La calabaza de Pedro.

 

Pedro siempre se las arreglaba para ser feliz. Era hijo único y no le gustaba estar solo. Mientras iba a la escuela se sentía acompañado porque era muy amiguero y nunca le faltaba con quien jugar. Durante las vacaciones se iba a vivir con su abuelo a la chacra: el abuelo vivía solo pero, del mismo modo que Pedro sabía buscar compañía. Algunos viejos campesinos, sus hijos y sus nietos; sus animales: el perro, el gato, el caballo y las gallinas le servían como interlocutores y, cuando Pedro llegaba, no solo el mundo se vestía de fiesta, también su corazón se enfiestaba. Por lo demás, las vacaciones son en verano y el verano es tiempo de cosecha ¿Cómo no iban a estar los dos de parabienes? Ese año la llegada de Pedro coincidió con la recolección de calabazas. Mirá, mirá, decía el abuelo orgulloso. Este año están espectaculares. Y sí, todas eran grandes y lustrosas, todas estaban bien formadas y eran muy, pero muy pesadas lo que hacía pensar en que tendrían mucha y muy dulce pulpa. Sin embargo, y esto es algo que casi nunca deja de suceder, entre las calabazas apareció una muy pequeñita y con su cáscara manchada, una que además era extremadamente liviana. Al dar con ella Pedro la dejó a un lado. Su abuelo se acercó y le dijo:

_ ¿Por qué la dejás así, tan sola, tan sola y tan abandonada?

_ Pero abuelo-replicó Pedro- ¿no te das cuenta de que la dejé porque no sirve?

_ ¿Y quién te dijo a vos que no sirve? Eso de que no sirve es lo que vos pensás, pero lo que pensamos cuando lo hacemos sin pensar verdaderamente no siempre es lo cierto.

_ Está bien abue, puede que tengás razón, pero ¿para qué sirve? Mirá como es de pequeña

_ Fantástico Pedro, tiene el tamaño exacto para hacer un mate….

_ ¡Sos un genio! Se alegró Pedro al imaginar ese mate que le regalaría a, bueno, a una compañerita que siempre le convidaba con su merienda. Más, de inmediato dijo: su cáscara está muy manchada.

_ Es cierto m’hijito, pero la mancha es de un color que quedará muy lindo si le pintás alrededor algunas manchitas que combinen con la que ya tiene.

La alegría de Pedro no tenía límites.

_ ¿Y lo de su forma como lo arreglamos?

_ Pues, simplemente rebanándole despacito con un cuchillo una de las puntas y dándole la abertura adecuada para la boca del mate.

Cuando terminaron las vacaciones Pedro regresó a la ciudad para concluir la escuela primaria. ¡Con qué ilusión llegó el primer día de clase! ¿Y eso por qué? Porque en su mochila estaba el mate que le regalaría a su amiga Micaela. Saludos y abrazos, preguntas y conversaciones interrumpidas y continuadas a coro por todos los compañeros de grado, por todos menos por Micaela que no había llegado aún; pasó la jornada escolar y Micaela no llegó.

La madre de Pedro fue a buscarlo. Él le notó la cara seria y triste: ¿Qué pasa mamá?

_ Es que, es que…

Pedro, más preocupado por la ausencia de su amiga que por la expresión de su madre, cambió su pregunta:

_ ¿Mami, sabés que Micaela no vino a clase? Las dos preguntas se resolvieron en una sola y aterradora respuesta:

_ Mirá Pedro. Micaela fue atropellada por un automóvil y…. y está en el hospital.

_ ¿Se va a morir?

_ No, no pero, pero…

_ ¿Pero qué?

_ Que no se sabe si volverá a caminar.

Esa misma tarde Pedro se acercó al hospital. Siempre supo que no olvidaría aquella tarde y aquella cara, la de su amiga, tan demacrada, tan triste, tan linda. ¿Ya lo sabés? Esa fue la primera pregunta de Micaela.

_ ¿Si ya sé qué? -preguntó Pedro a su vez- lo que yo sé no es lo que vos querés decirme; vos querés decirme que acaso no volverás a caminar; lo que yo quiero decirte es que te extrañé un montón esta mañana y que estás preciosa.

Ella iba a interrumpirlo pero él no se lo permitió:

Lo que vos sabés es terrible pero no sirve. Lo que yo sé sí que sirve porque como me querés mucho te vas a reponer y vamos a estar juntos en los recreos, como antes, como siempre.

No fue fácil. En los primeros tiempos Micaela cursó el grado con una maestra domiciliaria. Mientras eso ocurría, Pedro y sus compañeros se informaron acerca de las necesidades que ella tendría a su regreso a la escuela. ¡Imposible! No había rampas para subir la silla hasta el segundo piso, no había sitio para colocar la silla y el pupitre de Micaela en el aula, no había baños adecuados. A pesar de todo eso, Micaela concluyó con éxito el curso y asistió con sus compañeros a los festejos de fin de año. Quedó en la escuela un petitorio firmado por los padres de todos los alumnos del curso para que se cumpliera con las leyes vigentes que garantizan la accesibilidad para un alumno con las características de Micaela.

Ese año Pedro no pasó las vacaciones con su abuelo. Se quedó en la ciudad. Por las mañanas paseaba con su amiga o jugaban a algún juego de mesa; por las tardes leían, escuchaban música o miraban alguna peli, y aunque cueste creerlo se sentían felices.

Se anotaron en el mismo colegio secundario, un colegio que tenía rampas y baños, un colegio en el que había un buen gabinete psicopedagógico y profesores bien preparados para ayudar a la Mica. Ambos jóvenes pertenecían al mismo grupo; si había alguna fiesta iban juntos. Pedro bailaba. Micaela tocaba la guitarra y cantaba como un ángel. Llegó el tiempo de elegir carrera: Pedro optó por agronomía y Micaela por psicopedagogía. Claro que no tenían tanto tiempo para estar juntos, pero sus encuentros eran muy ricos porque al placer de estar juntos se le agregaba la riqueza de espacios diferentes.

Ya a punto de concluir la universidad, Pedro dijo simplemente:

_ ¿Te parece que esperemos a recibirnos para casarnos?

_ Sí -contestó ella con idéntica simplicidad- Pero, ¿puedo preguntarte algo?

_ Claro, claro mi amor.

_ ¿Cómo pudiste tomar lo que me ocurrió con tanta fuerza? ¿Cómo pudiste hacer que yo no me dejara caer?

 Por toda respuesta Pedro le entregó un pequeño envoltorio.

_ ¿Y esto?

_ Abrilo pues.

 Era un mate. ¡Un mate! Sí, un mate.

_ Vos no tenés más que leer el papelito que está adentro.

Un papel doblado muy chiquito, tan chiquito como para que cupiera en el interior del mate contaba su historia: la historia de una calabaza que pudo haberse quedado sola y abandonada, de un abuelo sabio y bueno, y de un chico que hacía ya tiempo sabía que estaba enamorado de su compañerita de curso.

 

Autora: Lic. Margarita Vadell. Mendoza, Argentina.

margaritavadell@gmail.com

 

 

 

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