Bastoneando por la vida
Salgo de mi casa como suelo hacerlo cada mañana, y ya conozco la calle por la que he de caminar hasta llegar al paradero del bus, pues por ella transito
todos los días. El viento que a esa hora refresca, sopla en forma calmada, dando la impresión de no querer soplar o no querer despeinarme. Pero las hojas
de otoño corren por el suelo igual como si el soplido de ese viento fuese intenso y al deslizarse producen un ruido que para mí simboliza el sonido de
la partida de nuestros años.
Mi paso por aquella vereda que ya se ha familiarizado conmigo de una u otra forma es lento no por cansancio sino por precaución, porque yo no sé en qué
momento me voy a dar con alguna rama que sobresale y que los jardineros no se han preocupado de cortar, y no deseo montar en esa cólera que a veces siento
cuando voy entonando quizás una canción mentalmente y de pronto me golpeo. No quiero sentir rabia ni tengo ganas de renegar, como lo hice en aquella ocasión
en la que me robaron los lentes a plena luz del día en el cruce de dos avenidas céntricas porque me hace daño, y por eso camino atento, usando los sentidos
que me quedan, lento, más lento que los demás, y que el tiempo el cual no me espera y con las hojas secas se va.
Y me esquivan:
Llego a una de esas esquinas por las que siempre doblo, y de pronto siento que un grupo de personas se quedan paralizadas sin saber cómo actuar ante mi
presencia. Yo trato de hablarles para que se den cuenta que no soy distinto a ellos; pero, se ponen nerviosos sin saber qué responderme ni qué decir, y
tan pronto como pueden me esquivan, arriman a sus criaturas para que no les vaya a dar un bastonazo, dejándome con mi paso, con mi propia velocidad, con
mi propio tiempo, sin yo poder esquivar los carros mal estacionados, postes, puertas levadizas, huecos, todos los cuales parecieran deleitarse esperándome
para ver cómo me golpeo, mientras el resto ya se hizo a un lado y me dejó atrás, sin detenerse un solo instante a pensar. Son varias las ocasiones en las
que me ocurre lo mismo. Me pongo a buscar alguna razón que pudiese explicar el miedo que a veces me tienen, y por un instante creo encontrar hasta dos:
La primera estaría relacionada con la falta de conocimiento que hay por parte de la comunidad acerca de las personas ciegas, como de la forma en que estas
tienen de movilizarse, y el motivo por el cual usan un bastón. Y la segunda, tendría que ver con algo que nosotros mismos tenemos que reconocer y tomar
muy en cuenta; entre las personas ciegas también las hay aquellas que no han sido rehabilitadas convenientemente, y en consecuencia no usan bien el bastón,
o incluso en vez de bastón podrían estar utilizando un palo con el cual andan golpeando sin el más mínimo criterio técnico. Al respecto me viene a la mente
una frase que alguna vez escuché acerca de alguien que no conocía sobre un tema x y hablaba como si estuviera andando a tientas: "Ese tipo va dando palos
de ciego".
En el mundo, casi todo es visual. Es viendo, que la gente aprende cómo se debe sentar uno a la mesa, cómo se come, cómo se gesticula, cómo se camina sin
levantar las puntas de los zapatos, cómo se orienta la cara para no ir mirando hacia arriba, cómo se hacen muchas cosas más, y cómo es que hay muchas otras
cosas como muecas, gestos, movimientos, que no se deben hacer porque no se ven normales. La vista es un medio social de aprendizaje que opera en una forma
espontánea, natural, progresiva, desde la cuna, contando para ello con la madre como nuestra primera maestra en todo un conjunto de materias que ni ella
sospecha estarnos enseñando; y de esto se desprenden dos cuestiones: Un entendible desconcierto en la gente que siempre ha visto frente a una persona ciega.
Y lo relevante de la importancia así como lo imperioso de la rehabilitación de las personas que no ven en medio de un mundo esencialmente visual, en el
cual el común de la gente deduce que la única forma de vivir sería viendo.
