Al
terminar la segunda semana de cuarentena se murió Luna, mi perra bóxer.
El
veterinario nos había dicho que estaba muy mayor y que sufría problemas
cardíacos, que su corazón era muy grande y ya no se podía hacer nada, solo
algunos medicamentos para que no sufra tanto.
La
encontramos caída al medio del patio sin ninguna reacción, la toqué y la sentí
bien fría.
Mi
esposa aceptó llevarla en el auto, como para que disfrute de su último viaje,
le prometí dejar todo bien limpio.
La
idea era llevarla a esos senderos del bosque por donde me acompañó siempre.
Cavé
una fosa profunda y envolvimos el cuerpo con su manta de dormir, quedó
bien tapadita al costado del camino, imaginé que no estaría sola, seguro que ya
son muchos los perros enterrados por ahí, volvimos a casa en silencio y el
único comentario que se nos ocurría era que pasaría mucho tiempo para volver a
tener otro perro.
Creo
que a esta la voy a extrañar mucho, porque se puede echar de menos a un animal,
claro que se puede y, si alguien no entiende no tengo problema en explicarle.
Cuando
abro la puerta para salir de casa pienso que estará ahí.
Siento
su mirada fija sobre mí, atenta a cada movimiento, si salgo hacia adelante
viene para adelante, hacia la calle, si voy para atrás de la casa allá está
pegada al lado mío.
Me
pregunto qué es lo que hace que no me saque los ojos de encima. Se alegra con
mis alegrías y respeta mis malos momentos con miradas de comprensión y cariño.
Se
había hecho muy amiga de Púas, el gato que convivió con ella desde el primer
día que se conocieron, dormían juntos, jugaban a perseguirse, se cuidaban y
defendían mutuamente.
Si
venían gatos ajenos él sabía que contaba con luna para que se alejen, Si eran
perros los que invadían el territorio ella ladraba y él corría detrás como
apoyo logístico.
Aprendió
a respetar a su amigo desde que recibió un pinchazo en la lengua con una
de las púas delanteras.
Si
estaba mucho tiempo fuera de la casa quería saber de nosotros, saltaba en
dirección paralela a la pared mirando hacia adentro por la ventana, era muy
gracioso verla pasar volando.
Tenía
su cucha grande y confortable, pero su lugar favorito era el quincho que
también usamos de cochera, siempre dormía con Púas en el lugar donde pasan
caños de agua caliente de la calefacción, ahí disfrutaban de su losa radiante,
era muy difícil sacarla de ese lugar.
El
mejor momento del día llegaba cuando me veía con ropa de gimnasia, expresaba su
alegría con saltos y ladridos, muy excitada mordía mis zapatillas, mordía al
gato y a todo lo que se le cruzara por delante, no dolía, eran mordiscos llenos
de cariño. Tanta felicidad significaba que empezaríamos nuestro paseo
diario.
Mi
entrenamiento es caminar o correr por la ladera del cerro que está muy cerca
del barrio, senderos rodeados de abundante bosque de lengas, ñires, lauras,
cipreses, maitenes y mucho pino nuevo, también un soto bosque casi
impenetrable, lleno de cañas colihues y arbustos de toda clase, solo ella
se animaba a incursionar entre esos matorrales, pero nunca me perdía de vista,
sabía muy bien por donde andaría yo, siempre sentí su presencia al lado mío y
si se oscurecía el cielo yo tenía que seguirla, ella veía por mí.
Cuando
aparecía alguna de las pocas personas que andan por ahí entrenando, juntando
leña o simplemente paseando, se acordaba que su obligación era cuidarme, se
pegaba a mi como para que yo le enganche su cadena, inflaba todos los pelos de
su lomo y emitía ladridos muy fuertes de los que le hacían mostrarse como perra
muy mala, la gente se alejaba con cierto miedo y yo tenía que explicar
mientras la sostenía bien tirante, perdón ... me está cuidando, es su trabajo,
ENTONCES Se iban esbozando una sonrisa forzada.
Luego
volvíamos a estar solos y me movía la cola contenta como para que yo la
acaricie reconociendo su eficiente labor, DESPUÉS la soltaba para que corra con
toda libertad, parecía que de eso se trataba el juego, como si me dijera entre
pregunta y admiración: ¿Viste como los asusté? ¿Viste cómo se alejaron de
nosotros? y parecía que una sonrisa se dibujaba en su rostro.
Mi
trabajo me consume casi todas las horas del día, al llegar a casa me encontraba
siempre con su fiesta, con su alegría de volver a verme, sin reprochar nada, se
notaba que había esperado todo ese tiempo para vivir los maravillosos cinco
minutos que yo le dedicaba antes de entrar.
Por
todo eso, es que la extraño, fue mi compañera inseparable durante los últimos
catorce años.
Catorce
años que creció junto a mi hijo, al que también cuidó con devoción compartiendo
juegos y aventuras en la plaza del barrio y en el bosque, él ya es adolescente
y no quiso ver el funeral, pero sabe en qué lugar nuestra amiga está
descansando en paz, contenta de saber que estará siempre en nuestros corazones,
porque vamos a recordarla en cada rincón, en cada árbol y en cada curva del
sendero. Ayer salí a pasear por todos esos lugares y sentí su presencia. Las
sensaciones más extrañas seguro que fueron las de los perros vecinos, que me
miraban pasar y no ladraban, observaban en silencio como esperando a mi compañera,
para ladrarle y gritarle a través del cerco expulsándola de su territorio.
Llegué a casa y, al cerrar la puerta pensaba que las últimas tres cuadras
fueron tan silenciosas que extrañé mucho el alboroto, se nota que el problema
era con ella y no conmigo.
Vi su
cadena colgada con el collar vacío, caminé hacia el patio de atrás, ahí estaba
la cucha construida por mi padre, miré adentro y encontré su hueso artificial,
el que masticaba para no aburrirse. Pero quedaba algo más, Algo que se veía más
al fondo, introduje mi mano y lo saqué, era el trapo con su olor y sus pelos,
lo que alguna vez había sido un paño limpio, elegante y bien perfumado, pensé
en lavarlo muchas veces hasta recuperarlo, pero lo dejé ahí, para que solo el
tiempo se encargue de limpiarlo y alivianar mi tristeza…
Autor: Mario
Gastón Isla. Bariloche, Argentina.