La alquimia
transformadora del trabajo.
Introducción
Este artículo, que a
continuación leerán, surge como resultado de una búsqueda personal, en relación
al tema de las tareas que realizamos día a día, en especial, como personas, y luego,
como seres que poseen una discapacidad visual. Y, dado que los materiales en
este campo son escasos, me di a la tarea de buscar la manera de producir un
nuevo texto, que, como de costumbre, se alimenta de otros, anteriores, y que
coinciden con mi forma de pensar.
Por tanto, lo que dejo a su
consideración, es el resumen de un libro, llamado ¿Para qué trabajamos?, del
psicólogo argentino Sergio Sinay.
En este libro, Sinay, cita
a numerosos autores, y, he tratado de sintetizarlo del modo más fiel posible,
aunque, si desean más información, deberán recurrir al original, por supuesto.
Y, para no decepcionar a
todos los que participaron en la encuesta que estuve haciendo circular sobre
este tema, prometo que en el próximo número de la revista, les haré llegar los
resultados de la misma, junto con mis conclusiones personales acerca de esta
investigación, que espero sea un aporte más, y abra nuevos caminos, tanto para
los que ya tienen un trabajo, como para los que aún no lo han conseguido.
Dice Sinay que los humanos transformamos con propósitos. Y lo
hacemos de manera permanente. A veces, con finalidades económicas; otras, con
designios espirituales o afectivos. Lo cierto es que esta característica está
en nuestra naturaleza y, cuando no somos fieles a ella, sufrimos. Transforma el
ingeniero que diseña un puente, el albañil que construye una casa, el panadero
que hornea pan, el cirujano que opera, el pintor que inunda de imágenes lo que
era un espacio en blanco, el músico que crea una melodía donde había silencio.
Transforma la abuela que une ingredientes para cocinar la torta con la que
recibirá más tarde a sus nietos, la mucama que pone orden donde se había
instalado el desorden, el conductor que lleva a personas de un lugar a otro...
El escritor transforma palabras en pensamientos, imágenes, ideas o historias;
el agricultor transforma espacios agrestes en campos que ofrecen alimento; el
barrendero hace de una plaza que parece un vaciadero un espacio en el que los
chicos pueden jugar y los enamorados besarse, mientras que el chapista devuelve
la forma a un auto que la había perdido en un accidente; el fabricante de armas
convierte piezas aisladas en mecanismos mortíferos; y el químico inmoral
destila sustancias hasta producir drogas devastadoras. Un solo dedo, el pulgar,
unido a características intelectuales y cognitivas que nos son propias, hace la
diferencia respecto de otras especies. Ese dedo es nuestra primera herramienta.
A ella se le suman otras, artificiales, y todas son conducidas por nuestra mente
hacia fines específicos.
Sarah Ban Breathnach, autora de El encanto cotidiano, ve razones
de mayor alcance. “Fuimos creados para dar una expresión lo más real posible de
nuestra divinidad a través de nuestras capacidades personales. Compartir ese
talento con el mundo es nuestro Gran Trabajo, sin importar en qué consiste
objetivamente ni cuáles son nuestras aptitudes”. Por su parte, Liz Simpson, que
ha explorado el tema en Trabajar con corazón, encuentra más de una respuesta.
Trabajamos, dice, para trazarnos un plan de vida, para procurarnos una
actividad variada y valorada, para establecer contacto social, para buscar
satisfacción, para desarrollar el sentido de lo que es de veras importante,
para obtener seguridad económica, para alcanzar estatus, para tener certezas,
para lograr un sentido de pertenencia.
Algo menos contemplativa es la visión del terapeuta y ex sacerdote
Thomas Moore, según quien “hay personas para quienes el trabajo es una forma de
ganarse la vida, otras para las cuales es una actividad productiva y para otras
es una labor dura y dolorosa. Estas diferencias sugieren que el trabajo no es
simplemente un trabajo, sino que depende de la idea que tengamos de él y
también de cómo la sociedad lo ve”.
Las opiniones que enaltecen el trabajo y las que lo deploran
pueden ser interminables, y sus argumentos muestran incuestionable solidez a la
vez que se convierten en simples exabruptos o panegíricos. Mientras tanto,
seguimos trabajando, continuamos nuestra labor transformadora. Como si se nos
hubiera dado un hábitat con la única condición de que no lo dejemos tal como lo
recibimos. Mientras que otras especies se las arreglan con lo que tienen y como
pueden para sobrevivir en un escenario físico que les impone sus límites,
posibilidades y condiciones, pero jamás se proponen alterar las reglas de
juego, los humanos lo hacemos diferente. Nosotros cuestionamos el mundo en el
que vivimos. No nos basta con que sea como es. Lo tomamos como materia prima y,
con esa materia prima, iniciamos nuestras tareas, esas que cobran innumerables
formas y expresiones.
¿Para qué trabajamos, entonces? ¿Cuál es la función del trabajo en
nuestra vida? ¿Por qué tantas veces renegamos de aquello que hacemos o
despotricamos contra la forma en que debemos hacerlo? ¿Por qué el no hacer nos
sume en profundas depresiones, en una desesperación honda, en la sensación de
no valer? El poeta alemán Novalis, dijo que “la vida no es algo en sí, sino más
bien la oportunidad para algo”. Quizás exista allí una pista que nos acerque a
las respuestas para las insistentes preguntas que nos persiguen.
Lo que Novalis decía es que la vida tiene un sentido, que no se
agota en su mero transcurrir vegetativo. En efecto, compartimos con las
especies animales dos dimensiones. Una es biológica y otra es psicológica. Y al
igual que a las demás especies, esas dimensiones nos determinan. Como ellas,
tenemos conductas y respuestas instintivas y reflejas. Y ellas, como nosotros,
sienten, perciben, expresan emociones como el miedo, la tristeza o la alegría.
¿Por qué, entonces, no somos simplemente otra especie animal? La
diferencia radica en lo que Viktor Frankl llamó la “dimensión noógena” o
dimensión espiritual. Para el padre de la logoterapia, médico y decisivo
pensador existencialista, esta dimensión, en la que se instala la conciencia de
ser un individuo en el mundo, alguien distinto de los demás pero
inevitablemente ligado a ellos, da al hombre la noción de trascendencia.
Trascender es ir más allá de uno mismo, encontrarse como parte de un todo que
es más que la suma de sus partes y comprender que solo en ese contexto se es
alguien.
