ALMAS DE PERRO

 

                   Desde el confín norteño  argentino, Rolando cargó sus diecinueve años y las vivencias de pobreza sobre los hombros abriéndose caminos hasta llegar a la gran ciudad de Buenos Aires. Buscaba su porvenir con el afán de estudiar y ser un hombre notable, cosa que en  la puna de Jujuy le resultaba bastante dificultoso.

En una urbe de grandes avenidas y autopistas, luces encandilantes y enormes edificios, el joven  que a nadie conocía deambuló refugiándose en sus plazas y calles. Llegó a dormir en una estación ferroviaria abrazado con un cachorro canino abandonado, al que llamó “Chamán” y con quien supieron entreverar lamentos, desdichas y el abrigo mutuo. Al tiempo logró establecerse, estudiar en la Facultad de Veterinaria y conseguir un empleo. Afortunadamente el amor no se hizo esperar y habiendo conocido a Ailín, se unieron con devoción, conformando una pareja de tres, pues Chamán ya era un ser inseparable. El progreso en sus vidas se iba palpando día tras día, las vivencias eran maravillosas hasta que un atardecer la inesperada fatalidad hizo lo suyo; en un accidente su mujer amada perdió la vida. Pese al brutal impacto emocional, Rolando siguió adelante enfrentando a la depresión, compartiendo infinitas lágrimas junto a su querido perro. Durante un par de años Las horas fueron pasando lentamente, y el infortunio volvió a sacudir a Rolando; un maldito virus atacó a su mascota, a su invalorable Chamán y muy pronto lo dejó en la peor de las soledades. Su sangre se nutría de aquella dureza que forjan las montañas, pero dos golpes de ese tipo eran demasiado para cualquier persona, y el desaliento se fue apoderando de él. Tenía el corazón destrozado ante la falta de Ailín, y el alma desabrigada sin el pelaje de Chamán. Sólo se confortaba pensando en que ella estaba protegida por Dios, y que su perro seguramente estaría con San Francisco de Asís, junto al lobo de Gubbio.

 

Con los acordes quimeros de un bandoneón en la humedad porteña y el desborde de tanta tristeza, desconsolado decidió abandonar todo y viajar al sur, a las tierras de los vientos y la soledad, como buscando un amparo emocional. Ya en Ushuaia, Tierra del Fuego, en la ciudad más austral del mundo, volvió a deambular como lo había hecho años atrás, aunque esta vez cargaba dos crespones negros en su alma.

Sin recordar cómo sucedió, amaneció en un refugio extraño, rodeado de perros que lo habían protegido del intenso frío imperante. Mas tarde comprendió que se había introducido en un complejo deportivo invernal y que aquellos caninos eran los encargados de arrastrar los trineos sobre los valles nevados. Con la salida del sol, un hombre enfundado en botas aislantes, pantalón de nieve con polar y campera de duvet, se acercó asombrado ante la  insólita visita. Rolando, el ocasional forastero, le explicó los débiles argumentos de su presencia y ese señor, quien era el responsable del predio, optó por ofrecerle asistencia: en principio, un buen desayuno de chocolate caliente, ropa adecuada y por último un puesto laboral en ese complejo turístico. El haberlo aceptado, agradeciendo la mano de Dios, significaba capacitarse rápidamente sobre las variadas tareas que requería aquella actividad. Conocía muy bien las nieves de su provincia, pero aquí se matizaban con vientos salvajes y otros animales que no eran cabras ni los lanudos guanacos de la puna. Aprovechando sus básicos estudios veterinarios, No dudó en dedicarse al cuidado de los casi cien canes que se criaban allí, tratándose de perros alaskanos y siberianos, uno más hermoso que otro. Debía alimentarlos tres veces al día con una mezcla de alimentos balanceados, pescados para conservar el pelaje y la vista, como así grasa vacuna para afirmar las energías. Tampoco quiso perderse la oportunidad de ser un “musher”, o sea conductor de los trineos que se deslizan sobre la nieve, tirados por perros, con el vértigo y la emoción que constituye el turismo de aventura. Con afán de superación trabajó capacitándose en todos los detalles de atención al turista, el cuidado de los canes y la conservación de las instalaciones. Organizaba  excursiones cortas por el valle cordillerano o travesías largas, de varios días, pernoctando en los refugios de montaña en los cerros Bonete y Nunatak.

Atendiendo a una preciada cría, el muchacho se sintió encantado por la expresiva mirada de un cachorro cruza de siberiano y samoyedo, de abundante pelo color beige, con el lomo y las puntas de sus patas color chocolate. Lo llamó  “Napoleón” y pacientemente lo fue adiestrando hasta convertirlo en su favorito y un líder de sus pares, gracias a que comenzó a sujetarlo detrás de los trineos cuando aún se despatarraba sobre la nieve, luego lo fue ubicando al lado de los más experimentados para que fuera reconociendo las órdenes y que grabara en su memoria los trayectos habituales. Inconscientemente, en los ojos de cada joven mujer visitante, Rolando buscaba la tierna mirada que había conocido en Ailín, con vanos resultados. Por allí transitaban miles de turistas extranjeros y los diálogos con ellos se hacían breves ante la dificultad de las lenguas.  Por ello al trineo se lo mencionaba como “sleds” y al parque “Ushuaia Sled Dog Center”.

