Te recuerdo, Adam

Por estos días se cumplen nueve años desde que te dormiste en el sueño de los perros buenos. Yo supongo que debe haber un cielo para vosotros los perros

buenos y que, desde él vienes a mí muchas noches y me alegras el sueño con tus caricias y tus roces contra mi cuerpo dormido para que te dé las caricias que entonces te prodigaba porque eras el mejor compañero y el más expresivo en tus cariños.

¿Sabes, Adam? Esta noche pasada, tú fiel junto a mi pierna y caminábamos por la avenida donde antaño había un poste en medio de la acera que, cuando yo caminaba con ayuda del bastón, por más que intentara eludirlo, siempre iba a parar a él y, sin embargo, desde que vinimos de los EE UU, tu patria, nunca más he sabido si el obstáculo continuaba donde siempre, o lo habían arrancado.

Caminábamos a buen paso; a tan buen paso, que nunca antes ni después he podido desplazarme a esa velocidad y con la seguridad que tú me dabas.

No sé cuando desperté, pero sí, que lo hice con la viva sensación de que tú, mi querido y fiel Adam, estabas acostado en la alfombra que tenías a los pies de mi cama. He tenido que decirme que no era verdad; que tú ya no estás conmigo, salvo cuando por las noches vienes a mí y. No me ha sido fácil darme cuenta de nuestra verdadera situación: tú en el cielo de tus mayores y yo, todavía aquí; pero en el duermevela de mi semidespertar, he recordado cuando, al sentirme triste o disgustado, bastaba que me pusiera en pie, como si leyeras mis necesidades y deseos, para que me ofrecieras tu noble cabeza para que te pusiera el arnés con el que, siempre animoso, te disponías a acompañarme en un largo paseo hasta que el ejercicio, me hacía ordenar mis pensamientos y emociones para regresar a casa despejado mi horizonte de ideas.

También, Adam, me ha venido a la mente el recuerdo del día en que, iniciada por nosotros la maniobra de cruzar la calle, aquel loco del volante, despreciando las luces que nos autorizaban al cambio de acera, se lanzó y tú, hiciste algo que al principio, yo no supe entender lo que había sucedido, hasta que aquél señor, tomando mi brazo, me dijo: dele las gracias porque si no es porque él se ha cruzado delante de usted, ese coche que acaba de pasar, le hubiera matado.

Recuerdo, Adam querido, con qué emoción te acaricié delante de todo el grupo de viandantes que se habían detenido y se hacían lenguas de los grandes servicios que prestáis a diario a los que tenemos la suerte de contar con uno de vosotros: aquel día, con la naturalidad de quien realiza una tarea habitual, hiciste muchísimo por acreditar la grandeza de vuestros servicios. Lo he recordado tan vivamente, que he deseado ardientemente decirte que no te olvido y que estoy convencido de que, en alguna revuelta de la eternidad, nos volveremos a encontrar y yo tendré los ojos que en esta vida no me han servido más que para necesitarte; entonces seremos amigos de verdad, desinteresadamente y nuestra amistad no se romperá nunca.

Entonces será muy hermoso; pero esta madrugada, mientras se me alegraba el alma recordándote, con la rudeza de la evidencia, me ha venido a la mente, el recuerdo de que, desde que te fuiste de mi lado, ya no puedo dar esos paseos que tanto me serenaban; ahora, Adam, me he dado cuenta de que mi cariño por ti, no es enteramente desinteresado: te evoco y te necesito porque desde que tú me faltas, me he hecho perezoso y hoy la falta del ejercicio que podía hacer contigo y la vejez, me hacen cada día más penoso caminar y sin ti, siento que me voy entorpeciendo como te sucedía a ti los últimos tiempos que estuvimos juntos, hasta que una mañana al despertar, tuve la pena inmensa de tocarte frío y rígido.

Te lo aseguro, mi fiel y querido Adam: cuando dentro de poco tiempo, yo también me duerma, te buscaré por aquellos mundos eternos para darte las caricias que ahora, solo en sueños puedo darte. Te recuerdo y te quiero mi Perrito querido.

Saúl Orea

saulorea@ono.com

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