Si solo se lo ve desde lo social, el ser humano es el objeto de
fuerzas económicas, explicó Frankl. Si se lo considera únicamente desde las
ciencias biológicas, está determinado por sus glándulas, sus órganos y su
cerebro. Estudiado nada más que desde la psicología, sería una presa de sus
instintos. Cualquiera de esas miradas en sí misma o todas ellas combinadas
ejercen un reduccionismo que convierte a la vida humana en una experiencia
determinista. Pero lo que hace humano al humano es que, aunque determinado,
resulta un ser libre para decidir. Puede oponer resistencia a aquello que lo
determina y, aun cuando no alcance a cambiarlo, siempre está en sus manos
cambiar su actitud ante ello. A esto Frankl lo llamó “el poder desafiante del
espíritu humano”. La dimensión noógena es la que rompe el determinismo. Y
cuando la vida de una persona ya no es el simple resultado de los
condicionamientos, se presenta la inevitable pregunta por el sentido de esa
vida, interrogante que acompaña, de manera consciente o inconsciente, a cada
ser humano y que, cuando es desoído o desechado, lo sume en el vacío y la
angustia existencial. Una angustia que Frankl llamaba “noógena” y que
diferenciaba de la endógena (producto de motivos orgánicos, congénitos o de
episodios puntuales de la vida). La depresión noógena es la que lleva legiones
de personas a los consultorios psiquiátricos o psicoterapéuticos, y a otras
tantas al suicidio, y es preciso abordarla antes como un problema filosófico y
existencial que como un caso de salud mental con respuesta en técnicas y
manuales encasilladores o en psicofármacos domesticadores.
Se trata, pues, de una cuestión espiritual. En este caso, lo
espiritual no debe reducirse a una concepción religiosa. Es lo que atañe a
valores, ideales, metas, fines, cosmovisión, encuentro con el otro. Cuando
advertimos que la vida es más que lo evidente, entramos en el campo de la
espiritualidad. Y la vida es en verdad más que lo evidente en la experiencia de
todos los humanos, creyentes o no. La prueba está en el profundo malestar
existencial que nos aqueja cuando nos mantenemos en las dimensiones biológica,
psicológica o económica sin trascenderlas.
El sentido de una vida no se construye: está en ella. Se busca. Y
cuando nos conectamos con esa búsqueda, podemos percibirlo en al menos tres
vías de manifestación. Una es el modo en que vivimos nuestros valores y
nuestros vínculos, la forma en que esos valores están presentes en nuestras
relaciones con el otro y con el mundo. También el sentido puede ser hallado en
nuestra actitud frente a aquellas situaciones dolorosas y no deseadas que la
vida pone ante nosotros, experiencias de pérdida, de dolor, en las cuales, pese
a todo, podemos vislumbrar el sentido del sufrimiento (se trata de lo que esas
situaciones trágicas nos permiten descubrir, lo que nos hacen valorar, lo que
nos enseñan acerca de nosotros mismos y de nuestro estar en el mundo). Y la
tercera vía de manifestación del sentido es la tarea a que nos abocamos y el
modo en que la realizamos. Nuevamente, hay que entender aquí que se trata de
todas las tareas, de cualquiera de ellas.
Frankl insistía en que la búsqueda del sentido se inicia a nivel
simple y cotidiano...
Si el artista solo aspira a ganar dinero con su obra, estará
siempre por debajo de su talento –dijo-, y al cabo su existencia será menos
significativa que la del ama de casa que pone amor en cada una de sus labores
porque sabe que mejorará la vida de sus seres queridos.
Frankl insistía en que no es el radio que cubren nuestras
actividades lo que importa, por muy abarcador que este sea, sino la forma en
que habitamos ese círculo. Él enfatizaba que, a través de la tarea que realiza,
el hombre recibe un llamado existencial a convertirse en un ser responsable y a
expresarlo a través de aquello que realiza. Hay una misión en cada vida y el
trabajo es un medio de cumplirla, solo un medio. Esa misión nunca se reduce al
desempeño de la tarea profesional que cada quien ejerce o al fruto económico
que de la misma extrae.
Se percibe así que cuando trabajamos la tarea que realizamos es
apenas un emergente de algo más grande y más profundo, tan vasto como la
respuesta a la pregunta que está siempre ante nosotros: ¿cuál es la razón de
nuestra presencia en esta vida, en este mundo?
Desde esta perspectiva, el trabajo deviene un proceso alquímico.
La alquimia, era una disciplina de origen hermético que integraba filosofía,
rituales sagrados y conocimientos sobre la naturaleza, que se transmitían
selectiva y cuidadosamente. Buscaba el punto de contacto entre materia y
espíritu, y lo hacía a través de procedimientos que, en lo tangible,
aparentaban transformar la materia basta (“prima materia” la llamaban los
alquimistas) en oro. Para eso, se seguía una serie de siete pasos. Más que el
oro, la búsqueda final apuntaba a la piedra filosofal, capaz de trasmutar
cualquier materia en oro (si la piedra era roja) o en plata (si era blanca).
Los alquimistas adjudicaban a esa piedra una propiedad metafórica. Era más que
materia; era el puente entre lo material y lo espiritual, el gran agente
transformador.
Cuando entendemos que el trabajo es más que trabajo, más que
horarios, más que jefes, más que subordinados..., más que reglamentos, más que
proyectos, más que ascensos, más que clientes, más que proveedores..., más que
salarios, más que premios, competencias y demás, todo eso se convierte en la
prima materia desde la cual partir para completar el proceso que permitirá
llegar desde allí hasta la sublimación en la cual despunta el oro, es decir, el
sentido de la propia vida expresado en la tarea.
Dedicamos a nuestras tareas mucho tiempo de nuestra existencia.
Tiempo y energía centrales y esenciales. Demasiado, para reducirlo todo a un
mero resultado. Ponemos en el trabajo bastante más que habilidades o
capacidades. Tampoco en este, como en ningún aspecto de la vida, estamos
segmentados. En la tarea a la que nos dedicamos, se encuentran nuestro ego,
nuestra sombra, los arquetipos que nos habitan, nuestro Yo y, así sea insondable,
nuestra propia esencia, aquello que Carl Jung llamó “el Sí Mismo”.
Por lo general, quien se presenta “oficialmente” a cumplir con la
tarea que realizamos es el ego. Esto es, la personalidad que hemos construido a
lo largo de la vida y de las experiencias, y con la cual nos mostramos ante el
mundo y actuamos en él. En el aspecto psíquico, el ego es nuestro ropaje. Lo
hemos confeccionado con aquellas características que se nos requería para
valorarnos o que detectamos que nos harían ser aceptados a medida que nos
desarrollábamos. Es lo que llamamos nuestra personalidad. La personalidad que
ostentamos no es nuestro Yo ni nuestra mismidad. También somos nuestra sombra,
es decir, aquello que negamos de nosotros, eso que, de haber sido expresado,
podría habernos dejado expuestos al rechazo, a la postergación, al
desconocimiento.
Del mismo modo en que es nuestro el cuerpo en el que nos
manifestamos, también lo es la sombra que este proyecta.
