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Hola, Soy Jazmín Fernández y tengo 16 años. Soy escritora aficionada y tengo discapacidad visual.

Yo siempre estuve acostumbrada a contar las historias de personajes que conozco, pero jamás me había atrevido a escribir una biografía propia, no por lo que diga de mí, sino por los parámetros desconocidos que tiene mi vida y no sé cómo retratarlos, pero hoy trataré de escribir.

Yo nací prematura en Lima, en el hospital Guillermo Almenara. Mi madre siempre me contó que al ser prematura tuve que quedarme en la incubadora durante dos meses y eso era bastante tiempo.

Por razones del destino (o de las consecuencias de dichos procedimientos) la negligencia médica produjo desprendimiento de retina, y en cuestión de meses mi visión ya se había deteriorado por completo. Aunque no estuve sola, siempre fui la consentida de mi familia, especialmente de mi abuelita, quien fue la más accesible, supongo y la típica abuelita agradable y algo gruñona, pero feliz con su nieta. Además, tenía a mis tíos y por supuesto, a mis padres queridos. Mi mamá, una egresada de una buena universidad y mi papá, un trabajador de la industria mecánica.

Además, necesitaba terapia y estimulación temprana para mejorar algunos síndromes que, a causa del tiempo de la incubadora y la prematuridad adquirí. Hasta este punto mis padres no sabían a dónde llevarme para solventar estas necesidades.

Y, siendo sincera, aquí en Perú no hay la tecnología, la especialización adecuada o la atención a las personas con discapacidad, por lo que pedir ayuda a terceros estaba fuera de posibilidades.

Hasta que, de pronto, una luz de esperanza se abrió paso en el gran camino, plagado de obstáculos. Mi mamá siempre cuenta que cuando acudió al colegio San Francisco de Asís se quedó impresionada por su impoluta belleza: el hermoso jardín que lo decoraba, los salones bien estructurados y los colores vibrantes en las paredes para que los niños con baja visión los distinguieran, con rampas y camino podotáctil.

Al principio, no sabían si habría vacante para mí. Sin embargo, días después de la solicitud de la beca en el colegio especial, aprobé y fui aceptada. Y casi a los 6 meses de edad ya estaba recibiendo estimulación temprana.

Agradezco a aquella profesora que hacía desarrollar, de temprana edad mis sentidos restantes y las metodologías que utilizó.

La siguiente etapa (que fue como subir un escalón en la interminable escalera al éxito) el inicial fue increíble. Desde los dos años se vieron los progresos de tantas terapias físicas, como superar la displacia de cadera y caminar con soltura. Además de los progresos personales quedaron grabados los recuerdos.

 Recuerdo vívidamente cuando nos íbamos de excursión, cuando los paseos con militares terminaron en izar la bandera del Perú, cuando incluso policías llegaron a la escuela e hicieron un tour guiado deteniéndose en cada explicación. Recuerdo que esos tres años se realizaron muchísimos viajes y excursiones y los profesores, fuera cual fuera el lugar de destino, adaptaban todo para las distintas discapacidades.

Pero lo que me marcó a lo largo de aquella época fue el Nacimiento de mi hermana, Romina. Desde que supe que iba a ser mi hermanita creo que desarrollé ese instinto de hermana mayor, siendo aún pequeña. Y así poco a poco, terminé el inicial.

Terminé el inicial y empecé la primaria. El tiempo se me escapaba rápidamente y, aunque mi casa era alejada del centro de la ciudad y aún más del colegio, jamás nos rendimos. No nos rendimos cuando terminamos el inicial cansadas por la fiesta de promoción y el viaje duró una eternidad, o cuando, casi a inicios de la primaria mi profesora Se retiró, la misma que había creído en mí a pesar de su estricto carácter.

E incluso cuando ya estaba acostumbrada a recorrer esas largas distancias, a convivir con mis compañeros y me encantaban los paseos semanales, me dijeron que me «incluirían en un colegio regular». No sabía qué significaba eso y simplemente alcé la cabeza y dije con voz temblorosa: «entonces hagámoslo».

Así que a mis siete años egresé del colegio especial para ingresar a uno regular. No sabía cómo iba a superar el hecho de que ya no estaría nada adaptado, pues era a lo que estaba acostumbrada, pero después que…

La búsqueda de colegio fue un reto y con cada negativa, por sus «razones», a inicios de la época escolar no sabíamos a qué colegio asistiría. Los mejores de la zona nos habían rechazado cortésmente y no había más opciones.