Los vientos no cesaban jamás y el paisaje blanco encendido por el sol se inundaba de miradas plenas de asombro de los visitantes. Ante los preparativos más evidentes para una travesía, como el armado de los arneses, los ansiosos perros perciben que el trineo está por salir, y el silencio fueguino es invadido por los gritos agudos, de estos nobles animales de ojos cristalinos que parecen pedir ser designados para el paseo.

Una mañana helada, Rolando alistaba los equipos para partir con turistas suizos. Sujetaba a ocho perros al frente del trineo, en parejas a uno y otro lado de una cuerda principal, en posiciones específicas según él los calificaba por sus actitudes y cualidades físicas. Mientras gritaba ordenando a los canes que dejen de mordisquearse o de tirar en vano de la cuerda, pues el trineo aún estaba anclado, una dulce voz femenina lo sorprendió. Se trataba de una atractiva joven con ligero acento helvecio y de ojos del mismo color de los perros siberianos, quien inició un diálogo sobre los animales fundamentado en que ella tenía experiencia adquirida en Suiza, su país natal. Haciendo un alto en la tarea se refugiaron a tomar un café, conversaron someramente de sus vidas y luego intercambiaron vivencias sobre la pasión de ambos, aquellos perros australes. Rolando, sin dejar de mimar al inseparable  Napoleón,  le contó a ella que en ese criadero  convivían con canes siberianos y otros alaskanos, una  cruza de perros originarios de Alaska con lebrel y pointer, los que resultaron ser más delgados, ágiles y veloces que los primeros. Gracias al ejercicio diario viven un promedio de 15 a 16 años. Además, duermen a la intemperie, ya que no soportan el calor que ellos mismos generan y prefieren acurrucarse sobre la nieve. Dafne, la chica suiza, le comentaba sobre la conveniencia de que los perros que tiran del trineo se coloquen de a pares formados por un macho y una hembra o, a lo sumo, dos hembras madre e hija, porque la combinación de animales del mismo sexo provocan que las peleas y mordeduras durante la marcha, resulten inevitables. La conversación era muy atrapante para ellos, pero más allá del color  cielo en los ojos de Dafne, Rolando percibía una magia, un encanto que alborotaba sus sentimientos. Los recuerdos nefastos, el arraigo y la incertidumbre lo hacían resistir, pues él sabía que esa impactante mujer era una turista de paso y ya no podría soportar pérdida alguna.  Aún así, el tema de charla predominaba sobre los perros.

Respecto a la cantidad de animales, -siguió explicando el muchacho- que se dessignan en el tiro depende del peso que se vaya a transportar, siempre considerando un máximo de cuatro personas por trineo.

Las miradas de ambos se incrustaban una con otra; sólo hablaban de perros pero sus corazones estaban enmudecidos, desesperados intentando latir por un amor que, aparentemente, parecía irrealizable. Napoleón, ante ellos  demostraba alegría meneando la cola, seguramente porque lo percibía y ya se habría sumado al silencioso romance.

Al fin se alistaban para iniciar la excursión. En esas ocasiones Rolando imparte las instrucciones a los viajeros, les aconseja el abrigo adecuado y les explica cómo se acomodarán, cómo se desliza el trineo y también cómo están constituidos: Antiguamente los trineos se armaban con madera de fresno y cuero de foca, pero hoy se elaboran empleando fibra de vidrio, grafito o nylon. Dafne, con la anuencia del musher, acotó que los perros de adelante son los líderes, conocen bien los caminos y las órdenes. En medio van los “teams”, y los más robustos y fuertes se colocan pegados a los laterales del trineo porque deben controlar la inercia y evitar el zigzagueo sobre  la nieve.

Arqueando el lomo para acumular fuerzas, los ansiosos perros aguardan la orden de avanzar,  se excitan de impaciencia mientras los pasajeros se acomodan. Todo es una fiesta de alegrías y llamativos colores sobre la meseta  blanquecina. Al levarse el ancla y ante el grito de ¡yaaaa! El trineo inicia la marcha al igual que un silencioso tren, ovacionado por ladridos de algarabía. Suspiros, gestos de admiración, agitados disparos fotográficos y algunos sustos ante determinados movimientos, van entreteniendo a los pasajeros. Pero esta vez, al musher Rolando sólo le interesaba la joven Dafner, a quien no le quitaba la mirada y le iba explicando cada detalle del paisaje.