Tras nuestra personalidad se dibuja una sombra hecha de la mezquindad
que decimos no poseer, del egoísmo que aseguramos es ajeno a nosotros, de la
envidia que rechazamos como propia, del rencor que no asumimos, de los miedos
que nos esforzamos por eliminar y también de tantos valiosos atributos que, de
haberlos expresado, nos habrían dejado afuera de donde queríamos pertenecer...
Negar la sombra, desconocerla, no ser conscientes de ella nos
debilita, nos deja incompletos, nos convierte en individuos limitados a unos
pocos recursos con los cuales afrontar la existencia. Nos disocia. Y aun así,
la sombra existe, nos sigue, tiene la forma (a veces exacta, a veces alargada,
a veces comprimida) de lo que está a la luz.
Cuando un trabajo de inmersión profunda en nuestro interior o circunstancias
no elegidas ni previstas nos confrontan con la sombra (confrontación que, según
los momentos, puede ser asombrosa, dolorosa, jubilosa, liberadora o
decepcionante, pero siempre actualizadora), empieza a dibujarse lo que llamamos
el Yo. Es el punto de encuentro entre lo manifiesto y lo oculto de nosotros.
Ese encuentro marca un punto de revelación y de maduración, un salto
existencial significativo que no se da ni por azar ni por simple evolución.
Acceder al Yo es crecer y, según Jung, no se crece sin dolor. Es un momento de
autogestación. Nos parimos. De los dolores del parto provendrá una nueva vida,
como suele ocurrir. Allí no termina, sin embargo, el proceso de
autoconocimiento. El Yo no representa, pese a todo, aquello esencial que nos hace
ser una manifestación única de una totalidad que nos incluye y hacia la que
trascendemos. Ese punto esencial tiene otro nombre: el Sí Mismo. El plazo de
una vida, por prolongada que esta sea, quizás no alcance para que, logrando su
amplitud total, nuestra conciencia perciba al Sí Mismo. Pero una vida durante
la cual se hace el trabajo alquímico de intentar conocerlo tiene sentido por
ello mismo.
El enorme desarrollo tecnológico ha desplazado en las últimas
cuatro décadas, a nuevos problemas. Ya no se trata de domesticar y entrenar al
trabajador. Ahora se lo remplaza por instrumentos tecnológicos. Pero es
necesario que la gente siga teniendo ingresos para alimentar la rueda del
consumo. Ahí se plantea un problema. Una forma de solución transitoria ha sido,
quizás, la extensión de dos campos que, hasta mediados del siglo XX, no tenían
el papel estelar que hoy ostentan: los servicios y las finanzas. Actividades en
las que es más lo intangible que lo tangible.
Carlos Abad señala que “la mayoría de los indignados que tomaron
hace poco tiempo plazas y calles no son solo albañiles sudamericanos u obreros
sin oficio claro: hay muchos graduados valiosos, con varias carreras y
especializaciones que cuando se presentan para un trabajo les recomiendan que
vayan con menos currículum, con menos antecedentes porque no van a poder
conseguir una plaza”.
Lo curioso es que los jóvenes indignados, a diferencia de quienes
los precedieron en otras generaciones, como la de los años sesenta del siglo
XX, no están contra el trabajo como una manifestación de un sistema que
abominan. Pretenden un lugar en ese escenario. Un lugar que contribuya a forjar
su personalidad (tal como la describí a partir de Jung) a través de su
quehacer. Es que, cuando el trabajo está entendido y asumido como una forma de
degradar los más valiosos y venerables atributos humanos, acaso la reacción más
transformadora y dignificante no sea la de cuestionar su propia existencia,
sino acometer el propósito de recuperar su función ennoblecedora de lo humano.
Un documento elaborado en 2006 por el Centro Universitario Obrero y Campesino
de
En ese mismo documento, se puede leer lo siguiente: “El sentido
del trabajo se configura como una actividad a desarrollar en el mundo, donde el
hombre aparece realizando su profunda vocación de un ser llamado a
perfeccionarse a través de su actividad en el mundo laboral. Pero ese camino
hacia la perfección es distinto en cada uno, y debemos definirlo según nuestras
propias capacidades e intereses. En este sentido, el trabajo dependerá de lo
que cada uno pretenda ser como persona. No debemos olvidar que el trabajo es un
medio que nos ayuda a llegar a esta perfección, al desarrollo de nuestras
capacidades personales. Por eso, cada persona se va haciendo a sí misma cuando
trabaja”...
En el compromiso con un quehacer (no con una empresa u
organización determinada, sino con aquello propio que cada persona desarrolla
allí), se tejen y enriquecen vínculos y tramas humanas, se experimentan la
permanencia y la pertenencia (dos de las necesidades que Abraham Maslow
precisaba en su pirámide de las necesidades humanas), se accede a la vivencia
de la disciplina (entendida como un modo de convivir con normas), se entrena en
el compromiso, se profundiza en el ejercicio del respeto (pues como ámbito
humano significativo, el laboral es un espacio de manifestación de la
diversidad) y se gana experiencia, no por simple acumulación de hechos, sino
por la posibilidad de transformarlos en motivos de desarrollo personal. A esto
me refiero cuando afirmo que el espacio de trabajo en el que nos desenvolvemos
es un campo de forja de la personalidad. Y aunque Jung nos advirtió acerca de
no confundir personalidad con Sí Mismo, la primera nos permite estar plantados
en el mundo para iniciarnos en la exploración del segundo.
Cuando el trabajo atenta contra aquella forja y contra esta
exploración, degrada su función en la vida humana.
Como advierte Thomas Moore en Un trabajo con alma, hay una opción
esencial que consiste en tener un trabajo para la vida o una vida para el
trabajo. En el primer caso, se forja el carácter, se enriquece la personalidad,
hay una comprensión de lo que se aporta al mundo y a los demás a través del
propio quehacer. Es la suma de los atributos personales a la totalidad que se
comparte. En el segundo caso, el trabajo se convierte en un embudo por el cual
se escurren irremediablemente las energías que se quitan a los vínculos o a
cualquier otra manifestación valiosa de la propia vida. Moore acude a recientes
estudios acerca de cómo se sienten las personas en relación con su vida
laboral, según los cuales hay una insatisfacción manifiesta a pesar de los
avances proporcionados por las nuevas tecnologías. Un número creciente de
personas cree que su trabajo influye negativamente en su vida personal y tienen
menos tiempo para dedicar a su familia, sus amigos, su salud, sus aficiones,
sus intereses personales intransferibles. “Las tecnologías modernas difuminan
las fronteras entre el trabajo y el hogar”.
