Papelón.

 

Había transcurrido cerca de una hora, cuando la señorita Herminia me preguntó desde su escritorio…. “¿Por qué no se cortó las uñas hoy Sarpe?”

Con la cara caliente, y muy avergonzada, le dije que en mi casa no había tijeras.

 Ella sonrió y se calló.

Creo que papá esos dos años, en los que cursé Primero Inferior y primero superior (llamado segundo grad o unos años después), trabajaba en un horario conveniente, ingresando a las nueve de la mañana en el Poder Judicial. Ocupaba un cargo administrativo en el Segundo Juzgado de Faltas

Por esos tiempos, yo cursaba por las mañanas y mi nueva amiga Graciela de la casa de al lado, también, asistiendo un grado mayor. Sin embargo, rara vez nos cruzábamos en los recreos. Ella jugaba con sus compañeritas y no nos volvíamos juntas tampoco. Por entonces, mi padre se encargaba de buscarme y ya en Primero Superior, volvía sola.

 Mamá había hablado con la madre de Susana de la casa de enfrente. Su intención consistía en busca de apoyo para mi regreso a casa y el pedir el libro de lectura y trabajos “Piruetas”, que me prestaron sin miramientos y de inmediato. Hubo que repararlo, pues estaba descuadernado, y le faltaban algunas hojas. Ella asistía también a “la Alberdi”, pero como tenía más de tres años que yo, si bien jugábamos frecuentemente juntas por las tardes y otras chicas de la cuadra, en la escuela ni nos veíamos. Parecía que durante las horas escolares, cada una se concentraba con las compañeras de su clase, existiendo una clara separación entre la vida escolar y la del barrio.

Graciela tenía una compañerita con la que solía juntarse bastante en los recreos. Con ella, compartíamos cierta simpatía y fugaces encuentros. Se apellidaba Albano; algo más alta que yo, bonita, rubia, con hermosos aros de oro medias esferas en sus lóbulos, ojos castaños, rasgos delicados, impecable, y le gustaba hablar diferentes temas conmigo. Me confió que su padre era carnicero, pero me hizo jurarle que no le contaría a nadie. El secreto me lo guardé toda la vida. Nunca imaginé que en un futuro no muy lejano, ambas compartiríamos el resto de la primaria, en otra escuela, sentadas en el banco de al lado.

Esa mañana nos levantamos en casa muy tarde, porque en la noche, “Los muchachos amigos de papá”, habían estado cenando en casa, y mamá les había hecho locro, empanadas, trasnochando con damajuanas de vino tinto, entre guitarreadas y cánticos folklóricos. Jorgito y yo habíamos sido enviados temprano a la cama, pero en la mañana, se hizo tarde para papá, quien se encargaba de que me levantara. Jorge se despertaba solo, se lavaba y vestía y así iba a la escuela sin compañía. Se suponía que pese a las horas tan tempranas, su escuela quedaba mucho más cerca y él podía desplazarse sin apoyo. En cambio yo necesitaba más ayuda, para prepararme la leche, peinarme y colocarme el guardapolvo que se prendía en la espalda y el moño en la cintura, se ataba también, atrás. Pero esa mañana, me acordé que no había lustrado los zapatos, como lo hacíamos con anilina y pomada negra, todas las noches, debido a la casa invadida por las visitas. Tampoco tenía medias limpias, ni el pañuelo para poner sobre mis manos. Se hacía tarde para la campana que sonaría a las ocho y media para las niñas del primer grado.

Al avisarle a papá el inconveniente, le dijo a mi madre quien dormía agotada. Ella comentó que no tenía pañuelos para darme, y le señaló un estante del armario a mi padre, donde había sábanas viejas. Le dijo que cortara un trozo de alguna. Mi padre se encontraba ya nervioso. Con angustia, cortó sobre la mesa de la cocina con una tijera del costurero de mamá, un cuadrado de tela de sábana vieja blanca. Yo comencé a llorar, pues le decía que no tenía dobladillo ni guardas. Que ni se parecía a los pañuelos de mis compañeras, quienes los llevaban con bordados con sus iniciales, puntillas y florcitas). Tomó ante mi insistencia, ya que no quería ir a la escuela en esas condiciones inadecuadas, -mi sentido común se negaba a papelones- una regla de madera, y con una lapicera bolígrafo, les trazó dos rayas azules, a cada lado de los bordes del pañuelo. Mi sorpresa no tenía cabida…. Me parecía una pesadilla, y lo dobló dándome la orden de guardarlo en el bolsillo y aduciendo que… ” ¡Ya parecía un pañuelo y listo!”

Salimos como tromba a la calle llevándome casi corriendo.

 Llegué justo a la fila, cuando la señorita Herminia estaba repasando a las niñas formadas bajo el techo de la galería.

Por la tardanza, ordenó me ubicara al final, para no desordenar la formación.

Con su experiencia, tomó seguramente, un panorama rápido sobre mi aspecto: los cabellos poco peinados, los zapatos deslustrados y punteras desgastadas, las medias algo sucias y estiradas… abullonadas sobre el calzado. Disimulada, se acercó preguntándome en tono bajito… “¿Ha traído pañuelo Sarpe?”

Tímidamente lo mostré pero, con mis palmas de las manos, pues mientras corríamos con mi padre por las calles para alcanzar a llegar medianamente a tiempo, noté en mis manos, las uñas no cepilladas, sucias y largas, producto de haber jugado la tarde anterior con tierra en el fondo de casa con Jorgito y Graciela. Por las visitas, mamá no tuvo tiempo de obligarnos a darnos un baño. Apenas una lavada rápida y a la cama.

La señorita Herminia no dijo nada; en ese momento. Pero su intriga podía aún más y no pudo evitar su pregunta mientras estábamos en clase, delante de todas en el aula.

Llegué a casa al mediodía, y mientras almorzábamos, comenté a mis padres lo que me había sucedido. Enojada mi madre me retó afirmando que… había mentido y dijo: “¡En casa sí hay tijeras!”

Mi padre, mientras masticaba su trozo de carne, y bebía su vasito de tinto infaltable, continuó ensimismado en su comida comentando tranquilo y como al pasar… “Las uñas… las uñas, se cortan con alicate”.

 

Autora: Dra. Renée Adriana Escape. Mendoza, Argentina

rene.escape@gmail.com

 

 

 

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