero para el sol, manta para el frío. Para
quienes venían conmigo, regalaba las bellezas del paisaje, y para quienes me
veían pasar, compañía con mi traquetear. Sin agobios llevé mis alforjas
repletas de cestos de gallinas, sacos de trigo, pellejos de aceite, telas,
lanas y cartas con noticias de todos los colores. Reí con unos estudiantes y
lloré con otros, sala de fiestas fui para brindar por algún fin de carrera,
mercado fui para comprar y vender ganado; el trato se firmaba con un apretón de
manos y conmigo de notario. Latí a golpe de amor enlazando dos pensamientos y
de desamor desuniendo dos sentimientos, sentí el alivio de quien regresaba del
hospital curado y la agonía de quien tenía prisa por morir en casa, recité
rosarios con curas viejos y jugué con niños traviesos, en amenas tertulias hice
compartir el pan y el vino del viaje, dormí con una pareja de guardias mientras
un pícaro sin pasaje se ocultaba del revisor entre los pliegues de mis vagones,
de anécdotas soy un archivo: de cuarteles, de fiestas, de fábricas… pero no
tengo tiempo para relatarlas. Mi gran pena fue la de aquella época de guerra y,
a pesar de que han pasado muchos años, moriré sin entender nada de lo que vi.
Sólo sé que cargué con sangre, miseria, miedo, hambre… Me contaron que se
mataban por ideas opuestas y no acabó la tragedia hasta que no traje a unos
cantando y llevé a otros llorando pero me chocó que
todos viajaban destrozados. Ni un día falté a mi trabajo
aunque todos mis hierros temblaban de pánico y me sangraban las heridas que me
propinaban las balas de unos y las de otros. Y mi gran alegría fue la de una
joven que con mi ayuda dio el primer paso a lo que fue una hermosa revolución.
Nadie sabe qué fatigas pasamos hasta aquel día que me dijo: “Mañana no me
esperes que mi ilusión ya es realidad”. Pero ¿qué me hace decir la embriaguez
de emociones? ¡Silencio! Esta cadena de vida ha de ser cerrada con el eslabón
de la discreción. ¡Adiós!
Tus
ruedas desgastadas siguieron la voz. “El tren procedente de…” Sin oír la frase,
con la emoción por equipaje, me apeé.
—¿No
te anima dar paso al progreso como el invierno se lo da al verano?
Te vi
entrar en el túnel del tiempo cargado de sentimientos mientras silbabas como un
eco: “¡Ay!, si viniera un tren como viene el verano…
Nació
el año nuevo pero sin autocares. Pasaron muchos San Silvestres pero sin traernos el tren. Ya no hay mercados
para comprar un burro y un carro. ¿Cómo regresaré? Instalada en el andén del
tiempo confío en que oigas mi mensaje.
—Vuelve, querido tren, para comunicarnos que,
más útil eres tú con tus achaques, que un magnífico tren estampado en las
páginas de un periódico local.
María Jesús Sánchez Oliva.
1988. Barcelona. Concurso Periodístico
“Relieves Braille”. Tercer Premio.
Autora: María
Jesús Sánchez Oliva. Salamanca, España