A MEDIANOCHE EMPIEZA EL AMOR
Cuando cierran las puertas del hotel, seis
palomas abandonan el tejado. Ellos se miran a los ojos. Así se reconocen, se
descubren, peces que cruzan el mismo río. Eternizados en un largo beso, las lenguas
danzan -trenzadas- mientras vuela la ropa coloreando esta habitación. Una blusa
cae al piso y dibuja un caballo verde. Los pantalones semejan relojes
derretidos de Salvador Dalí y esos zapatos parecen figuras de ajedrez, opacas
bajo la amarillenta luz. Besa Mariana a Antonio en parcelas disímiles, del
ombligo a la oreja, y terminan aliados por un beso mayor ante la ventana. Desde
esa perspectiva, sólo se ven casas antiguas, crestas de algunos árboles.
Antonio desliza sus dedos por el rostro de
Mariana, su lengua le recorre los oídos, juega con el borde de los labios, baja
al cuello, se detiene frente a las blancas colinas y con destreza saborea igual
que a dos peras maduras. La noche arrastra con su aire la música de Benny Moré:
“Me embriagaste con tu risa, me extasié con tu presencia, todo en ti es
maravilloso, soy feliz”. Ellos están felices en un rito de intensidad, sin
violencia, con estrategias que aprendieron en otras batallas, en otros
naufragios. Por eso no les importan las paredes descoloridas, donde reina el
graffiti, la constancia de cada coito protagonizado sobre esta cama por parejas
de todos los colores y todas las edades.
Ella desciende y sube lamiendo,
mordiendo, murmurando dulces obscenidades por la geografía de Antonio. Desde su
mirada, él la ve ascender en forma de serpiente. Ella vaga por los pies
descalzos, cada dedo se sumerge en su boca, cada poro es sorbido entre el
empeine y los muslos. Sigue su exploración y le roza el vientre con las agujas
eléctricas que arman sus dos pezones. A esa altura, él puede acariciar su
espalda, su pelo que cae como llovizna. Ella le besa el pecho, succiona las
tetillas y extiende una mano hasta las dos esferas que sostienen allá la torre.
Funden momentáneamente sus labios, y acto seguido ella gira y queda bocabajo
con las piernas abiertas y los cabellos dispersos. Él imita el paseo y apenas
le toca los pétalos más sobresalientes de la flor. Busca las cúspides, casi
invisibles, de esos vellos que trazan la columna vertebral rumbo a la nuca.
Este viaje se hace despacio, como despacio canta Benny en la lejanía “...a
medianoche empieza la vida, a medianoche empieza el amor...”
La cama se estremece, Arca de Noé a la
deriva, y allá van los sobrevivientes del diluvio, aprendices de un Kamasutra
elemental, pero igualmente intenso, al juego de aritmética cuando seis y nueve
se confunden, según el punto de observación y el grado de plasticidad bajo el
fuego. Frente a Antonio, el panorama es privilegiado y en él naufraga su
lengua, como hábil zapador que explora el camino que antecede el combate. Ella,
recién llegada al Paraíso, sube, baja y se extasía en el árbol. Es suave y
glotona y ahora el mundo no existe más allá de sus cuerpos y no piensan en las
tragedias internacionales y la desgracia nacional si pueden sentir que es suyo
todo el cielo. Flotan en una nube y mil emociones, como relámpagos, se
entrecruzan y estallan. Antonio siente que su vida es este ciclón sin límites,
con olas y pájaros, perfume para volver a la adolescencia.
Entra la torre por el mojado túnel de
esa boca con que Mariana actúa casi en silencio. Su voz está en los ojos,
satisfechos y cómplices. Antonio hunde su cara en un largo canal, va de una
orilla a otra orilla, llega a un nuevo orificio y después baja a un lago, en
rigor más profundo. Mariana liba las esferas y el oscuro jardín que las
circunda. Su lengua baila y humedece esa región de volcánica estirpe. Antonio
cruza entre los márgenes y toca un cálido anillo mientras sus manos trepan por
dos montañas que se erizan con el más leve roce, hierba bajo la brisa. Dos
siluetas parecen levitar sobre una alfombra blanca en el tiempo. Se muerden con
dulzura, sus jadeos confirman este gozo: una lluvia sin fin, la belleza del
agua. Quizá, alguna vecina los espíe y sienta envidia por el liso vientre de
Mariana, ahora acariciado, mientras danza con lentitud su pelvis y la inunda
una sensación desbordante hasta hacerla gritar, tras un gemido.
