Las cosas de Quintín
Quintín y Teógenes
Quintín
y su mujer regresan contentos a casa porque, finalmente, en una agencia de
viajes próxima, acaban de reservar y efectuar parte del pago del crucero que por
el Mediterráneo deseaban realizar desde hacía tiempo y que incluye visitas a
Mónaco, a la legendaria Cartago (en Túnez) y a varias ciudades de Italia,
atrayéndole a Quintín en especial la destinada a Pompeya, mítica ciudad que
fuera destruida en el año 79 por una erupción del Vesubio.
¿Y por qué le atraía especialmente esa visita?
En uno de los rincones de lo que en casa se ha
dado en denominar "despacho" hay un pequeño armario donde Quintín,
entre otros objetos de sus lejanos años de escolar en el pueblo, guarda como
oro en paño algunos pocos libros de texto y de lectura. Pues bien, cada vez que
lo abre, su mente evoca a Teógenes, ese íntimo amigo de la infancia con el que
compartiera los primeros ocho años y pico de su vida. Pero hoy, esa evocación
se intensifica al regresar al domicilio porque, en uno de esos libros de
lectura compartida con Teógenes, el tomo II de "El libro de las
maravillas", uno de los breves textos preferidos por ambos hablaba,
precisamente, del Vesubio, de la sepultada y olvidada ciudad de Pompeya y de su
hallazgo en el siglo XVIII cuando en Nápoles reinaba el que después sería rey
de España: Carlos III.
¡Cuántas veces leyeron aquel texto titulado
"La ciudad subterránea"! ¿Y cuántas veces, al hacerlo, imaginaban que
el padre de Quintín, mientras empuñando la esteva del arado del que tiraban la
Chaparra y la Chamorra labrando las tierras, el arado tropezaba con algún
objeto, resto de un antiquísimo poblado establecido y también sepultado en la
zona?
Evidentemente que el arado y el padre de
Quintín bastante tuvieron con remover la tierra y prepararla para ser sembrada,
un año más, sin extraer objeto alguno, como no fuese el fragmento de un botijo
que se le rompiera a Quintín el año anterior.
Y entre arada y siembra de las tierras,
Quintín y Teógenes, que habían nacido el mismo día y eran vecinos, fueron
cultivando en el campo de su existencia los sabrosos y nutritivos productos que
proporciona la verdadera amistad.
Juntos fueron el primer día a la escuela,
juntos lo hicieron cada día durante los dos cursos y medio que compartieron
escuela, pupitre y estudios y juntos hicieron "la "primera
comunión" de la que conserva la única fotografía de su amigo que le sirve
de entrañable punto de libro en la citada lectura.
Quintín abre el librito una vez más, y una vez
más mira a Teógenes en el momento en que, vestido de marinerito, recibe el
cuerpo de Cristo tan apaciblemente serio como siempre ese bueno, inteligente y
apocadito tirillas al que tanto estimaba.
Su amigo Teógenes no tenía padre, aunque todos
sospechaban quien era. Su madre (hospiciana) había llegado veinte años atrás
para, a cambio de alojamiento, manutención y cuatro perras, cuidar de la señora
ricachona del pueblo que, ya sin marido y sin hijos, vivía de las rentas de sus
varias y variadas propiedades.
Cuando el fin de la católica, apostólica y
romana señorona se aproximaba, el cura del pueblo (por si ya no eran frecuentes
sus visitas a fin de prepararla para su último viaje y alguna que otra cosilla)
las menudeó todavía más.
Por fin, la señora ascendió a los cielos, solo
Dios sabe si directamente o previo paso por el cementerio. Pero a partir de
entonces, ¿qué sería de la hospiciana que la había cuidado como si fuera su
hija y que, por obra y gracia de Dios no se quedaba sola, sino con un visible
bombo en el que iba desarrollándose una huérfana criatura?
El cura, que esperaba hablar con Dios un día
cara a cara, entonces, hablando consigo mismo y con la señora que con el
Todopoderoso lo haría muy próximamente, se propuso sacarle, por el módico
precio de "muchas gracias y de que Dios se lo premiaría", la
propiedad de una casita para la pobre mujer y lo que viniera, y, por su parte,
él la tomaría como criada suya, aunque sin habitar en la que todos llamaban
"la casa del cura", con el fin de dar de comer y de beber lo menos
posible a las peregrinas y peregrinos del cotilleo, albergando, muy en secreto,
la intención de llevar al seminario a la criatura, en cuanto pudiera hacerse,
en el caso de que fuese un niño, obviamente.
Nacieron ambos un gélido día de diciembre:
Quintín por la mañana y Teógenes por la tarde.
