ACERCA DE UN PRODUCTO LLAMADO REVOLUCIÓN

 

Qué cierto es aquel dicho según el cual: [nada es nuevo bajo el sol]. Yo aplicaría ese mismo dicho a nuestro contexto en los siguientes términos: Nada es nuevo en Latinoamérica.

La falta de libertades, el hambre, la miseria, la esclavitud, la marginación, la explotación más perversa, la dominación de clases, conviven ciertamente con nosotros desde hace muchos años. Lo hicieron desde antes de la llegada de los españoles, y lo siguen haciendo aún hoy

Al observar nuestra realidad encuentro una curiosa coincidencia con algunas de las cosas que Marx dijera en su manifiesto, y es que en efecto, entre nosotros hasta ahora los movimientos han sido hechos por minorías, que buscan sus propios privilegios. El gran negocio de tales minorías ha consistido en dividir a las grandes mayorías para enfrentarlas a las mayorías mismas, y evitar con ello que estas den lugar a la forja de una fuerza de trabajo que, como parte natural de las fuerzas productivas, pudiera empezar a desarrollar y entrar en contradicción con las relaciones de privilegios mercantilistas vigentes en nuestro medio, hasta poner en riesgo la estabilidad de las estructuras que favorecen a las minorías dominantes.

En esas condiciones, me gustaría muchísimo hablar de la revolución que, dicho sea de paso, tampoco es nueva entre nosotros. Oí hablar de ella cuando estaba en la escuela primaria, y lo mismo le sucedió a mis abuelos, quienes a su turno, cuando niños, también debieron haber oído hablar de lo mismo: la revolución. ¿Pero a cuál de estas me refiero? Ojalá fuera a la revolución tecnológica, esa revolución gracias a la cual las máquinas no pasan un día sin renovarse, y son remplazadas por artefactos que brotan, brotan y no dejan de brotar, con una velocidad que no le da tiempo a lo nuevo para hacerse viejo. Ah, pues cómo quisiera detenerme un ratito, para meditar acerca de esa revolución que por ejemplo se da en campos bien concretos como el de las comunicaciones, en el cual hoy se cuenta con medios que cada vez hacen más difícil la posibilidad de aislar u ocultar a los pueblos para explotarlos. Al respecto, hace unos pocos días se cumplieron 18 años de los acontecimientos en la Plaza de Tiananmen, que la clase dominante y explotadora de la China no pudo esconder, precisamente gracias a las posibilidades de cobertura que brindan los medios de comunicación, hijos de la revolución de la tecnología que en sí es de carácter permanente y al parecer subversiva, frente a cualquier tipo de totalitarismo.

Hablando de las máquinas, me viene a la mente una breve reflexión, porque tal parecería que no siendo humanas, y sin capacidad de discernimiento, las máquinas tuvieran una postura más ética que la de los Yankies, frente a las dictaduras. ¿Será por eso que los tiranos tienden a confiscar las máquinas cuando estas los incomodan? Ah, cuánto no habría por decir acerca de la revolución tecnológica.

Pero las condiciones en las que estamos viviendo nos ponen frente a otro tipo de revolución de la que hay que hablar. ¿De cuál? De aquella planteada por los caudillos civiles y militares que parecerían haberse ido reencarnando a lo largo de nuestra historia, reanimando de vez en cuando y en una forma cíclica, las inclinaciones militaristas de una masa, que está constituida por miembros de las diversas capas sociales, incluyendo a las de los reaccionarios. No cabe duda que la masa, a la que muy pocos se atreven a criticar y a la que muchos adulan, se ha convertido en una especie de vedette electoral a la cual, incluso algunos no izquierdistas, le hacen venias y le rinden pleitesía.

Esa revolución sí que no es nada nueva. Se ha ido acomodando a las nuevas formas de vida, se ha aprovechado de los nuevos medios de comunicación para promocionarse, pero es un producto viejo, una mercancía de tipo ideológico, un fetiche, al cual por si acaso, la masa no es la única en rendirle culto, porque no faltan los pequeños burgueses, y hasta algunos aristócratas, que se compran el producto revolución, con unas ganas que también nos rebelan una versión ideológica del consumismo, de ese consumismo que suele ser vapuleado, criticado, despreciado, pero que por contradicción también se pone de manifiesto en quienes se la pasan criticando en forma despectiva a la sociedad de consumo como si ellos fueran miembros de alguna casta diferente.

