EL NOTARIO Y EL MORO
Cuentan las lenguas que todo lo cuentan que en las afueras de una
pequeña ciudad de provincia dos ciudadanos se compraron una casa adosada una a
la otra para descansar los fines de semana. El notario llevaba muchos años en
la ciudad, y aunque era un hombre muy habitable, todos lo llamaban don Julián.
Omar hacía los mismos años que había llegado de Marruecos, y aunque estaba más
que integrado en España, todos lo seguían llamando el Moro. El notario y el
moro no tardaron en hacerse buenos amigos. Los sábados se juntaban para cenar,
unas noches en la casa del notario, otras en la del moro, y ambos eran tan
buenos conversadores que las sobremesas eran interminables. En aquellas
tertulias, como en todas las tertulias, a veces se hablaba de cosas serias, a
veces de cosas sin importancia, pero siempre muy entretenidas. Aquella noche
hablaron de sus casas.
—Hemos hecho una buena inversión —dijo el notario más ancho que
largo—. Las compramos baratas cuando era una zona sin vida, pero tanto se ha
revalorizado que podemos venderlas por el triple de lo que nos costaron.
El moro soltó una carcajada.
—Creo que en esta ocasión te equivocas. Aquí el que ha hecho buena
inversión soy yo, pero tú…
—¡Qué tontería! Las casas tienen los mismos metros cuadrados,
están construidas con los mismos materiales, disponen de los mismos servicios,
tienen los mismos años, y solo yo puedo sumarle una mejora: la buhardilla, que
ya es un estudio de lujo.
—Sí, sí, eso está muy bien pensado por tu parte —Razonó el moro—.
Pero cuando yo diga que tengo de vecino a un notario, pida lo que pida por
ella, me la quitarán de las manos. Sin embargo, cuando tú digas que tienes de
vecino a un moro, ni regalándola podrás quitar el cartel de “Se vende”.
Autora: María Jesús Sánchez
Oliva. Salamanca, España