Te incluyo.

 

Hace ya varios meses que no tomo contacto con este medio entrañable de comunicación que es la revista “esperanza” y, el no haber tomado contacto, sólo tuvo como razón mi falta de tiempo o, tal vez, mi incapacidad de priorizar y organizar mis actividades. Lo cierto es que este interludio ha ido germinando en temas que quiero compartir con ese conjunto heterogéneo y amistoso de lectores que constituyen la comunidad de la revista. En apenas dos breves párrafos, párrafos que casi no son tales, he nombrado dos veces la palabra contacto y ahora lo hago por tercera vez. La repetición del término no es desde luego casual. En verdad, al pensar en uno de los temas que me propongo abordar, no imaginaba, ni remotamente, que este vocablo, germen de mis reflexiones, iba a derivar en algo tan explícito, tan manipulado, tan peligroso. Es que, en efecto, la pandemia ha puesto el contacto como un riesgo potencial, como algo que en la medida de lo posible debe ser evitado. Me refiero, como es natural, al contacto entre personas que puede ser nada más y nada menos que fuente de contagio. Esta forma de comunicación es sin duda un modo de mantener contacto, un contacto que en su forma es virtual, pero cuya intimidad dependerá de que mi escritura y la lectura de ustedes genere un vínculo entre nosotros, un vínculo que a mí me ayudará a exponer las ideas y a expresar los sentimientos y las sensaciones que me habitan y me configuran.

El tacto, según asevera ya Aristóteles en el siglo IV antes de Cristo en el capítulo II de su “tratado del alma”, “es el sentido de la vida”, y, ciertamente lo es porque sin él se anulan las diferencias primordiales que permiten a los seres vivos no sucumbir al medio en el que existen. Frío-calor, liso-cortante, punzante o no, son estímulos sin los que el hielo, la quemadura o el corte podrían matarnos de manera casi inmediata. Sin embargo, esta garantía de sobrevivencia que nos da el tacto en su función más básica, tiene posibilidades tan amplias en la relación humana que sin él, la humanidad manifiesta en cada hombre y en cada mujer, sería extremadamente pobre. Es que el beso es tacto, tacto es el abrazo, tacto es también el maravilloso momento en que el bebé encuentra lo nutricio en el pecho materno. No sólo pues en la relación con el medio sino también en nuestra relación con el otro, este sentido tan frecuentemente ignorado, es dador de placer o de dolor. Duele la quemadura, la bofetada duele; acaricia un pétalo, acaricia la mano del amigo y, desde estas innumerables bipolaridades fundamentales, se alimenta y se enriquece la existencia, maravillosa y frágil, que somos en el tiempo.

Se ha dicho en múltiples ocasiones que, aunque lo es para todos, para los individuos que carecen de vista el tacto es un sentido de conocimiento, ya que a las referencias básicas que se obtienen al relacionarse con el medio, sea este el del entorno de las cosas o el del entorno humano, se le une la necesidad de utilizarlo como explorador de esos entornos. Yo diría que en las personas ciegas el tacto no es meramente conocimiento, es un modo superlativo de re-conocimiento.

Son muchas las ocasiones en las que tocándolo conocemos un objeto, son muchas más las ocasiones en las que reconocemos un objeto de uso cotidiano ¿es que acaso al recibir el mate no lo reconocemos como mate? Si es importante la habilidad para conocer, la prontitud en el acto de reconocer nos da una solvencia y una certeza que hace más llevadera y menos entorpecedora la condición limitante de la ceguera.

 En esta cuestión nos detenemos, con el fin de clarificar algunos conceptos de los que vamos a valernos para hablar de lo que se anuncia en el título de esta comunicación: “Te incluyo”.

Quien proclama el posesivo “te” es el mundo, un mundo que nos recuerda que estamos en él, que somos él y de algún modo que sin nosotros, ese mundo del que a veces nos sentimos “excluidos” no sería el mismo. Damos por sentado pues, que el mundo, al tiempo que es en nosotros, también nos “incluye”. Aseverar que el mundo nos incluye nos remite inevitablemente al vocablo que este verbo despliega: “incluir es poner una cosa dentro de otra o dentro de sus límites”, pero es también, según la segunda acepción que nos indica el diccionario, “contener algo o llevarlo implícito”. De estas definiciones nominales se desprende sin más, como irrefutable, el hecho de que todo hombre y toda mujer está incluido en el mundo de lo humano.

 Entonces, ¿Cuál es la razón por la que, no sólo las personas ciegas sino todas las personas afectadas por una discapacidad luchan por su inclusión? Sencillamente porque la pertenencia al mundo tiene que expresarse en múltiples aspectos: el laboral, el social, el familiar, el de derechos a recibir ayuda para estrategias derivadas de la discapacidad, y a un etc. que “incluye” un sinnúmero de aspectos que están implícitamente contenidos en el concepto de inclusión y que, frecuentemente, son lisa y llanamente dejados de lado, o cumplidos solo a medias.