Un mañanero encuentro con la discriminación:
Ya he volteado la esquina, y he llegado al paradero del ómnibus que me ha de trasladar a la biblioteca cibernética, desde la cual me voy a sumergir en el
mundo del conocimiento pues necesito información para realizar un trabajo sociológico; y para ello, felizmente cuento con Doña Tecnología, y su hija la
joven Jaws que me lee, y me lee, con una vocecita de metálica mujer que ya se me está haciendo dulce y que no tose ni se atora, ni pide agua como lo hacían
algunas de las antiguas voluntarias de lectura con justa razón. Es increíble las puertas que nos abren aquella señorita y su hermano el Home Page Reader,
permitiéndonos pasear por los pasillos y vericuetos de bibliotecas a las cuales hace solo unos años quienes no vemos no hubiésemos podido acceder. Al hablar
de doña Tecnología, no me olvido del viejo Braille quien no solo cumplió una función irremplazable en su momento histórico, sino que hasta hoy conserva
un lugar no tanto romántico sino más bien latente en campos bien concretos como el referido al aprendizaje de idiomas. Para aprender a escribir en inglés
adecuadamente no hay mejor cosa de acuerdo a mi experiencia que hacerlo en Braille. Volviendo al paradero se me aproxima una persona muy modesta, que barre
las calles de la zona en la que vivo, ofreciéndome su ayuda: "Yo le aviso cuando el ómnibus venga".
El ómnibus se acerca, y la persona que está a mi lado le hace señas para que se detenga; el chofer baja la velocidad, pero cuando ve que soy yo el que va
a subir vuelve a emprender su marcha, repitiéndose una vez más lo que varias veces me ha pasado, provocándome una tremenda cólera, que la modesta barrendera
trata de calmar: "Así son pues; no les importa. Pero, quédese tranquilo que vamos a seguir esperando hasta que otro quiera parar". Yo pregunto con rabia
por qué el maldito ese se ha seguido de largo, y supongo que aquella modesta mujer no va a saber darme una respuesta coherente, lúcida, convincente, como
las que los teóricos estamos convencidos que damos; pero supongo mal, porque de pronto y para mi mayor sorpresa, esa persona inculta, que lamentablemente
nunca irá a la universidad, porque a lo mejor jamás pisó una escuela primaria, me da toda una explicación en pocas palabras no siempre bien articuladas
en su acento provinciano, sin rodeos ni eufemismos: "Es que como usted no ves, él piensa que no vas pagarle so pasaje".
Llega otro ómnibus y yo me voy en él; pero, no dejo de seguir pensando acerca de lo que esa señorita me ha dicho, porque efectivamente en el cerebro de
mucha gente la idea de que todos los ciegos somos pobres está muy arraigada, debido a que en efecto la gran mayoría lo son, y eso da pie a la forma en
que se nos toma en cuenta en campos específicos como el del comercio de bienes y servicios. Para no generalizar, porque no sería justo, yo diría que en
este campo hay quienes nos ven a nosotros como usuarios o consumidores de una segunda categoría. Hace un tiempo, conversaba sobre esto con un amigo quien
me contó: "El otro día estuvimos por tu barrio, y quisimos entrar a un restaurante que está a unas cinco cuadras de tu casa; pero, cuando vieron que éramos
tres ciegos simplemente nos pararon en la puerta y nos impidieron entrar".
Una pequeña gran satisfacción:
Al parecer, en medio de la discapacidad todo sería frustración y amargura y efectivamente a veces se tiene esa sensación, sobretodo, cuando se pasa por
circunstancias adversas, complicadas, en las que por ejemplo, uno se golpea o se tropieza y cae en el momento menos esperado. Recuerdo que en una oportunidad
me pasó algo así, y en mí sentí una furia tal que me propuse escribir todo un libro que lo iba a titular "La maldita ceguera". Sin embargo, no llegué a
escribir tal libro porque sopesando bien las cosas, resulta que no todo es negativo.
