Carta a Lali.

 

 

Querida Laly:

 

Ojalá te acuerdes de mí como yo de vos…

 

Si no estoy en tu memoria puedo ayudarte con algunos detalles.

 

Fue hace 43 años, mes de enero, pleno verano.

 

Trabajabas tejiendo gorros al lado de una ventana, cada vez que mirabas hacia fuera veías la casa que estaba al frente y me encontrabas a mí, que desde

mi ventana no te sacaba los ojos de encima, eras mi entretenimiento cuando no me tocaba trabajar.

 

Vos tenías 27 años y yo recién había cumplido mis 17.

 

Crucé la calle muchas veces para llevar a mi hermanito a jugar con una nena de su edad, casi cinco años, era la hija de tu amiga, que te llevó a vivir

allí por unos días hasta que consiguieras alquilar algo en otro lugar, pero en esos días no querías estar sola. Venías de una importante frustración. Cuando

faltaban pocos meses para tu casamiento, tu novio se arrepintió y te abandonó. Me contaste toda la historia en una de mis visitas, mientras compartíamos

un mate con tu amiga y dejábamos a los niños jugar con libertad.

 

Mi hermanito, se había convertido en la escusa perfecta para que yo pudiera cruzar la calle cada vez más seguido, porque vos y yo nos habíamos acostumbrado

a vernos, aunque por momentos no teníamos nada de qué hablar.

 

Un día llamaste por teléfono preguntando por él y aproveché para que hablemos de nosotros, no sé de donde saqué coraje, pero terminé invitándote al cine.

 

¿Te acordás?

 

De la película supimos muy poco, nos pasamos el tiempo mirándonos, convidándonos golosinas y acariciándonos las manos, hasta que usando a la oscuridad

como cómplice, decidí darte un beso que no rechazaste, parecía que lo estabas esperando, entonces seguimos… más nos besábamos y más ganas nos daban de

continuar.

 

Pasamos varias semanas muy románticas, después de cumplir con nuestras obligaciones, nos encontrábamos para ir al cine, cenar en algún restaurante, caminar

sin rumbo por las calles, o mirar la luna sobre el lago. Vos repetías que estabas volviendo a soñar y que te hacía muy bien estar conmigo, que de a poco

empezabas a salir de tu depresión.

 

 Yo disfrutaba de los besos y caricias que nunca rechazabas, me sentía importante al saber que te estaba ayudando a salir de tu problema.

 

Era un adolescente que empezaba a descubrir la hermosa relación con el sexo opuesto y, mi pasión desenfrenada me despertaba deseos cada vez más urgentes.

 

Un día dijiste que habías conseguido un lugar que no era el mejor, pero que vendría muy bien para que te vayas de la casa de tu amiga, me preocupé, porque

pensaba que no volveríamos a vernos, pero dijiste que no era por mí, era porque vos pagabas todo lo que se comía en esa casa.

 

¿Te acordás?

 

El nuevo sitio era una vivienda que no estaba terminada, pero tenía su cocina, su baño y su cama, lo único que se necesitaba. Ya no teníamos que escondernos,

estábamos solos, podíamos disfrutar de nuestra intimidad. El cine, las caminatas y el restaurante pasaron a ser solo excusas para que nos encontráramos

todas las noches, ya no íbamos al centro, directamente nuestro punto de reunión era en ese nuevo espacio.

 

No quería ver a los amigos de mi edad, los notaba demasiado inocentes y, aunque me moría de ganas de contarles lo que estaba viviendo, prefería callar,

no me creerían.

 

Intuíamos que nadie estaba de acuerdo con nuestra relación, todos hablaban de la diferencia de edad, cada vez que yo llegaba a mi casa me miraban con suspicacia.

 

Empezaste a decir que no estaba bien que siguiéramos, que debíamos tener cuidado, porque nuestra relación ya estaba avanzando mucho, que estábamos yendo

demasiado lejos.