Conviene agregar que esa difuminación no se agota en los planos
temporal y espacial, sino que se transmite al psíquico y al emocional, al punto
en que, aun con la ilusión de libertad, de manejar horarios y movimientos, una
masa crítica de personas nunca dejan de estar en el trabajo, se han fundido con
él en una cocción a fuego lento. Están conectados mientras comen, mientras
duermen, mientras están de vacaciones; están conectados aun cuando por un
instante dejan sus utensilios tecnológicos. Porque sus mentes no se desconectan
nunca.
Cuando esto ocurre, la capacidad (y necesidad) transformadora de
los seres humanos deja de encontrar cauces creativos y fecundantes, se vacía de
sentido (aunque luzca lucrativa, productiva y exitosa) y el trabajo ya no es
medio de trascendencia, sino un fin en sí mismo.
Se puede pensar que el trabajo es mucho más que una formalidad,
bastante más que un hacer como el de los castores, una máquina o un robot.
Todos ellos trabajan y a ninguno le son pertinentes las cuestiones que aquí
planteo. Es que más allá del registro consciente, entre cada persona y su labor
hay una sutil interrelación modificadora. El trabajo nos aporta atributos,
sensaciones, ideas, estados de ánimo, miradas que operan sobre nuestra
personalidad y, por nuestra parte, dejamos en la tarea invisibles huellas dactilares
de nuestro modo de ser, de sentir, de pensar, de imaginar y de circular por el
mundo. Así, mientras trabajamos, damos lugar al desarrollo de una serie de
valores esenciales.
Nuestra labor en la vida (que puede ser cambiante o puede ser la
misma de una vez y para siempre) nos da lugares de pertenencia. Una pertenencia
física, grupal, emocional, afectiva o profesional según la actividad, el modo y
el lugar del desempeño. Abocarse a una tarea equivale en ciertos aspectos a
fijar un domicilio, tangible o abstracto, dentro del universo que habitamos. La
pertenencia es un ingrediente de la identidad. No se es en el aire, sino en un
lugar. Existimos donde echamos raíces de algún tipo. Podemos pertenecer a un
equipo o a una organización determinada, a la comunidad de todos aquellos que
se dedican a lo mismo que nosotros, aunque no los veamos ni conozcamos ni
desempeñemos el trabajo en un mismo entorno físico. Como fuere, hay una
relación entre el trabajo y la pertenencia.
Del mismo modo, la permanencia en un determinado trabajo
contribuye a la forja de la personalidad. Permanecer en el ejercicio de una
labor física o intelectual no solo profundiza y robustece las habilidades
respecto de la misma, sino que ofrece la posibilidad de conocerse a uno mismo a
través de diferentes instancias de una misma actividad. Si la pertenencia nos
recuerda la existencia del espacio, la permanencia nos remite al tiempo. Tiempo
y espacio son dos condiciones esenciales de la existencia. Todo transcurre en
el tiempo y en el espacio... En términos de trabajo, permanecer no es sinónimo
de aceptar, sino de conocer, porque aun aquello que hemos de dejar atrás debe
ser conocido para saber qué es lo que se deja y por qué. La permanencia puede
ser, aunque luzca paradójico, una manera de continuar el viaje hacia nuevos
horizontes. Cuando el pasaje por un espacio es fugaz, se corre el riesgo de
regresar a él por ignorancia. Es decir, de quedar entrampado en una caminata
circular. Por este motivo, aprender a permanecer forja la personalidad.
En el lugar donde estamos (mientras conocemos y somos conocidos)
se crean las condiciones para experimentar el respeto. Respeto por la
diversidad, por las diferencias, por aquel o aquello a lo que voy conociendo.
Respeto que tengo derecho a exigir en la medida en que se me conoce, como
consecuencia de mi permanencia, mi pertenencia y mi desempeño. Y también el
respeto por uno mismo, que se gesta y robustece en el desempeño de una labor y
en la huella que se deja a través de ella. Richard Sennett dice que “tratar a
los demás con respeto no es algo que simplemente ocurra sin más, ni siquiera
con la mejor voluntad del mundo; transmitir respeto es encontrar las palabras y
los gestos que permitan al otro no solo sentirlo, sino sentirlo con
convicción”. El respeto, entonces, se construye, se hace a través de los
rituales compartidos que propone el trabajo. “Los intercambios rituales
construyen el respeto mutuo [...]. El respeto mutuo tiene consecuencias para
las personas que lo practican; el intercambio vuelve a las personas hacia
afuera, que es una actitud necesaria para el desarrollo del carácter”.
El trabajo es un campo fértil para forjar la disciplina
vinculándola a un propósito y no a un simple ejercicio de autoexigencia. Es
importante no confundir estos dos términos. La exigencia impone rigidez e
inflexibilidad en la búsqueda de resultados. Hay que hacerlo o lograrlo, no
importa cómo, “era para ayer”, de manera que nunca se llega a tiempo. Y si se
llega y se logra, no hay mérito. ¿Por qué habría de haberlo si el logro era lo
que se esperaba? El autoexigente actúa del mismo modo en que lo hace un
exigidor externo. Hay poca gratificación, poca inspiración, y la disciplina,
desde esa perspectiva, es obediencia. Aquella otra, de la que hablo, es la
disciplina hermanada, como dice Covey, al compromiso. El compromiso, a su vez,
se liga con el propósito. Y cuando la tarea es compartida con otros, la
disciplina encierra confianza mutua, se asocia con la responsabilidad.
Donde el trabajo conjuga pertenencia, permanencia, respeto y
disciplina, se cimenta una experiencia plena de significado. Habitualmente se
entiende por experiencia la suma de vivencias, y se concluye que quien más ha
vivido y quien por más situaciones diferentes ha pasado, cuenta con más
experiencia. Pienso que se puede ver la experiencia desde otra perspectiva, ya
que demasiada gente que mucho ha vivido en cuanto a cronología y circunstancias
termina por no ser la que demuestra mayor sabiduría (“sabiduría” y
“conocimiento” no significan lo mismo). La experiencia que da un trabajo en el
que se pone el alma y en el que se encuentra sentido está íntimamente
emparentada con la sabiduría, ha sido metabolizada y ya no es un saber técnico,
sino una herramienta existencial.
El camino que lleva de la separatidad hacia el encuentro del otro
es el fundamento de la comunicación y del amor. Es la sangre que alimenta los
vínculos. También para esto trabajamos, y no es una razón menor. Para
vincularnos. Más allá de la labor específica a que nos dediquemos y del destino
concreto de la misma, el trabajo nos relaciona con el otro y suele requerir
que, reconociéndonos diferentes (puesto que no hay dos seres humanos iguales),
hagamos de esas diferencias un potencial de recursos para hacer mejor, y de un
modo trascendente, aquello que nos convoca y para lo cual nos hemos encontrado.