Hay momentos en la vida en las que al menos yo tengo pequeñísimas grandes satisfacciones, que se dan especialmente cuando siento que soy útil y tengo algo
que dar a los demás. Algunas veces en ese bus que me traslada encuentro gente que no conoce la ciudad y no sabe en que paradero bajarse para ir a tal o
cual sitio, y eso me da la oportunidad de indicarles donde deben hacerlo. La gente me agradece, pero no sabe en el fondo que el agradecido soy yo por la
oportunidad que me dan. Eso me alegra mucho más de lo que me podrían alegrar los halagos de los que dicen: "que bien, mira como anda sólo con su bastoncito
y como conoce por donde va; seguro que tiene un sexto sentido".
El hecho de serle útil a los demás, me permite de paso elevar mi propia autoestima. Desgraciadamente, factores tales como la discriminación y hasta los
malos tratos que de vez en cuando se reciben, van menguando la aceptación de uno por uno mismo; y, quiérase o no, eso impide que la autoestima se mantenga
en alto, lo cual pone sobre el tapete la importancia que tiene la asistencia psicológica que las personas discapacitadas requerimos constantemente aunque
algunos de nosotros digamos lo contrario. Esto último es digno de tenerse muy presente si lo que en verdad queremos es una integración real entre personas
de los diversos grupos sociales.
Circunstancias inolvidables:
Ya sea a lo largo del trayecto, o en cualquier momento del día, se me pueden presentar, y de hecho se me presentan, situaciones que al comienzo parecen
negras, pero que de pronto cambian de color hasta volverse blancas, alcanzando con ello una magnitud y un significado muy peculiar. Un instante de fastidio
bien puede dejarle su lugar a otro de placer. Así por ejemplo, me sucede que estoy en una zona que nunca antes he visitado, o en una reunión en la cual
no conozco a nadie, y me siento más perdido que Adán en el día de la madre (antes de la creación de Eva) y hasta creo que voy a perder la paciencia. Pero,
cuando estoy a punto de ya no saber qué hacer, aparece alguien amable que me da una mano, me orienta, me presenta a las personas que allí están, y a lo
mejor termina entablando una entretenida conversación conmigo, haciéndome sentir muy distinto quizás sin habérselo propuesto.
Las ocasiones en las que he pasado por circunstancias de ese tipo no han sido pocas, como tampoco lo han sido aquellos momentos de incertidumbre, mortificación,
incomodidad, que luego se han tornado en situaciones incluso de alegría que se han convertido para mí en inolvidables, porque curiosamente ha sido en ellas
en las que he tenido la oportunidad de conocer a personas que luego se han ganado el más grande de mis aprecios, pasando a ser mis mejores amigos. Tal
es el caso de Sonia, quien alguna vez al verme solo se me acercó, dejándome grabada con ese gesto una huella que de mí jamás se borrará.
Quizás, cuando uno no tiene ninguna discapacidad es muy fácil hacer amigos que van, vienen, corren, saltan, bailan, suben y bajan; pero, a lo mejor también
es fácil perderlos, porque lo que fácil viene fácil también se va en un mundo que gira y gira como dice el tango. En cambio, cuando uno está discapacitado,
hacer amigos es difícil, y de repente es por eso que los amigos que en tales circunstancias uno encuentra son de verdad. Digo esto, porque yo lo he comprobado
a lo largo de mi vida y es por eso que a mis amigos los considero mis tesoros.
¿Mi hermana o mi esposa?
No hay duda que la vida está llena de anécdotas que ocurren en todo momento y en todo lugar. Entre todas ellas algunas me son insignificantes, pero otras
me dicen mucho y me dan qué pensar sobretodo cuando me muestran la forma en que la gente piensa acerca de las personas que tenemos alguna discapacidad.
Yo suelo salir con mi esposa a diferentes lugares como es habitual que una pareja lo haga. Algunas veces vamos al restaurante y porque no también a un cine
o a escuchar música en vivo, más aún cuando toca nuestro hijo que ya tiene quince años. La gente del barrio nos ve pasar caminando por los alrededores
y nos saludan amablemente. Sin embargo, he notado que en varias oportunidades me han preguntado: "¿Cómo está la señorita que lo acompaña? ¿Es su amiga,
no?". Yo solamente les digo que no para ver cual va a ser su siguiente pregunta y ellos agregan: "¿Qué, es su hermanita?" Entonces yo les digo que es mi
esposa y ellos exclaman: "¿Qué, usted es casado?".
