Revista Esperanz                     a

TEMAS DE REFLEXIÓN:

¡AHORA!

 

Muchas de esas cosas “misteriosas” que tanto nos atraen despertando una verdadera fascinación por la muerte y por el más allá, podrían ser reflejo de nuestra vulnerabilidad espiritual. Por ello nos enfrascamos en una frenética carrera fabricando mitos, inventando el sentido de los sin sentidos, devanándonos los sesos para averiguar qué es la muerte, qué es la vida, si hubo otras vidas en nuestro pasado, si reencarnaremos, si hay cielo o infierno. Dentro de estas indagaciones aturde la idea de lo que nos espera después de morir.

Miles de preguntas vienen y van por nuestra mente al igual que infinidad de imágenes tratando de asomarnos “al más allá”, intentando mirar por la rendija artificial que separa la vida de la muerte. Tarea agotadora y confusa pues al intentar hacerlo, nos introducimos en un terreno en el que nadie ha hecho el “viaje” de ida y vuelta. En el mejor de los casos, únicamente contamos con testimonios y relatos de moribundos que finalmente se quedaron con nosotros. A ellos atribuimos visiones fantásticas, las más de las veces agrandadas por la necesidad de creer en algo: la otra vida. ¿Por qué nos preocupa la otra vida, por qué no nos ocupamos de esta?

La vida después de la muerte es un tema que gente con la cabeza fría estudia en algunas universidades bajo los patrones más rígidos de la ciencia. Estudios aún en pañales en donde por momentos se corre el riesgo de que en plena universidad o laboratorio científico, se repitan las actitudes mágicas de quienes nos precedieron millones de años atrás en esa búsqueda de los porqués que tanto angustian y atemorizan. Es grande nuestra obsesión por pensar en otras vidas, en otros mundos, en otras dimensiones, en maneras de ser, en extrañas formas de vida, en civilizaciones superiores. Nuestra imaginación hace todo lo posible por evadirse del aquí y del ahora.

 

El olvido del momento actual

Es grande el vacío que dejan las innumerables creencias que profesamos y en las que depositamos expectativas, todas ellas bajo la ilusión de la felicidad. Como parte de esta ilusión imaginamos que ahora sí hemos encontrado la religión verdadera, derecho que se disputan prácticamente todas las religiones. Las religiones autoritarias, a diferencia de las de corte humanista ofrecen una “explicación” que consiste en no explicar sino más bien en imponer dogmas ante los que no se vale preguntar. Estas explicaciones se centran más en la otra vida, en el más allá, en lugar del aquí y del ahora. Desde la perspectiva autoritaria, la vida de este mundo es contemplada como un estorbo para la verdadera Gloria, un impedimento para la espiritualidad, un obstáculo para la salvación. De acuerdo con esto, la vida es una preparación para algo. Un “algo” que no vemos pero que aseguran está ahí, accesible sólo para unos cuantos que comprendan y obedezcan la Palabra de un Dios hecho a imagen y semejanza de nuestras necesidades. Los conceptos de premio y castigo bajo la forma de cielo o de infierno, norman y controlan la vida de millones de personas que renuncian al derecho de crearse a sí mismos.

Desde la perspectiva del autoritarismo religioso estamos de paso en este mundo, porque nuestra verdadera morada no es ésta. Debemos tener un pie en este mundo y otro en el más allá. De lo contrario, una y otra vez las religiones autoritarias se encargarán de recordarnos al través de los ritos más impactantes y sombríos que por nuestro “pecado original” tenemos que ganarnos la Gloria que, se insiste, no está en este mundo. Aquí está de nueva cuenta el manoseo que se ha realizado con el espíritu religioso profundo, porque religión proviene de “religare”, es decir reconectarse, ligarse nuevamente con nuestra naturaleza humana extraviada. En otras palabras, religarse con la esencia perdida. En busca de la sabiduría que hemos perdido, en todas las confusiones que hemos creado y en todas las adoraciones que hemos inventado se ha perdido el sentido humanista. Si logramos religarnos plenamente con nosotros mismos, con el entorno humano y la naturaleza ¿no sería la Gloria misma? O tal vez, deseamos algo más, un algo que no podamos alcanzar por nosotros mismos, sino que sea otorgado por alguna forma de autoridad. Tal vez no deseamos sacudirnos del control porque quien nos controla, ofrece también seguridad e inmortalidad.