 

Yo sabía que era una experiencia soñada, pero parecía de otra dimensión; debíamos tomar diferentes caminos, lo entendía muy bien, todos los días me lo

decías.

 

Había pasado febrero, marzo y ya estábamos en abril, casi cuatro meses y nuestros encuentros eran cada vez más intensos y más fogosos, esa cama nos permitía

pasar juntos toda la noche, inventando y descubriendo diferentes formas de amarnos.

 

¿Te acordás?

 

Constantemente me pedías enfriar la relación para poder separarnos, pero al ver que yo no hacía ningún esfuerzo, la decisión la tomaste vos; faltabas a

las citas, siempre encontrabas alguna escusa, no atendías el teléfono, dejaste de frecuentar los lugares donde yo solía encontrarte y, si te descubría,

tratabas de que estuviéramos juntos el menor tiempo posible; protestabas como nunca lo habías hecho, hasta se te escapaban malas palabras, las que yo nunca

te había escuchado pronunciar, eras otra persona, parecía que tratabas de dejar de gustarme… Fuiste muy hábil para conseguir tomar distancia.

 

Era yo el que insistía para conseguir algún tipo de acercamiento, pero tu piel ya me rechazaba, debía forzar demasiado, como me pasaba con las adolescentes

que perseguía en el colegio…

 

Me regalaste una última noche de placer que jamás podría olvidar, algo que resultó un premio a mi empecinamiento, pero asegurabas que no nos veríamos más.

 

Cuando hablamos por última vez en una esquina, me diste un beso de amiga y, agarrándome los brazos, dijiste entre lágrimas: “no te enojes, te deseo buena

suerte, me hiciste muy bien, pero esto no puede seguir, por favor, tenés que entenderlo”. Después de unos segundos de silencio agregaste la frase más importante

de esta historia:

 

“Espero que me saludes cuando me cruces por la calle”.

 

Giré y empecé a caminar, mientras me alejaba dijiste de nuevo:

 

¡Espero que me saludes cuando me cruces por la calle!

 

Sentí tu mirada en mi espalda, quise mostrarme ofendido, enojado, buscaba algún recurso para culparte y conseguir que la relación continuase, pero sabía

y aceptaba que era el final, algún día te lo diría.

 

En mis labios se dibujaba una sonrisa de felicidad, estaba muy contento y agradecido por haber tenido esa experiencia increíble, siendo apenas un adolescente

apurado por aprenderlo todo. Sabía que teníamos aspiraciones diferentes, vos pensabas en casarte, tener hijos, hacer una familia, yo quería divertirme.

 

Siempre he deseado escribirte esta carta, quise volver a verte en algún lugar, sobre todo para contarte lo que pasó después de aquel último beso.

 

Cinco días más tarde hice un viaje de vacaciones con parte de mi familia, jugábamos a adivinar los números de las patentes de los autos que se cruzaban

y, algo no andaba bien.

 

Papá y mis hermanos leían los números con alegría y yo fingía hacer lo mismo, pero descubrí que no los estaba viendo, no me animaba a decirlo.

 

Cuando se me ocurrió comentarlo, me miraron preguntando:

 

¿Cómo es eso de que no ves?

 

¿No podés leer las patentes?

 

¿No les ves la cara a los que van en los otros autos?...

 

“¡Vas a tener que ir al oculista!”

 

Respondí que sí, pero al final de este viaje, mientras tanto disfrutaré de las vacaciones, de las cabalgatas, de las aguas termales y del cariño de los

familiares.

 

Al volver aprendí una palabra nueva, oftalmología.

 

Recorrí hospitales, clínicas y consultorios de toda clase; los profesionales dijeron que se me estaban inflamando los nervios ópticos aceleradamente. Buscaban

la causa y nunca la encontraron, mientras tanto, trataban de frenar el proceso con potentes tratamientos de corticoides. Me hicieron viajar a Buenos Aires,

en busca de otro tipo de soluciones, consultar especialistas, más institutos de la vista, hospitales, más conocimientos y tecnología.