¿Por qué entonces este tipo de revolución es capaz de despertar ilusiones como las que despierta?

Al respecto, me gustaría ensayar una respuesta. Parece que desde siempre ha habido y que hasta ahora habría una tendencia, a creer que la puesta en marcha de un proceso conducido por algún “iluminado” que hable de revolución de noche y de día, hasta que la luz se pierda, va a producir el estallido de la superestructura que rige nuestras relaciones de producción de más y más miseria, y lo sorprendente de esto es el grado de fe, el fervor, la devoción con la cual se tiende a abrazar tal creencia, no necesariamente por el lado del proletariado, sino por parte de algunos integrantes de las clases medias. Eso es sin la menor duda el resultado de todo un trabajo de promoción y venta eficientemente desarrollado, a favor del producto revolución.

Contrariamente a lo que se cree, y a lo que la propaganda dice, para que la superestructura imperante entre nosotros cambie, lo que tendría que empezar por cambiar es la base económica sobre la cual se trazan nuestras relaciones. Se trata de un requisito elemental, y si en nuestro medio hay algo que precisamente ha impedido ese cambio en lo económico, ese algo no ha sido otra cosa que el conjunto de procesos -¿revolucionarios?- que en el fondo no son más que dictaduras cívico-militares. Claro que esas dictaduras han intervenido e intervienen en la base económica. Han expropiado, y eso hace delirar de emoción a más de un bohemio diletante, pero más allá del fervor que produce eso de -¡ya te quitaron lo que tenías, bravo!- la expropiación jamás ha sido capaz de hacer por sí misma, que la vieja base económica sea remplazada por otra nueva que emerja con su correspondiente superestructura. Por el contrario, la expropiación (práctica perversa, producida reiterada mente en el curso de nuestra historia) ha perennizado entre nosotros la vigencia de aquella base económica vieja, sobre la cual toda nuestra sociedad resulta vulnerable frente a unos pocos señores, que o lo tienen todo, o se lo arranchan a otros para convertirse en sus nuevos y únicos dueños, sin que esto último los satisfaga completamente.

 

Una pregunta en sentido paradójico.

 

Los latinoamericanos nos andamos dividiendo, y nos peleamos entre nosotros: unos a favor, otros en contra del gran imperio del norte. ¿Pero no podría acaso suceder que mientras nosotros estamos en ese plan, aquel imperio y nuestros caudillos estén poniendo en práctica una forma dialéctica de relación, en la cual los polos opuestos puedan llegar a atraerse por intereses comunes entre ambos?

Me gustaría ilustrar la motivación de esta interrogante, partiendo de algo que ocurrió en mi país. En medio de todos sus problemas, en 1968 el Perú tenía una deuda externa manejable, pero de pronto esa deuda se vio incrementada en una forma increíble, y nos vimos envueltos en problemas de los que hasta hoy no logramos salir. ¿Qué fue lo que sucedió? ¿Fuimos endeudados por algún gobierno de signo pronorteamericano? No, para nada. En ese mismo año el Perú fue asaltado por una banda de golpistas militares, que desde el primer día proclamaron estar poniendo en marcha un proceso revolucionario a favor de la justicia social, de una auténtica reivindicación de los pobres y olvidados. Entonces empezó una dictadura que se identificaba a sí misma como: “el proceso revolucionario de la fuerza armada”, y resulta que cuanto más antiyankies decían ser aquellos facinerosos, era cuando más dólares recibían.

Estoy hablando de una época en la que yo era un niño, y claro que por esos años no había computadoras, ni teléfonos celulares por mencionar alguito solamente. Vista desde hoy, la vida de esos años 60 era distinta en sus formas, y cuántas cosas nuevas nos han llegado, pero en el fondo las condiciones esenciales de las relaciones sociales en las que vivimos en el Perú, como en América Latina, parecen seguir siendo las mismas de entonces y de antes de entonces. La pregunta que por tanto yo me hago es: ¿No deberíamos meditar muy bien con nuestra conciencia, antes de optar por comprarnos aquel producto llamado revolución? No juguemos al futuro, como si este fuese una caja de cerveza que se puede apostar en un partidito de balompié.

 

Autor: Luis Hernández Patiño. Lima, Perú.

Enfoque21_lhp@yahoo.es

 

 

 

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