Sin la menor traba por parte de los padres,
gatearon juntos muchas horas durante el otoño, y con la llegada del invierno,
juntos, también, dieron sus primeros pasos. Y, aunque con el discurrir de los
años, el círculo de amigos fue ampliándose, nunca lo sería en detrimento de su
íntima amistad, favorecida por la vecindad, por combinar muy bien caracteres
bastante diferentes sobre la base de una innata bondad y porque, no disponiendo
Teógenes y su madre de otra cosa que la casita y el trabajo de criada del señor
cura, Teógenes fue un inseparable y generoso colaborador de Quintín en algunas
de las muchas tareas propias del campo y del pueblo que desde muy pequeño le
encomendaban sus padres.
Por la mente de Quintín, se despliega el
virtual álbum de sus recuerdos en compañía: yendo a por agua a la fuente;
poniendo a resguardo brazadas de leña; regando en el huerto; cogiendo patatas,
remolachas, nabos…; cuidando vacas y cabras; transportando haces; trillando;
triscando hierba y paja… y muchos otros pequeños quehaceres.
También algunas travesuras propias de la edad
a iniciativa siempre suya, pues a Teógenes ni se le pasaban por la imaginación.
Y dos hechos en los que antes de las últimas
páginas del álbum, su memoria hace especial parada y fonda.
En el primero, Quintín está a punto de tener
un hermanito o hermanita, según le han dicho. Cuenta con 6 años, como Teógenes.
Mientras el médico y alguna vecina están con su madre en la planta de arriba de
la casa, Quintín y Teógenes, cada uno a un lado de la puerta, vigilan
atentamente para ver por dónde y cuándo entrará la cigüeña portando en el pico
la cestita en la que se dice que trae los niños de París.
Pasa el tiempo y… nada. Que la cigüeña no
aparece. De pronto, se escucha claramente el llanto de una criatura.
-Pero, ¿por dónde habrá entrado? -pregunta
Quintín sorprendido.
Teógenes no contesta. Medita seriamente, como
siempre. Y súbitamente dice:
-Las cigüeñas ya se han ido del pueblo, como
cada año. Son muy frioleras. Yo creo que no son ellas las que traen los niños.
Las mujeres antes de ser madres, tienen una barriga muy grande y cuando ha
llegado el niño o la niña, ya no la tienen. Deben de salir de ahí.
-¿Por dónde? interroga Quintín.
-No lo sé -responde Teógenes-. Pregúntaselo a
tu madre.
En el segundo, tienen 8 años y los dos se
hallan en el frontón del pueblo. Están jugando los más mayores de la escuela.
Cada vez que la pelota se va fuera, piden a los pequeñajos que merodean por
allí, que vayan a buscarla. Como el que puede, se escaquea, Teógenes que es un
trozo de pan bendito, se sacrifica; hasta que, por fin, ya cansado, se niega.
Es entonces cuando uno de los chicos -y no es la primera vez que lo hace- le
dice amenazadoramente:
-¡Hijo puta! Vete a buscar la pelota, porque
si no, te vas a enterar…
-¡Vámonos! -gritó entonces Quintín-. Que vaya
a buscarla él.
Y se marcharon corriendo.
Intrigados por el verdadero significado del
insulto repetido y que parecía exclusivo de Teógenes, ¿qué mejor que salir de
dudas buscando la palabra puta en ese viejo diccionario que había en la casa de
Quintín?
Con no poco esfuerzo y sin ayuda de nadie,
leyeron:
"puta.
(De or. inc.) F. Prostituta, ramera, mujer pública".
Se quedaron igual. Como estaban en la letra p,
retrocedieron hasta hallar:
"prostituta.
(Del lat. prostituta.) F. Mujer que mantiene relaciones sexuales con hombres, a
cambio de dinero".
-¿Relaciones sexuales…? ¿Qué es eso? -preguntó
Quintín.
Teógenes, después de unos segundos de
reflexión, serio como de costumbre, respondió:
-Supongo que es lo mismo que joder.
No hubo más comentarios. Como ninguno de los
dos asoció el insulto con la madre de Teógenes, no fueron más allá en sus
investigaciones ni tuvieron tiempo para hacerlas conjuntamente.
Un día del mes de septiembre, poco antes de
comenzar el curso, Teógenes se puso malo, muy malo, tanto que a Quintín no se
le permitió ir a verlo. Y a los dos días, por él doblaban las campanas.
Cuando, a hombros de cuatro mozos, el pequeño
féretro pasaba por delante de su casa, primero camino de la iglesia y,
posteriormente, del cementerio, muy junto a él, quiso acompañar a su amigo
hasta el último momento.
Llegados al camposanto, en el sobrecogedor
silencio del lugar, Al caer sobre la blanca y celeste caja la primera paletada
de tierra, Quintín no pudo retenerse: entre sollozos gritó:
-Adiós, Teo, adiós.
Y girándose rápidamente, con la enorme carga
de una amistad truncada de raíz sobre sus frágiles hombros, salió corriendo,
mientras experimentaba en lo más profundo de su ser lo que escribiera Fernán
Caballero:
¡El adiós es siempre una triste fórmula!, pero
en el camposanto es donde se convierte en una solemne verdad.
Autor: Carlos Andrés Vallejo. Barcelona, España.