 

Aprendí otras palabras nuevas referidas a mi problema, neuritis óptica bilateral con escotoma central en ambos ojos; todos lo calificaban como algo muy

raro.

 

Se sabía de gente que pierde la visión periférica y que solo ve por el centro, como por un tubo, o un túnel; mi caso era exactamente al revés, no veía

nada en el medio, no tenía foco, debía manejarme con lo que me quedaba sano en la periferia.

 

Nunca me hablaron de anteojos, apuntaban a potenciar o mejorar los tratamientos.

 

Terminó ese otoño y pasó todo el invierno, en esos meses perdí el 70 % de la vista.

 

 Volví a nuestra ciudad con muchos kilos de más y granos en el cuerpo, producto de los fuertes tratamientos de corticoides.

 

Me visitaron vecinos, familiares, compañeros de colegio y toda clase de amistades.

 

Yo soñaba con encontrarte para contarte lo que me estaba pasando, quería decirte que no estaba enojado, que si no te saludaba era porque no te veía.

 

Con el 30% que me quedaba como resto visual, aprendí todo de nuevo, tuve que resignarme a no reconocer a nadie de los que se cruzaban conmigo, me fui acostumbrando

a las voces.

 

Volví al colegio, donde tenía que explicar todo a cada uno que preguntaba, con ayuda o sin ella, con esfuerzo y constancia pude terminar mi secundario.

 

Mi vida se fue desarrollando en distintos ambientes, con éxitos y alegrías, siempre midiendo lo que podía hacer o no. Aprendí a pedir ayuda cada vez que

necesité leer algún cartel, parar el micro, o un taxi.

 

Pasaron 25 años antes de que yo mismo me reconozca como discapacitado; me dieron el carnet que lo acredita y empecé a obtener beneficios del estado.

 

Muchas veces algún amigo me decía que me había cruzado con vos, que quedaste mirando, como esperando el saludo, quise volver para explicarte, pero ya ibas

muy lejos, perdiéndote en el tumulto. En otros momentos me pareció que estabas muy cerca, reconocí tu vos, tu risa, siempre quise que habláramos, quería

contarte… “Dejé de saludarte porque perdí la vista, no estoy enojado con vos, todo lo contrario, estoy agradecido y feliz de que me hayas permitido vivir

esa maravillosa experiencia, cuando era apenas un adolescente que recién empezaba a descubrir el mundo”

 

Hace dos años, en la montaña, viajando en aerosilla, se sentó conmigo un desconocido con el que empecé a conversar, tocábamos diferentes temas y la charla

era muy amena.

 

Dijo que su suegra había nacido en esta región, entonces pensando que podía conocerla, pregunté nombre y apellido, cuando me lo dijo me sorprendí gratamente.

 

 ¡Claro! pensé, es ella, la misma, entonces quise saber más.

 

¿Dónde está?

 

¿Cómo puedo encontrarla?

 

Quisiera ha... hablar con ella, tengo que decirle algo importante.

 

Respondió no, ella falleció, fue víctima de una enfermedad terminal.

 

Pasaron unos minutos y él mismo interrumpió mi silencio con una pregunta.

 

¿Era realmente tan importante?

 

Entonces respondí que si, me miró con curiosidad y, en lo que quedaba de viaje le resumí toda la historia que terminaba con esa frase:

 

“No estoy enojado, nunca te saludé porque no he podido verte, perdí la vista”.

 

Donde estés en estos momentos, recibirás una oleada de paz, al escuchar lo que siempre he querido explicarte: estoy profundamente agradecido.

 

 Yo también tendré paz, porque mi corazón estará siempre abierto a los recuerdos de aquellos maravillosos momentos.

 

Me despido con una sola palabra… GRACIAS.

 

 

Autor: Mario Gastón Isla. Bariloche, Argentina.

 

marioisla@bariloche.com.ar 

 

 

 

Regresar.