En este sentido, Fromm realza el valor del trabajo; lo destaca
como actividad creadora en la que el hombre se unifica con su hábitat. Como en
el amor, apunta Fromm, en el trabajo así concebido “se afirma la individualidad
del yo y al mismo tiempo el individuo se une con los demás y con la
naturaleza”. Esa unión no atenta sin embargo contra la individualidad, sino que
la realza al exponernos como necesarios para el otro y para el ámbito al que
pertenecemos. “El yo es fuerte en la medida en que es activo”, recuerda Fromm.
Y es activo cuando se vincula, cuando “el individuo se abraza al mundo”, al
abrazar a los otros. El trabajo es un escenario posible para ese abrazo.
Por último, nada consolida la presencia de una persona en el mundo
ni contribuye a su sensación de integridad como la certeza de percibir un
sentido en su vida. Viktor Frankl, que abordó la cuestión del sentido con una
profundidad, un compromiso y una lucidez insuperables, afirmaba que el sentido
de la vida no se inventa, no se crea, sino que se encuentra. Y no se trata de
un jeroglífico a descifrar, sino de algo real y específico que está relacionado
de un modo indisoluble con la naturaleza de cada persona. “Cada uno tiene en la
vida una misión que cumplir, cada uno debe llevar a cabo un sentido concreto”,
escribió. Nadie está autorizado a preguntar cuál es el sentido de su vida, sino
que es la vida la que plantea continuamente preguntas. El encadenamiento de las
respuestas conduce al descubrimiento del sentido de la propia existencia. En la
tarea a la que nos abocamos, en el modo en que vivimos y somos consecuentes con
nuestros valores y aun en las situaciones extremas de sufrimiento, el sentido
puede manifestarse, según este gran humanista. No será en los momentos de
contemplación que se dan durante el descanso que podremos advertir la presencia
del sentido. Este despunta en la misma actividad cuando esta es más que un
medio económico o material. Encontramos sentido al modificarnos y ayudar a modificar
de alguna manera a otros en aspectos que los benefician. No es el tipo de
trabajo que hacemos lo que tiene que ver con el sentido, insistía Frankl, sino
la motivación que lo guía. Tampoco se trata de la supuesta importancia de
nuestra actividad o de la repercusión pública o económica que esta tenga. Puede
ser una labor anónima y en apariencia intrascendente, pero también a ella le
cabe el concepto. “No es la magnitud del radio de nuestras actividades lo que
importa, sino la forma en que llenamos el círculo”, insistía Frankl.
Pertenencia. Permanencia. Respeto. Disciplina. Experiencia.
Vínculos. Sentido, son siete atributos que el trabajo abordado con conciencia y
con propósito forja en las personas. Decía Frankl que la tarea de cada persona
es tan única como ella misma, y era obvio que no se refería a que cada uno
desarrolla un trabajo que nadie más hace, sino al modo especial en que nos
abocamos a este. Cuando no se trata de un simple hacer por hacer, cuando vamos
más allá de la automatización de la tarea, a través de ella dejamos en el mundo
una huella que, como las dactilares, es única.
Según Rachels, si actuamos honrando a los valores (entre los
cuales nombra al orgullo por el trabajo), todos estaríamos mejor. Es algo tan
sencillo como habitualmente olvidado. Es cierto –dice-, que no todos los
ecosistemas humanos se pondrían de acuerdo del mismo modo acerca de la
prioridad de unos valores por sobre otros y, en términos prácticos, ello sería
imposible. “Pero podemos estar seguros de que todos aprobarían la inclusión de
la amistad, la sinceridad y otras útiles virtudes conocidas”. Y añade una norma
moral fundamental: como agentes morales, debemos preocuparnos por todos
aquellos a quienes nuestras acciones podrían afectar.
El modo en que asumamos esta condición básica se reflejará en el
trabajo que hacemos y en cómo lo hacemos. Esto es independiente de la voluntad.
Aportamos nuestros valores a través de nuestra labor. Afectamos para bien o
para mal, hacemos del mundo un lugar mejor o lo envilecemos. Que esto sea ajeno
a la voluntad no significa que lo sea también a la conciencia. La ligazón que
establecemos entre el trabajo y los valores es una cuestión de responsabilidad.
Si creemos que las mujeres deben quedarse en casa a cuidar a los
hijos, crearemos un ambiente de trabajo misógino. Si creemos que el dinero es
un fin en sí mismo, es posible que en nuestra tarea admitamos el uso de
cualquier medio. Si admitimos el valor del otro en nuestra vida, es probable
que sepamos hacer de nuestra labor una manera de servir.
Las emociones no se planean, se sienten. Sobre su presencia, no
tenemos responsabilidad, pero sí sobre el modo en que actuamos a partir de que
se manifiestan en nosotros. Por eso, es necesario admitirlas y atenderlas.
Quien se dice frío y desapasionado en su estilo laboral quizás es solo
manipulador, calculador, perverso, injusto y arbitrario. Todo esto, producto de
una gestión tóxica de sus emociones, como el miedo, la ira, la vergüenza, los
celos, la culpa. O de la negación de la ternura, la compasión, la empatía o el
cariño.
Las emociones son inherentes a todo ser viviente y su complemento
con la razón es esencial para la vida psíquica y espiritual. En nuestro trabajo
están también nuestras emociones; es inútil negarlo. Incorporarlas es, también,
nutrir las herramientas creativas y vinculares que toda tarea requiere.
Jean Shinoda Bolen propone algunas preguntas que siempre vale la
pena recordar: “¿Hoy vas a hacer algo que querías hacer? ¿Emplearás parte de tu
tiempo en algo que amas? ¿Estarás con alguien a quien quieras? ¿Seguirás tus
instintos hasta que encuentres tu lugar? ¿Realizarás algún trabajo de tu
agrado? ¿Estimularás tu alma? ¿Cantará tu espíritu?”. Potentes interrogantes
para iniciar cada jornada. No se pueden responder a la ligera, ya que la
respuesta dará, de algún modo, una orientación al día. Y el encadenamiento de
los días es la vida. No son preguntas que pueda responder un autómata, tampoco
un humano convertido en “recurso” y, mucho menos, aquel que lo convierte. No
hay forma de abordar estos interrogantes prescindiendo del sentimiento. Pero si
se los ignora, se esfuma buena parte del sentido del quehacer.
“La motivación y la oportunidad de trabajar exigen que
desarrollemos sentimientos de compasión y atención hacia los demás y también la
satisfacción de hacerlo”, dice Bolen. Y agrega que este impulso es de
naturaleza espiritual. A través del trabajo se ofrece siempre algo a la
sociedad. Y ese ofrecimiento, cuando está conectado a nuestros sentimientos,
tiene una cualidad sanadora. “Hacer un trabajo que nos realice espiritualmente
tiene que ver con el respeto y el cariño hacia quienes colaboran con nosotros,
con sentir que damos lo mejor de nosotros mismos y de nuestras capacidades, y
que hacemos bien allí donde nos encontramos”. Los sentimientos y el trabajo
son, definitivamente, vinculantes.