Hasta que un ángel llamado «Julia», la hermana del colegio «Nuestra señora de la sabiduría», había observado mi entrevista con la psicóloga y había quedado encantada conmigo. Decía que tenía potencial y que solo tenían que darme una oportunidad; que lo intentara. Gracias a ella recibí un puesto en el colegio, con la directora y algunos profesores recelosos.

Aquel primer día recuerdo que ella se me acercó antes de entrar a la escuela y me dijo: «tú ya conoces el camino», pues ella me lo había explicado con pelos y señales. «Ahora ve con tu bastón», y así lo hice. Lo hice con los estudios, con las exposiciones, con los valores y con lo moral. Y hasta ahora continúo con sus consejos.

El tiempo fue pasando semana tras semana, meses enteros con todo en marcha y los profesores, alguna vez desdeñosos, se dieron cuenta de la capacidad de retención y memoria que poseía y empezaron a estimarme. Hasta que la primaria, tan familiar para mí, se terminó, como todas las cosas bonitas, y llegó un periodo desconocido.

En 2020 se suponía que la secundaria sería un reto a afrontar, que estaba preparada, pero una semana antes de empezar las clases declararon el estado de emergencia por la pandemia. A mis doce años ya sabía lo complicado y peligroso que era impartir clases así, pero quedé devastada, pues no sabía como estudiar sin la «presencialidad». Jamás había hecho clases virtuales y, aunque llevé clases de computación con una profesora especializada a finales de quinto grado, nadie me había preparado para esto.

Y, en cuanto ingresé a lo virtual sí que fue un reto porque, aunque sabía usar la computadora, el celular era otro problema.

Por cada problema provocado en la cuarentena aprendí muchísimas cosas. Estudié algo de tecnología, edición de algunas aplicaciones, llevé un curso de inglés y extracurriculares del colegio.

Mi aprendizaje durante dos años fue esclarecedor y en uno de esos ciclos de aprendizaje, una compañera de clase de inglés, que también tenía discapacidad visual me invitó a su club de lectura. Al principio no me atreví porque no me había llamado la atención, pero ella me recomendó empezar con libros contemporáneos y gracias a eso me quedé encantada de las historias y la trama.

A medida que el tiempo pasaba y seguía encerrada junto a mis padres y a una Romina aún pequeña, pero madurando poco a poco, estaba preocupada por mis otros familiares y la enfermedad que se extendía lentamente.

A finales de 2021 ocurrieron distintos hechos, uno tras otro, que provocaron que mi abuelita falleciera por covid. La misma abuelita que me había ayudado a decir todo lo que pienso, la que me había inspirado para muchas historias en mi imaginación y una de mis figuras maternas, ya no estaba conmigo.

Pero el tiempo continuó pasando, el dolor siguió existiendo y aunque aún sordo, tenía una manera para desfogarme: escribir historias sobre relatos de cuarentena, relatos que se me ocurrían y expresar la creatividad que durante tanto tiempo había guardado.

El 2022 estuve alternando la escritura con el deporte, una oportunidad que sin aviso se presentó en mi vida (goalball) un deporte adaptado para personas con discapacidad. Tal vez, salir y conocer a más personas como yo y ejercitarme, fueron impulso para querer seguir escribiendo sobre casos reales, pues a eso es a lo que me dedico.

A cada país al que como selección hemos ido y cada anécdota graciosa o triste las he redactado en los pequeños cuentos que hago, para inspirarme de ellos, de sus historias y de lo espontáneos que podemos ser.

Además, ahora estoy llevando algunos cursos de escritura que dejan relucir mi pluma más de lo que me gustaría admitir y no solo eso, siento que he subido muchos escalones en dicha escalera dorada. Estoy yendo a Cercil, «el centro de rehabilitación para ciegos de Lima», y aprendiendo matemática adaptada, también para llevar cursos de edición en computación e incluso gané una beca de inglés implementada para personas con discapacidad visual y la primera en Perú, con la ayuda de una matemática que hace un par de años conocí en la excursión anual a la feria del libro: mi feria favorita.

Y, precisamente, es la señorita Abigaíl a la que le debo muchísimas cosas, porque gracias a ella estoy redactando esto, estoy dando a conocer mis escrituras y aunque sé que hay muchísimo más por recorrer, me siento encaminada y que el proceso es menos tedioso con todos los ángeles que me rodean.

Gracias por creer en mí.

 

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