Luego de varios kilómetros de ajetreo se llega a un sitio espectacular, donde se atraviesa sobre un embalse congelado de una castorera.

Allí se hace un alto para que descansen los perros y los viajeros, adonde aparecen los termos con café o chocolate bien caliente y se fotografía todo lo que existe a la redonda.

El frío hacía temblar a cualquiera, pero había dos corazones que jamás podrían congelarse. Ellos se juntaron y la atracción era más fuerte que las fascinantes imágenes sureñas. Los días más frescos, una nube de rocío puede verse en el paisaje, pero sobre todo en el lomo de los perros oscuros, que quedan blancos a través del recorrido.

Finalizada la excursión, Dafne permaneció junto a Napoleón y Rolando hasta acondicionar el material y los animales. Esa noche cenaron juntos y convinieron realizar una travesía de largo aliento, de tres días de duración.

Temprano en la mañana, alistaron cinco trineos bien equipados, en tanto los perros aullaban enloquecidos como gritando: “llévame a mí, por favor”. Las complejidades requieren una seria planificación, superada por la experiencia de los guías de montañas, como la que tenía Rolando. La caravana partió y serpenteando por el valle atravesó el bosque de lengas.

El recorrido es extenso y debe regularse el cansancio como así la reserva de energías de todo el equipo hasta lograr el cruce de la cordillera de los Andes, más un corto trayecto  hacia el Norte para llegar a la orilla del lago Fagnano; o atravesar el valle Carabajal o el de Tierra Mayor.

Cada posta era ansiosamente esperada por Dafne y Rolando, ya que ellos conducían sendos trineos, y esos eran los momentos de acercarse y frotar sus manos transmitiendo calor y un afecto muy especial. En la noche se estableció el campamento blanco; el armado de carpas, la esperada cena y el recogimiento de un fogón. Ante la luz  incandescente de las llamas, abrazados por el frío y atraídos por los sentimientos, Dafne y Rolando se besaron con ardiente pasión frente a la mirada de los integrantes  del grupo, quienes aplaudieron y expresaron alegrías por  tal apasionante acontecimiento. Un agudo aullido de lobo salvaje quebró el aire helado… la inconfundible expresión de alegría de Napoleón.

Al siguiente amanecer se reanudó la marcha en la cual los viajeros no cesaban de asombrarse ante el atractivo tranco de los perros y la vegetación, ya adaptados al balanceo sinfín del trineo orientando sus cuerpos en cada curva. El trineo guía estaba a cargo del musher  Rolando, que tomado del pasamanos, parado sobre dos salientes de la parte posterior y cada tanto observando hacia atrás, le arrojaba un beso a la bella musher que lo había enloquecido entre la nieve y los perros.

Cumplido con satisfacciones el objetivo en tan pintorescos paisajes, emprendieron el regreso. Aquel recorrido era más parecido a un circuito de “motocross” que a una pista de patinaje sobre hielo. En las pendientes debían bajarse y empujar los trineos, además se encontraban saltos en los que convenía aferrarse a la estructura, y algunos tramos eran lisos donde los perros hundían las cuatro patas en el manto blanco y se esforzaban guiados por la pareja de líderes.

Caída la segunda noche, se realizó un desafío consistente en una caminata con raquetas, internándose en la planicie para oír apenas el chasquido de la nieve bajo los pies y el silbido del viento mientras se iluminaba el paso con la luz tenue de faroles a querosén. El haz de aquellas luces se reflejaba en los ojos de los zorros escondidos en el bosque helado, aunque siempre había un farol que terminaba iluminando la sonrisa de Dafne. Luego, la infaltable reunión rodeando  al fogón, amenizada con chocolate y vino caliente.

Ya en la quietud del silencio, Rolando conmovido buscó de explicarle a Dafne sus sentimientos, sus profundos dolores, y su indecisión ante el futuro. También le expresó el gran temor de aferrarse seriamente a ese creciente amor y luego tener que perderla, pues ella era sólo un ave de paso. Dafne lo abrazó con firmeza y le dijo: “Yo he decidido quedarme a tu lado y amarte por siempre, pero antes de amarme encuéntrate, enamórate de ti mismo y tendrás un romance para toda la vida, pues tú eres la única persona que pasará toda la vida contigo, y así ambos seremos inmensamente dichosos”. Al callar las luces, Dafne y Rolando se quedaron viendo la luminosidad de la nieve con la luna llena, cuando brillan las montañas. Se sentían como en otro planeta y caminaron abrazados, lentamente, dejando huellas de corazones hasta perderse en el cobijo de la carpa. El rocío y la nevisca hacían de las suyas, y el peludo perro Napoleón se arrellanó en la puerta de la carpa, sintiéndose tan, tan  feliz como sus amos… pero simulando la envidia.

 

Autor: Edgardo González. Buenos Aires, Argentina.

ciegotayc@hotmail.com

 

 

 

 

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