Ello me hace pensar que mucha gente no concibe como algo posible el hecho de que una persona ciega pueda haberse casado, tener hijos, y hacer una vida matrimonial
la cual ciertamente tiene sus bemoles pero que no por eso deja de ser normal. Esto tendría que ver con la pobre imagen que se tiene de las personas discapacitadas
debido a las escasísimas oportunidades que tenemos para realizarnos como personas e integr
arnos a plenitud en la vida socio-económica. Es triste decirlo pero aún hoy hay gente que piensa acerca de los ciegos de la misma forma en que se pensaba
hace miles de años atrás. Nos tienen una lástima que hace que la gente muchas veces pronuncie mi nombre usando el diminutivo: "Luchito" pese a que tengo
48 años de edad.
¡Y me creyeron mendigo!
Me pasó hace poco y me impactó tanto que me llevó a escribir un artículo que se publicó en un diario bajo el mismo título. Fue un domingo al atardecer.
A unas cuadras de mi casa, hay una parroquia a la cual yo suelo ir para escuchar misa con mi esposa y mi hijo, y no faltan las ocasiones en las que me pongo
a tocar la guitarra, apoyando así al coro de la iglesia. Mi hijo que es músico como yo, ejecuta instrumentos de percusión y participa en el grupo juvenil
de la parroquia con sus amigos los cuales están planificando organizar un grupo musical.
Aquel domingo, luego de la misa, mi esposa y yo salimos del templo y nos quedamos esperando a Álvaro, quien había ido a guardar los instrumentos del grupo
parroquial. Yo estaba vestido con la misma ropa que me pongo para ir a trabajar, solo me había sacado la corbata. Estaba con pantalón de vestir, camisa
y saco.
Sin embargo, y pese a que yo no tenía aspecto de mendigo, se me acercaron dos jóvenes y estiraron su mano para entregarme algunas monedas. Yo no me percaté
de lo que pasaba y solo me enteré de ello cuando mi esposa me lo contó cuando veníamos de regreso a casa.
Una vez más vuelve a ponerse sobre el tapete el tema de las ideas y las imágenes que mucha gente tiene incrustadas en el cerebro en cuanto a las personas
con discapacidad. Para algunas personas, el simple hecho de no ver y llevar un bastón es sinónimo de mendicidad, sin que importe como uno pudiese estar
vestido. Yo tengo la sensación que en algunos casos de nada sirve ponerse saco y corbata, eso no siempre garantiza que se nos va a dar un trato mejor o
distinto al que se nos da. Recuerdo que cuando era joven y estudiaba inglés un vigilante de la puerta del instituto me paró y me dijo: "¿Tú vienes a diario,
no? ¿Qué haces acá?". Al yo contestarle que era estudiante él replicó: "¡Pero como vas a estudiar si tú estás mal de la vista!" Yo no le hice caso y seguí
caminando como hasta hoy, pese a que sigo escuchando frases como aquellas y tantas otras que me cuestionan pero que no logran amilanarme, pues derrumbándome
nada conseguiría y por el contrario no haría más que contribuir a la imagen tan negativa que tienen aquellos que aquel domingo me vieron y me creyeron
mendigo.
Las vergüenzas que fui perdiendo
No me afecta el haber pasado por ese trance, pues varias veces me ocurrió, incluso en una ocasión alguien se molestó al ver que yo no quería recibirle.
Pero eso no es lo único que ya no me afecta. Desde que empecé mi proceso de rehabilitación a los quince años, la vida misma se encargó de enseñarme en
forma muy práctica y directa que había cosas que yo debía aprender a aceptar y de paso que habían vergüenzas que yo iba tener que ir perdiendo.