Viviendo con un pie aquí y otro allá ¿es posible comprometerse con algo? sintiendo que estamos aquí pero que en realidad somos de allá, ¿podemos comprometernos en el trabajo cotidiano, con nuestra propia persona y con los demás? Creyendo que somos pasajeros en tránsito a la gloria ¿es factible un proceso de transformación de nosotros mismos y de lo que nos rodea hoy, aquí y ahora? Son preguntas incómodas para mentes acostumbradas a obedecer, dudas impertinentes que nos despiertan de la siesta, del adormilamiento espiritual que imponen la tradición y convencionalismo. Estas preguntas que no admiten respuestas superficiales, son materia de un trabajo de la más alta calidad concentrado en el conocimiento de uno mismo y de lo que nos rodea.

 

El despertar

¿Cómo conocer si estamos dormidos, cómo trabajar con nosotros mismos si estamos aturdidos por las drogas que se administran en sermones y mensajes dominicales que ignoramos el resto de la semana? Tal vez no queremos despertar porque se nos ha ofertado la ganga del arrepentimiento que conduce al cielo. Realmente sería estúpido despertar y ponerse a trabajar en el conocimiento de nosotros mismos, de comprender el compromiso social que implica recobrar la conciencia, si al final de cuentas basta un arrepentimiento, un perdón para alcanzar la Gloria Eterna.

El aquí y el ahora es una amenaza para todas estas maniobras de control, porque si nos ubicamos en el presente, sin las culpas del pasado y sin los miedos del futuro, daríamos inicio a un proceso de creación interior comprometido con lo social. Estaríamos frente a nosotros mismos en un reencuentro, en un religarse que indudablemente exigirá compromiso con nosotros mismos y con los demás. Dejaríamos de pensar en la caridad y en las buenas obras para pasar a la acción directa, profunda, rebelde, justa y transformadora. Denunciaríamos nuestra propia mediocridad y nos rebelaríamos ante la simulación que nos rodea. Emprenderíamos acciones revolucionarias ante el dolor de los demás que, al ser mirado desde una perspectiva total, deja de ser de unos cuantos y se convierte en sufrimiento de todos.

Pensar en el aquí y en el ahora, equivale a ser etiquetados de “paganos”, de terroristas espirituales, de subvertir el orden moral que han instituido los que nos quieren controlar en nombre de un Dios que obedece a las necesidades de sus creadores. La felicidad, de acuerdo con esos intereses, no está al alcance de nuestras manos, se obtiene previa cuota de sumisión ante quienes detentan el poder celestial. El poder requiere de seres domesticados, muertos en vida, sumisos, aniquilados por la censura y por el qué dirán.

El aquí y el ahora debe ser olvidado, enterrado y extraviado en el desorden que crean las trampas de los pasados culpables y de los futuros celestiales; el aquí y el ahora, se insiste, es una amenaza para la tranquilidad que ofertan las creencias autoritarias. Precisamente aquí y ahora, en el presente, está también la posibilidad de liberación de toda esa sumisión impuesta por la autoridad que nosotros mismos hemos creado. Esta imposición no deja traslucir nuestra verdadera esencia, nuestro potencial creador y la posibilidad de vivir con dignidad, sin miedos, sombras, amenazas, ni nada que controle y destruya el derecho a crearnos hoy plenamente.

 

Miedo

Nos asusta la sola idea de transformarnos y de abandonar todo lo conocido que crea la ficción de seguridad: la rutina de una relación amorosa, hábitos, conocimientos, tradiciones y costumbres. Queremos todo bajo control, en el lugar correcto, sin imprevistos ni sorpresas. Exigimos respuestas para nuestras dudas, seguridad para nuestras desconfianzas, certezas para nuestras incertidumbres e inmortalidad ante la muerte. Ante todo esta ilusión, la idea de la transformación resulta particularmente amenazante y, a lo más que nos arriesgamos, es a hacer pequeños cambios superficiales para que las cosas sigan igual. A lo más que nos atrevemos es ha propiciar continuidades disfrazadas de cambios, a tragar ideas que vienen cubiertas con la envoltura de lo nuevo, de lo revolucionario. Ideas cuya finalidad es proporcionarnos el narcótico de la seguridad. La “droga” de la seguridad viene dosificada en las creencias que ofertan “estabilidad” y a las que nos aferramos en forma fanática. Hacemos todo lo posible por ignorar que la vida es esencialmente revolución.