Si creemos en el ser humano como tal y si así vemos a aquellos con
quienes nos relacionamos, actuaremos dentro de un patrón vincular de respeto
que honre nuestra condición. Los espacios abstractos y físicos, virtuales o
reales, en los que desempeñamos nuestro trabajo pueden ser jardines donde
cultivar vínculos trascendentes, independientemente de lo que hagamos y de
nuestro lugar en las escalas y pirámides. O podrá ser un cementerio en el que
cada día les echemos una palada más de tierra.
Desde el momento en que los humanos somos seres que se definen y
construyen su identidad a partir de sus vínculos y que la pierden cuando no los
tienen, estos constituyen un ingrediente esencial en nuestra condición de
transformadores. Inevitablemente, el modo en que nos vinculemos con el otro
estará reflejado en el producto de nuestro quehacer. Para enriquecerlo o para
empobrecerlo. Para alimentar su sentido o para diluirlo. Para trascender, yendo
más allá de la simple tarea, o para quedar aprisionado en lo menos valioso de
ella, así sea una fuente de jugosos ingresos materiales.
No se existe sin una cosmovisión y no nos despojamos de ella así como
tampoco lo hacemos de nuestra piel. La cosmovisión, en la medida en que es
objeto de reflexión, puede ser cuestionada, puede transformarse e incluso puede
adquirir características cada vez más propias, menos dependientes de los
mandatos, a los que responde. Pero nunca puede estar ausente. Se compone de
experiencias, de vivencias, de prejuicios, de convicciones nacidas de lo
vivido. Muchas veces se la expresa como si se estuviera hablando de hechos
objetivos e incontrastables, como si se tratara de leyes naturales
inmodificables. Por eso, es importante saber que aquello que decimos del mundo
lo expresamos sobre el mundo que vemos y no sobre el mundo “tal como es”.
La antropóloga Ruth Benedict, referente en los estudios sobre el
relativismo cultural, decía que “la gran mayoría de los individuos de cualquier
grupo están configurados a la manera de esa cultura. En otras palabras, la
mayoría de los individuos están sujetos a la fuerza moldeadora de la sociedad
en la que han nacido”. Si en esa sociedad prevalecen el autoritarismo, las
creencias rígidas, el egoísmo, la intolerancia, si los conflictos se resuelven
a través de la violencia, si son hegemónicos los paradigmas masculinos tóxicos,
todos esos atributos serán “naturales” para la mayoría de los individuos que la
integran y se reflejarán en sus relaciones e interacciones. Lo mismo ocurrirá
si la cooperación es un valor, si hay claros propósitos compartidos, si se
estimula la coexistencia en la diversidad, si está presente el respeto por los
predecesores, si se enaltecen la sabiduría y la experiencia, si se honra la
memoria. El trabajo, los negocios, la política, el deporte, los vínculos
familiares y las relaciones entre los hombres y las mujeres suelen ser
vidrieras en las que esas “fuerzas moldeadoras” exhiben su presencia y sus
resultados.
Valores. Creencias. Emociones. Sentimientos. Modelos vinculares.
Visión del mundo, son elementos que inevitablemente proyectamos en el trabajo.
Todo lo que hemos explorado parece conducirnos a la evidencia de que, definitivamente,
como seres transformadores, comprometidos con una actividad y necesitados de
ella como vehículo de expresión, de vinculación y de proyección, trascendemos
más allá del instinto, de los determinismos, de la repetición mecánica de
movimientos innatos. El trabajo nos hace humanos desde el momento en que es un
escenario en el que reflejamos lo que somos y, mientras lo hacemos, dialogamos
con el mundo que habitamos.
En este aspecto, es ilustrativa la experiencia del psicólogo y
logoterapeuta Leonardo Buero, quien relata lo registrado en barrios periféricos
de Montevideo en los que se situaron centros de atención logoterapéutica y
psicológica. “Aquellos desempleados que caen en la desocupación –relata-,
pierden el sentido, se abandonan, cada vez encuentran más obstáculos para
presentarse en busca de un nuevo trabajo. En ocasiones consiguen entrevistas
pero su aspecto y actitud general los conducen al fracaso. En cambio, los otros
cuentan con muchas más posibilidades. En ocasiones, luego de su tarea como ‘voluntarios’
se los toma como asalariados”.
¿Quiénes son los del segundo grupo?: “Son aquellos capaces de
mantenerse libres, sin caer ni en la apatía ni en la depresión. Gente que
encuentra actividades fuera de las típicamente profesionales: trabajan como
voluntarios en centros de ayuda comunitaria, merenderos, acuden a charlas,
leen, se dedican a tareas hogareñas, están más con sus hijos, etcétera”. En un
plazo determinado, estas personas consiguen otra vez trabajo y no
necesariamente haciendo lo que hacían antes de la crisis. Han entendido que no
son lo que hacen, sino que son capaces de hacer lo que son. A menudo, en el
desempleo es cuando se descubre el valor existencial del trabajo, como advertía
Frankl. Y es el valor existencial, no el económico, el que explica por qué para
un ser humano no es lo mismo trabajar que no trabajar. Por eso, así como quien
no trabaja se siente inútil, quien solo vive para trabajar flota en el vacío
existencial.
No todos los trabajos garantizan un espacio de actuación creativo
y significativo, acepta Elisabeth Lukas (discípula dilecta de Frankl), pero a
todos se les puede imprimir un sello personal que les dé significado. Es muy
ancho el horizonte del trabajo humano. “Las posibilidades creativas de la
persona no se limitan al empleo ejercido, y muchas cosas que suelen quedar a
medias debido al trabajo, como proseguir estudios, renovar la vivienda,
adquirir compromisos sociales, políticos o artísticos, se pueden retomar en las
etapas de desempleo”.
Emerson dijo que aspiraba a “dejar este mundo un poquito mejor, ya
sea a través de un hijo que goza de buena salud, de un jardín o de la redención
de una condición social, saber que por lo menos una vida respiró con más
facilidad porque tú viviste; eso es haber tenido éxito”. Quizás para eso
trabajamos, cuando trabajamos con sentido.
Muchas apariencias exitosas, resultan solo la máscara de un
profundo vacío existencial. Del mismo modo, hay trayectorias que se juzgan como
mediocres o no exitosas desde lo monetario, lo inmobiliario, lo público..., que
son vividas con plenitud vital, con la sensación y la certeza de estar en un
lugar elegido, haciendo aquello que la vocación pide o indica, dejando el mundo
“un poquito mejor”, como pedía Emerson. Estas, desde otro punto de vista, son
trayectorias exitosas. Y plenas de sentido.