Hoy recuerdo que cuando empecé me avergonzaba el hecho de pedirle a alguien que me cruce la pista. Me chocaba el hecho de solo pensar que me iba a encontrar
con un familiar o amigo que me iba a ver bastoneando por la calle; no quería ni imaginarme lo que me pudiera decir. En mis fantasías me parecía escuchar
que me decían: "¿Por qué sales sólo con ese palo? ¿No tienes a alguien de tu casa que te acompañe?" Lo que sí una vez escuché más allá de mis fantasías
fue a una señora que me dijo: "Que falta de caridad, como ninguno de sus familiares se digna a llevarlo de la mano". Pero eso son sólo recuerdos de cosas
ya superadas y de vergüenzas que con el tiempo me he ido sacando de encima. Mi experiencia me dice que en el camino de la vida la timidez, la baja autoestima,
el hecho de andar pidiendo disculpas por cualquier cosa y sobre todo la vergüenza son obstáculos no tanto físicos sino psicológicos que impiden nuestro
paso hacia el logro de nuestros anhelos, que a veces nosotros mismos nos ponemos y que nadie más que nosotros va a apartar de la senda.
Una amiga mía me decía siempre que el mundo es de los audaces y yo creo luego de haber experimentado todo esto que la audacia debería ser la clave para
enfrentar las discapacidades que se presentan en todo momento, lugar y sin mirar a quien. Está en nuestras manos el no permitir que las discapacidades
nos aparten del mundo y que nuestra exclusión tenga como pretexto explicativo la desunión que pudiera haber entre nosotros. Esa desunión hasta ahora sí
que me avergüenza.
Mi esposa
Dejando de lado lo negativo que uno pudiese encontrar a lo largo de la vida quiero refugiarme por un instante en la atmósfera de mi hogar, al que yo he
convertido sin pensarlo en un laboratorio de permanente estudio tiflológico, y en medio de esa atmósfera deseo referirme a alguien que entre otras cosas
se ha convertido en una experta en la mencionada materia. Se trata de mi esposa, quien tranquilamente podría hacer toda una tesis doctoral sobre las implicancias
de la ceguera en la realidad cotidiana sin necesidad de ir a la universidad, pues no hay mejor maestra que la realidad misma. Definitivamente, como dice
el refrán: "Del dicho al hecho hay mucho trecho". Y quien mejor para comprobar aquello que mi esposa y en sí las esposas de todos aquellos discapacitados
quienes saben lo que son las cosas en la práctica antes que en la teoría en la que muchas veces los académicos solemos pasarnos horas de horas discutiendo
sobre si debemos usar este o aquel término.
Si hay una persona que al mismo tiempo de observar participa de mi andar por la vida, y hace de ese andar algo suyo, es ella. Su unión conmigo, la ha llevado
a hacer suyos mis anhelos, mis sueños, mis ansias, mis desvelos, mis inquietudes, mis preocupaciones, mis alegrías, mis penas, así como lo duro de mis
frustraciones y mis ganas de superar los obstáculos de mis discapacidades, frente a las cuales ella no me deja de alentar, y hasta me guapea cuando es
necesario.
No todo es suerte en esta vida. Pero, no hay duda que en esta vida el factor suerte sí cuenta, y en mi matrimonio yo soy testigo de ello, por lo cual a
Dios le doy gracias. Qué importante y cuán valioso resulta para una persona discapacitada el contar con alguien que sea capaz de integrarse a uno.
El matrimonio, siendo nada sencillo, bien podría ser la escuela elemental de eso que hoy se da en llamar (inclusión) y que tanto deseamos lograr. En dicha
institución, la gran diversidad se expresa en pequeño, poniendo de manifiesto sus múltiples implicancias en el contexto de las relaciones de la pareja,
y eso permite a los protagonistas de tales relaciones adquirir experiencias, que luego les servirán para irse proyectando a la célula de la sociedad, es
decir la familia, y a las instituciones sociales progresivamente superiores, con un conocimiento adecuado acerca de cómo hacer para evitar la exclusión.