 

Paréntesis

 

Comencé a escribir este artículo con la intención de enviarlo para la revista de abril, y no, no alcancé a concluirlo a tiempo. En esos días se estaba iniciando el paréntesis que la pandemia puso en nuestra cotidianidad. Dejaría de encontrarme con mi profesora de crochet y con la amiga que aprendía conmigo, no me encontraría con las amigas con las que suelo juntarme habitualmente, no saldríamos con mi hija y sus niños, ni con mi esposo y mi hijo; la plaza donde juegan los niños mientras su madre y yo leemos y mateamos parece no existir, también parece no existir el restaurante donde algún sábado íbamos en familia a cenar, ni ese rincón amigable del cafecito en el que nos sentábamos con mi compañero de viaje a conversar, como si en vez de llevar 45 años viviendo juntos, acabáramos de conocernos…. Por fortuna no pensé en todas estas cosas que ahora enuncio en modo potencial, sencillamente se fueron tachando, sencillamente desaparecieron de los días en que eran en mi vida.

 A simple vista se hubiera podido pensar que se disponía de más libertad para el trabajo intelectual, lectura y música, películas y temas a desarrollar por escrito: no, debo reconocer que en mi caso eso no ocurrió; se me escurrieron las horas y los días hasta que recibí el pedido de colaboración para la revista: fue un campanazo de alerta, una ducha vivificante que me hizo recobrar mi centro. Releí con sorpresa lo que había escrito para el número anterior y, con más sorpresa aún, advertí que el tema que estaba abordando había sido la preocupación central de esta singular situación de aparente paréntesis. En mi caso, ya no tendría que ir a la biblioteca una vez por semana, tampoco tendría que reunirme con las transcriptoras de Braille que estaban completando su período de prácticas, no vendrían mis nietos a almorzar dos veces por semana. El paréntesis tuvo su lado de quita de placer y su lado de mengua de responsabilidades que, de alguna manera, también me resultan agradables, a pesar de que suelen, en su exigencia, provocar alguna fatiga. Me encontré, por tanto, frente a un tema ya iniciado, un tiempo distinto y el desconcierto. No quiero abandonar ese tema que el paréntesis marcó con más fuerza: “el contacto”. Cuando inicié el artículo recién se hablaba de distanciamiento social, del no abrazo y del no beso, pero también del cuidado al tocar superficies, de la necesidad de utilizar barbijos y guantes…. Ahora estos términos se han encarnado en nosotros y son parte de una realidad que aunque se atenúe en aspectos que serán menos rígidos no, al menos eso creo, no nos abandonarán por completo. ¿Y aquello de lo que yo quería ocuparme? Aquello está aquí.

Siempre expresé que la ceguera agudiza los aspectos de muchas de las circunstancias en las que vivimos. Acabo de comprobar que en estas, las impuestas por la pandemia, ha sucedido exactamente lo mismo. Es que no es lo mismo privarse del “contacto” con los que nos rodean viendo que sin ver; es que no es lo mismo andar por la calle y tener que aferrarse a las barandillas de un ómnibus teniendo vista que no teniéndola; es que tampoco es lo mismo andar con barbijo que sin él, porque a quienes no vemos nos causa dificultades accesorias: los puntos de referencia se atenúan, la percepción facial disminuye, las voces no suenan exactamente iguales: sí, estamos frente a una dificultad que se añade a las que presenta nuestro desplazamiento cotidiano. Por obvia, no aludo a la posibilidad de usar guantes, lisa y llanamente confieso que no los he utilizado y que, por ende, el lavado de manos es aún más frecuente que en las personas que pueden usarlo sin desmedro de sus habilidades. Pero…, estamos incluidos en el riesgo de contraer el virus y debemos incluirnos en los cuidados propuestos. Sin embargo, no es esto lo más importante, lo que se relaciona con el tema del que estamos hablando.

Hablar de contacto implica hablar de acercamiento: puede ser que nos acerquemos de manera virtual con alguien a quien no conocemos personalmente; puede también acontecer que nos acerquemos a las cosas para conocerlas o reconocerlas, pero el con-tacto, ese que conlleva inevitablemente el tacto, el tocar las cosas para conocerlas o reconocerlas no es el contacto del que quería ocuparme: el con-tacto. Del que quiero ocuparme es el que nos acerca a otro ser humano. Creo que intuía la importancia de ese modo de acercamiento a ese otro que puede ser próximo y entrañable, circunstancialmente cercano o desconocido. Intuía la importancia de ese contacto, tanto la intuía que ese era el tema de mi inconcluso artículo, pero…. ¡que distinta es la presunción a la vivencia, a una vivencia que para colmo es vivencia de privación! Sé bien que, no solo quienes no vemos experimentamos como una privación el no poder acercarnos a las otras personas que nos rodean con muestras de cariño expresadas por… por un contacto-tacto; pero sé también que quienes no vemos experimentamos esa privación de un modo más acuciante y ¿porqué no admitirlo¿ más doloroso. Es aquí donde me parece necesario que nos detengamos en un tiempo de reflexión.