Todo esto no excluye, por supuesto, que el éxito, en cualquiera de
sus concepciones, y el sentido puedan integrarse y complementarse, o que
fracaso y vacío lleguen a formar, como suele ocurrir, una díada letal. Lo cierto
es que donde entra el alma entra la espiritualidad, y esto incluye al trabajo.
Cuando el trabajo se concibe como una forma de humanizar al hombre
(es decir, de permitirle expresar aquello que lo hace ser lo que es, una
criatura con capacidades transformadoras, creativas, capaz de amar) resulta, a
su vez, una vía para la humanización del mundo, convirtiéndolo en un lugar
mejor para todas las formas de vida que lo habitan. Ese es el punto en el cual
la espiritualidad y el trabajo convergen. La espiritualidad riega el trabajo a
través de tres canales: el que lo convierte en una forma de exploración y
búsqueda del sentido de la propia vida; el de construir un contexto ético en el
cual el trabajo resulte una actividad moral; y el de hacer del mismo una contribución
al mejor desarrollo de la sociedad.
Si descubriéramos que a través de la tarea que nos toca realizar,
en el momento en que nos toca realizarla (desde barrer una calle o poner un
sello hasta escribir un libro o construir una casa, desde atender un reclamo
hasta operar un apéndice, desde hacer una tarta hasta conducir un taxi...), es
posible hacer de este espacio común que llamamos universo un lugar más amable y
fértil, acaso podríamos repetir merecidamente las palabras que Kushner toma del
escritor y estadista inglés Joseph Addison: “Si puedo contribuir de alguna
manera a mejorar el país en el que vivo, me iré de esta vida, cuando me lo
indiquen, con la satisfacción de saber que no he vivido en vano”.
El país del que habla Addison es el espacio concreto en el que
transcurre nuestra vida; no se trata de una abstracción. Es en él donde existen
nuestro barrio, nuestra casa, nuestros seres queridos más cercanos, donde
convivimos con los otros, donde somos ciudadanos regidos por normas, reglas y
leyes que debemos respetar, donde compartimos espacios comunes, públicos, que
deberíamos cuidar sin que nos lo recuerden...
La señora Guo Ling, que creó en China el Club para
Cada persona, haga lo que haga, puede cotejar si su experiencia
laboral cotidiana tiene algún punto de contacto con el pensamiento de Bolen.
Tanto en la escuela como en el trabajo y en los mandatos familiares –dice
Bolen–, solo se estimulan y premian ciertas destrezas y aptitudes. Son,
generalmente, aquellas que permitirán una mejor adaptación a las exigencias
productivas, económicas y sociales de un mundo utilitario. Eso produce a menudo
personas eficientes y a su manera exitosas, pero no serán ellas las que
mejorarán el mundo mientras se sientan contrariadas respecto de sus verdaderas
aspiraciones y potencialidad, de sus anhelos y aptitudes. “Cuando lo que
hacemos es lo que amamos, el trabajo se convierte en expresión de nuestra
verdadera naturaleza”, afirma. Entonces, estamos en armonía y sintonía con el
entorno en que vivimos y esto redunda en el mejoramiento del mismo.
Mejorar la sociedad a través de la labor realizada es un fin en sí
mismo, y el trabajo es un medio.
Insta Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido: “Es
necesario un cambio de actitud. Tenemos que aprender, y luego enseñar a los más
desesperados, que no importa lo que esperamos de la vida sino lo que la vida
espera de nosotros”. A la vida se le responde con acciones y actitudes; siempre
es necesario repetirlo y recordarlo. Y como la vida es, en sí, una abstracción,
la respuesta real se la debemos a las personas. Es nuestra actitud ante los
otros la que empieza a dibujar la respuesta. No hay trabajo, se trate del que
se trate, que esté al margen del otro, del prójimo, del semejante. La
responsabilidad es siempre individual; por lo tanto, no serán otros, ni una
institución, una empresa, una organización o un gobierno, los que descubran y
orienten el sentido de nuestro trabajo. Mientras ellos hablan, -como dice
Simpson-, en cada trabajo cada persona tiene un deber hacia los demás. Lo tiene
aunque no lo digan los reglamentos ni los convenios. Trabajamos para
trascender. Trascender es ir más allá de nosotros, plasmar el encuentro con
otro y, en ese encuentro, enaltecer el espacio en el que existimos, honrarlo,
dejar en él una huella que siempre estará ante ojos que la vean. Las verdaderas
vocaciones llaman a eso.
No se trata de que debamos trabajar o no, de que haya que hacerlo
o no. Se trata de que trabajamos. Somos humanos y trabajamos... Lo hacemos
porque necesitamos pertenecer, ser parte de algo, sentirnos partícipes del
mundo que habitamos, transformarlo, explorarlo, conocerlo, bucear la razón de
nuestra presencia en él. Y necesitamos comunicárnoslo. Hay en nosotros
potencialidades que necesitan expresarse, porque cuando eso no ocurre, nuestra
alma se empobrece primero y se intoxica después. Cada vez que transformamos
algo, que participamos activamente del entorno que nos contiene, que agregamos
al contexto en que habitamos algo que es propio y único de nosotros, asoma la
percepción del sentido de nuestra existencia.
Herman Hesse nos recuerda que “la verdadera profesión del hombre
es encontrar el camino hacia sí mismo”. Podríamos glosarlo diciendo que la
búsqueda del sentido de su vida y su Sí Mismo es la tarea que cada persona
tiene encomendada desde que nace. Y que tiene plena libertad para elegir a
través de qué trabajo (entre otros instrumentos) se abocará a esa labor
existencial y de qué manera, en qué condiciones, bajo qué normas, con qué
valores llevará a cabo la tarea. La libertad es costosa. No significa ausencia
de obstáculos, como livianamente se cree, sino capacidad y conciencia para
elegir ante el obstáculo y ante los límites. Incorporar el trabajo a la
búsqueda del sentido de la vida es incorporar riesgos, opciones, situaciones
difíciles, decisiones de riesgo, toma de opciones. Quienes lo hacen desafían a
los modelos únicos, rompen con ellos, proponen nuevos paradigmas y permiten, a
la larga, recuperar la dignidad perdida del trabajo humano...