Por eso, considero que es muy necesario tratar de darle todo el apoyo posible en lo económico, social, cultural, a las parejas que tratan de unir sus vidas,
cuando uno de sus miembros esté en condición de discapacitado; y si fuese el caso que los dos tuviesen discapacidades, aquel apoyo debería darse con mayor
razón.
Mi más caro sueño:
Cuando se cuenta con apoyo, y se tiene al lado a una fuente de entusiasmo y aliento incondicional, como el que yo tengo en mi esposa, sí es posible soñar
sin sacar para ello los pies de la tierra, ni evadir la realidad, pues mi esposa es la primera en hacerme regresar tan pronto como se da cuenta que estoy
en la nube almidonada de mis fantasías; y sueño miles de cosas, aunque todas ellas fuesen perdiendo sus colores en mis sueños.
Por la noche, cuando me echo a dormir, los jardines no son verdes, pero sí son acogedores, y si bien el color de los jazmines para mí no cuenta, el perfume
de estos envuelve todo el ambiente y me embriaga, mientras yo voy escuchando voces que me parecen provenir de caras expresivas, ojos llamativos con cabellera
frondosa, dócil y juguetona.
Por mi mente pasan una y mil ideas; se me ocurren colores que no existen para ponerlos en los ojos de mis amigos con los que también sueño y me pongo a
pensar proyectándome en un mañana distinto en el cual lo posible no se haga un imposible por la sola necedad de los seres humanos, por la estrechez de
nuestra capacidad para comprender, tolerar y aceptar a quienes definitivamente no son iguales ni tienen la culpa de ser distintos.
Sueño con que llegue el día en el que los discapacitados encontremos las oportunidades que siempre buscamos. Mi sueño no consiste en llegar al extremo de
que todo no los den fácil y regalado, lo único que en él anida es la esperanza de que nos llegue la posibilidad de conseguir lo que cada uno de nosotros
por sus méritos merece.
Cuanto anhelo que este sueño se convierta en realidad y que la realidad siga alimentando en nosotros nuevos sueños.
Una breve reflexión
Nuestras esperanzas, deseos, frustraciones, temores, ansias, cóleras, alegrías, etc. resultan de cada uno de los pasos que damos por el camino de la vida,
en la que cada segundo bien podría representar todo un capítulo de un libro que jamás se terminaría de escribir, pues un día no es más que un suspiro lleno
de vivencias como las que aquí deseo transmitir a modo de compartir con los demás en términos simples lo que implica tener una discapacidad en un mundo
al que hoy yo concibo como una gran colonia global en la que hay grandes adelantos tecnológicos y en la que sin embargo, como dice la canción, "la vida
sigue igual" porque los seres humanos no hemos logrado cambiar.
Yo siempre he querido contribuir a que la gente conozca más acerca de nosotros (las personas con discapacidad) y tengo el firme propósito de esforzarme
en ello planteando mediante mis ideas algún tipo de orientación o reflexión que ojalá pudiesen servir para que ya no haya el pretexto de que no se nos
conoce lo suficiente y que por eso no se nos da el tratamiento que necesitamos ni se nos incluye como lo merecemos. La ignorancia que todavía campea en
el mundo actual impide que muchas veces veamos más allá de nuestras narices y produce la peor ceguera que pudiese existir, es decir, la de tipo espiritual
que hace que los hombres no sólo no se conozcan sino que pierdan la capacidad de reconocerse como miembros de una misma especie y se enfrenten entre ellos
como fieras.
Frente a ello todos estamos llamados a cooperar con nuestro granito de arena por modesto que este sea. Cada uno desde su campo debe poner de lo suyo utilizando
los talentos que Dios a cada uno le dio y las habilidades que tenemos. Esto hará posible un nuevo mañana en el que el sol brille para todos y no haya alguien
que se sienta excluido de lo hermoso que la vida nos ofrece cuando los seres humanos comparten sus diferencias por igual y toman conciencia que lo único
que es igual es que cada uno es diferente.
Autor: Luis Hernández Patiño.
Lima, Perú.