 

Cuando nos presentan a alguien, depende de la situación, tendemos la mano o nos acercamos para dar y recibir un beso en la mejilla; este momento es uno de los que suelen resultarnos, o al menos a mí, suele suceder que me resulte algo incómodo. Es que en esas circunstancias falta la inmediata, sin explicación, conexión de la mirada, una mirada que da a las personas que se encuentran por primera vez, una simple pero eficaz certeza de presencia; ¿Cuántos detalles se aprehenden sin más a través de una mirada? La fluidez de ese primer acercamiento depende, claro está, en gran medida de la actitud de la persona con la que nos contactamos. Siempre he pensado que en esta, como en otras circunstancias, lo que gusto denominar “autoinclusión” es, sin embargo, tanto o más importante que la actitud de la persona que nos enfrenta. Un rostro afable, un modo que podría designarse como “corporal” de estar situado, una sonrisa franca desinhiben al otro, si acaso así se sintiera; viene en ayuda la mano que se tiende, la cara que se acerca, en fin, ese gesto humano que dice “no te miro pero te registro”. Ahora ese gesto falta y queda entre la mirada ausente y la palabra un hueco que debe intentar llenarse. Y no es fácil: la palabra queda dicha, es una realidad en sí misma, se pierde la sutileza del gesto que propicia la aproximación. Frente a esto poco podemos hacer, excepto saberlo, aceptarlo y comprender el azoramiento del desconocido al que nos aproximamos, si fuera el caso; pero permítanme confiar: la paciencia, la palabra que no puede ser evitada, pronunciada sin ansiedad, con franqueza y dulzura nos permitirán sortear el momento. Pero, no solo en ese primer y fortuito encuentro: en casa, con los nuestros, ¡que falta hace el vivificante contacto afectivo! También aquí la mirada es un auxilio, ¿Cómo advertir si el otro está enojado antes de pronunciar una frase inconveniente? ¿Cómo saber que está sonriendo, tal vez haciéndonos una broma? A mí esto me resulta bastante difícil porque mi familia tiene conmigo códigos establecidos, un pellizco, un besito, la mano en la cabeza…. Es verdad que entre los que conviven no es tan necesario el distanciamiento social, pero de todos modos hay reservas que tener en cuenta.

Esta cuarentena me ha servido para advertir que hay un tema, el que estamos abordando, que no ha sido demasiado tenido en cuenta: cuando se habla del lenguaje no verbal, del lenguaje gestual, por lo general se alude a los gestos del rostro de la persona ciega. A mi entender, con bastante liviandad, se la califica de inexpresiva. Es que se piensa que solo los ojos transmiten emociones: mi experiencia desmiente esa afirmación; mis hijos, mis padres, mis hermanos, mis alumnos, en fin, toda la coordenada de mis relaciones más íntimas y cercanas adivinó siempre enojos y tristezas, complacencias y alegrías; y no creo, de ningún modo, ser la única persona ciega que demuestre sus sensaciones emotivas. Tal vez haya que ayudar a los niños preguntándoles por lo que adivinamos en su carita: ¿estás enojado mi amor? ¿Te pasa algo que te pone triste? O ¿Qué es lo que te pone tan contento? Porque si no le hacemos saber que interpretamos lo que su rostro manifiesta, se sentirá solo y la expresión se irá haciendo más incierta, menos frecuente. Naturalmente que estas interpretaciones tienen que ser hechas en el momento oportuno, en un momento en que el niño no se sienta sorprendido, sino confortado y halagado. Quizás haya que encontrar el modo de manifestarle estas cosas también a las personas que contraen la ceguera en la edad adulta: debe fortalecérselas para que sepan que aún cuando no hablen sus ojos, seguimos oyendo su latir y su llamado. No es trabajando los músculos en un laboratorio para provocar la sonrisa, como se ayuda a que la persona ciega sea espontánea, natural y serena, es interpretando los signos de su humanidad. Esperar que pase la cuarentena para disfrutar del simple placer de tomar su mano y de aprender a reconocer esos rasgos que, con o sin mirada, son distintivos de seres afectivos y comunicantes.

 Pido disculpas por lo inconexo de esta comunicación, que solo quiere enviar a todos y cada uno de los lectores de la revista un mensaje de solidaridad y, si es posible, un empujoncito hacia la paz y la alegría con la que tenemos que enfrentar todos, ciegos o no, este momento difícil. Eso sí, apoyémonos mutuamente porque en situación de ceguera…, todo se hace un poquitito más esforzado. Y, una cosa más: este es el momento en el que las personas ciegas tenemos que aprender, así como esperamos que nos entiendan, aprender digo, a intentar reconocer el llamado y el latido del otro, que espera de nosotros amor y comprensión.

 

 

Autora: Lic. Margarita Vadell. Mendoza, Argentina.

margaritavadell@gmail.com

                                              

 

 

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