Ella abandona su posición horizontal. Él
continúa debajo y le permite, con cierta mansedumbre, que abra sus muslos
blancos (parecidos) al mundo en su actitud de entrega, y le deslice su flor
sobre la frente, la nariz, los labios, la barbilla, el pecho y el abdomen. De
arriba abajo, de abajo a arriba. Luego, ella da la espalda y con sus propias
manos entreabre todos sus misterios. No basta con tocar, hay que gozar mirando.
Ella se vuelve y queda de frente, sentada sobre la torre que al fin conoce el
lago, pero no toca el fondo. Lentamente va entrando, se ensanchan las paredes y
el calor que generan los ilumina y multiplica en un espejo. Son ellos y sus
dobles, dos parejas con igual precisión, con la misma ternura, amándose como si
el universo se derrumbase al amanecer.
Movimiento circular de Mariana. Las
curvas de sus caderas dibujan el húmedo ritmo. Ella inclina la cabeza para
besar a Antonio mientras él abarca con sus dedos las frutas. Se pertenecen y
cada rozamiento es una llama. Ella cierra los ojos y arde dulcemente en una
hoguera. Eva y Adán bajo la piel de todas las mujeres y todos los hombres. Serán
recuerdos como éstos los de mayor prestigio a la hora de morir. Lo saben sus
memorias, sus instintos que los impulsan a variar la coreografía. Ella se
acuesta abajo con las piernas extendidas hacia los hombros de Antonio. Él la
invade y le muerde los pies. Se balancean las frutas y chocan las esferas
contra el pequeño puente que escinde la flor del anillo. Por un momento, emerge
la torre, con suavidad resbala y penetra ese anillo hacia una gruta más
estrecha que el lago. Ella vuelve a gritar. Su grito es una música ceñida por
el fuego.
Antonio asociará, años más tarde, esta
madrugada con el Himno creado por Jorge Luis Borges. En el poema, los destellos
de la cultura universal acuden a un hombre porque una mujer lo ha besado. En
esta escena, el placer rebasa la cultura, y el mundo surca las almas de Antonio
y Mariana en un remolino absoluto y glorioso. Sin esa reflexión, los dos se
entregan con sus sonrisas de complicidad, rotas por los quejidos que se suman
al concierto nocturno: rituales de un murciélago, dos cláxones cansados, la
inconfundible voz del Benny: “Eres la cosa, maravillosa, más peligrosa que he
visto yo...” La eternidad urde aquí sus caprichos o eso imagina Antonio cuando
ella se coloca como animal en celo y él regresa, esta vez por detrás, al enigma
del lago.
Ya no quieren más circo, aunque se
contemplen en un espejo sucio y no muera el fondeo musical de boleros y sones.
Crece la fiebre y los cuerpos se pegan: resbalosos, flexibles. Si ella grita
otra vez, despierta la ciudad. Por eso muerde la mano derecha de Antonio y
quien grita es él sobre las dos montañas. Su vientre se alía con la espalda de
ella y nace entre esas pieles el verano. Sus lenguas se unen, comparten hacia
dentro los gemidos y una luz los habita. En esa luz, todo es posible: sequías y
cascadas, imágenes y abstracciones. Pero hay una explosión que los desborda.
Ella quiebra con sus uñas las sábanas, él la sostiene con sus dientes por el
cuello. Se derraman los dos, el espejo se rompe y cada fragmento los reproduce.
Son pequeñas galaxias y un grito compartido que viajan hasta las campanas de la
iglesia, los primeros pájaros, el azul que inunda la bahía.
Autor: Agustín Labrada.
Chetumal, Quintana Roo. México.