La revolución interior es la comprensión de nuestra realidad generando un profundo descontento y el deseo de una transformación radical en la manera de percibirnos a nosotros mismos y a los demás. Al percibir la totalidad de las cosas sin las fragmentaciones causadas por las diferentes ideologías, quedamos con las manos libres. Si lo hacemos, soltamos las amarras de la imposición. Con las manos sin ataduras es posible realizar un trabajo de la más alta calidad construyendo la percepción de la realidad momento a momento, aquí y ahora, sin las culpas del ayer ni los temores del mañana.

En ese acto de libertad un espíritu revolucionario no ve la muerte como final ni como principio, ni tampoco como interrupción o continuidad, sino como aspectos armónicos de un mismo proceso en espiral. Al percibir este proceso en su totalidad, aniquilamos el temor a morir que, en el fondo, es en realidad un miedo profundo a vivir con intensidad ahora. El miedo a la muerte es uno de nuestros trucos favoritos para negar que lo que en realidad tememos, es vivir con plenitud el día de hoy. No nos arriesgamos a vivir al máximo de nuestras capacidades. Tememos llevar al cabo la revolución interior que al hacernos conscientes de nuestras necesidades y apegos, puede hacernos liberarnos de las cadenas del autoritarismo. Tememos crearnos porque sabemos la responsabilidad que eso conlleva.

Más que temor la muerte, cosa que no conocemos, tememos perder lo conocido que sí conocemos y hacia lo que hemos desarrollado apego. Este miedo a la muerte es explotado y administrado por quienes ofertan un “más allá” mejor que el momento actual. Esta es una de las estrategias más efectivas en el ejercicio del control social. En la oferta de la trascendencia, de la inmortalidad, de una vida mejor que este “valle de lágrimas”, se basan muchos de los recursos del poder. La alianza entre Estado e Iglesia explota nuestras angustias, particularmente el temor a la muerte.

 

Incapaces de vivir intensamente

Si descubrimos que detrás de toda esta escenografía se encuentra nuestra incapacidad de vivir intensamente, emprenderemos el majestuoso vuelo a la libertad. Es el miedo a vivir con plenitud lo que nos convierte en espíritus rotos, confusos, sedientos de guía y control. Queremos maquillar esta incapacidad con creencias y dogmas que, además de anestesiar nuestras partes rebeldes, imponemos a los demás. El miedo a la vida es la explicación de nuestra mediocridad, simulación y doble moral con la que pretendemos calmar la angustia.

Este miedo nos persigue lo mismo despiertos que en sueños. Ante estos temores probamos toda suerte de distractores y así, inventamos creencias para intentar calmar el momento inevitable: la muerte. No podemos asimilar la idea del Gran Final porque jamás hemos vivido el Gran Principio, ni hemos comprendido que en realidad no hay principios ni finales. Al no haber despertado nuestra revolución interior que implica un despertar jubiloso, al no habernos decidido a vivir plenamente, el miedo al final controla nuestra vida. La incapacidad de nacer y renacer a cada instante magnifica el temor a la muerte. La resolución de nuestro miedo a la muerte únicamente puede trabajarse hoy, aquí y ahora analizando la calidad de nuestra relación con personas y cosas. Por ejemplo, pareja, hijos, amigos y enemigos. La exploración de nuestros apegos puede iluminar la más grande de las ignorancias: el desconocimiento de nosotros mismos. La investigación de lo que somos, del temor a la vida, no es en modo alguno un trabajo individualista, pues implica la comprensión de la manera como interactuamos socialmente. Vivir plenamente es vivir en intensa relación para transformarnos a nosotros mismos y lo que nos rodea, ahora.

 

(Artículo disponible en www.drbaquedano.com)

 

Autor: Dr. Gaspar Baquedano López. Mérida, Yucatán. México.

 baquedano@yahoo.com

 

 

 

Regresar.