¿Hay que trabajar?... Sí. Hay que hacerlo porque cuando el trabajo
mejora el mundo, cuando lo transforma para hacerlo más habitable y más moral,
cuando deviene en una vía para manifestar lo más rico de cada persona, es una
afirmación de la condición humana. “Cada día es precioso porque en esencia es
el microcosmos de tu vida entera. Te ofrece promesas y posibilidades jamás
vistas. El nuevo día profundiza lo que ya sucedió y presenta lo que es
sorprendente, imprevisible y creativo. Aunque quieras cambiar tu vida, hagas
terapia o adquieras una religión, la nueva visión será pura cháchara hasta que
la incorpores a la práctica del día”. Este párrafo pertenece al poeta y
sacerdote irlandés John O’Donohue, al referirse al trabajo “como poética del
desarrollo”.
Trabajamos cada vez que transformamos algo material o una idea,
trabajamos cuando nos internamos en nuestras emociones y en nuestros
sentimientos, trabajamos cuando pensamos. El trabajo es inherente a la
condición humana. Y si conocemos el descanso, si podemos hacer de él una
experiencia significativa es porque conocemos el trabajo.
La realidad que nos contiene y nos da significado, aquella en la
que exploramos el sentido de nuestra existencia, tiene características
dialécticas. Se mueve pendularmente entre polaridades. El trabajo y el descanso
conforman una de esas tesis y antítesis que en su danza impulsan la respiración
de la vida. La cuestión es transitar con conciencia y compromiso entre ambos
términos para construir la síntesis que los integre de una manera creativa,
superadora y fecundante. Esto no será posible mientras el trabajo sea una
experiencia que degrade a las personas o mientras el descanso se viva como una
revancha y el resentimiento sea su sedimento. Devolver la dignidad y el sentido
al trabajo donde los ha perdido, resguardarlos y honrarlos donde los tiene y
los promueve, son dos compromisos básicos que las personas se deben en su
condición de tales. Elisabeth Lukas piensa que “quizás sea este el milagro del
trabajo: les falta a quienes lo rehúsan y humilla a quienes se ponen por debajo
de él, pero da alas a quien lo realiza para conseguir una obra que lo ha estado
esperando, a él y a su actuación, durante toda una vida y siempre como algo
nuevo”. Muchas veces -dice Lukas-, esa obra que nos esperaba y que
desentrañamos mediante el trabajo es un misterio aun para nosotros, hasta que
está culminada. “Y para saber en qué consiste, no hay método más preciso que el
sosiego”. Allí está, otra vez, la armoniosa danza de los dos opuestos
complementarios que se dan razón de existir el uno al otro.
Somos órganos del organismo que nos contiene y al que
pertenecemos, y tenemos una función que cumplir en él. Parte del sentido de
nuestra existencia es descubrir cuál es tal función. Mientras lo hacemos, algo
es cierto. Nuestro trabajo debe ser una fuente de dignidad. Y en tanto
transitamos la búsqueda, acaso las siguientes preguntas puedan hacer las veces
de brújula.
¿Estoy haciendo lo que quiero o lo que debo?
¿Estoy atendiendo mis deseos o mis necesidades?
¿Soy lo que hago o hago lo que soy?
¿Los valores de mi vida son los valores de mi trabajo?
¿Está reflejado en mi actividad el sentido de mi vida?
¿Qué me gustaría hacer si no dependiera de eso ganarme la vida?
¿A través de mi trabajo trato de llegar más alto o más profundo?
¿Están mis emociones y mis sentimientos presentes y representados
en lo que hago?
¿De qué manera y en qué aspectos mi trabajo enriquece mi vida?
¿De qué manera lo que hago mejora el mundo?
Todos trabajamos. Algunos en mejores condiciones que otros, con
mejores o peores retribuciones, en tareas más agradables o menos, en mejores o
peores ambientes, con mejores o peores compañeros, con diferentes estados de
ánimo, en tareas más cercanas o más alejadas de nuestra vocación... Honor al
trabajo, honor al descanso. Que dancen juntos, dándose mutuo sentido, mientras
hacemos en el mundo.
El sacerdote John O’Donohue, cree que “sería hermoso si el lugar
de trabajo fuera un lugar de inspiración donde se pudiera aplicar la propia
creatividad a la tarea. Los dones particulares de cada uno serían bien
recibidos y los aportes saltarían a la vista. Cada uno tiene un don particular.
La vida es mejor cuando puede desarrollarlo y expresarlo en el trabajo”. Comparto
esa creencia. He trabajado en ambientes así y también en los opuestos. No es
igual lo que ocurre en el trabajo ni afuera, según sea el ámbito que se
comparte, los valores que se conjugan, los vínculos que se enriquecen o
empobrecen con diferentes actitudes. Todos necesitamos ser parte de algo.
Cuando lo logramos, se multiplican nuestras fortalezas, el mundo las recibe,
nuestro trabajo se hace visible no solo en la materia que modificamos (ya que
no todo trabajo opera sobre lo material) sino en lo que hacemos con, por y para
otros. Esa huella queda en el mundo, es indeleble. Por eso, importa qué rastro
dejaremos. Esto no depende de jefes impiadosos, voraces y egoístas, de culturas
corporativas depredadoras e hipócritas que declaman lo contrario de lo que cumplen,
de exigencias desmedidas o valores tergiversados. Como cuenta Viktor Frankl en
El hombre en busca de sentido, durante sus cuatro años como prisionero en los
campos de concentración nazis, nunca supo si al día siguiente le tocaría el
horno crematorio o algún castigo demencial, pero tanto él como otros sí sabían
siempre, aun en las más inhumanas condiciones jamás concebidas, que había una
libertad única e inalienable que nadie les quitaría: actuar con dignidad en ese
día, no traicionar sus valores, respetar al ser de al lado, no claudicar en los
sueños (por imposibles o lejanos que parecieran) que se prometían para el día
después de la pesadilla. Esas actitudes renovaban cada día el sentido de su
vida.
No es lo mismo saludar que no saludar, agradecer que no agradecer,
responder que no responder, mirar que no mirar, escuchar que no escuchar. No es
lo mismo caminar un paso con los zapatos del otro que no ponérselos nunca.
Desde que estamos en el mundo, nuestra existencia genera
consecuencias. Trabajar es una manera de estar en el mundo. Nadie, sino
nosotros, es responsable de las consecuencias que provoca. Somos todos, como
dice el filósofo James Rachels, agentes morales. El otro, el semejante, es el
fundamento de la moral. Entre la moral y el sentido existencial, hay lazos
estrechos. Y esos lazos se refuerzan o se deshilachan también (y a menudo sobre
todo) en el trabajo.
Trabajamos para mantener girando la rueda de la vida.
Trabajamos para vislumbrar en nuestra tarea el sentido de nuestra
existencia.
Trabajamos para dejar el mundo mejor que como lo encontramos.
Trabajamos para expresar nuestro amor y nuestros dones.
Trabajamos para encontrarnos de un modo fecundo con nuestro
prójimo y confirmarnos mutuamente.
De cada uno de nosotros depende que aquello que hacemos y el modo
en que lo hacemos respondan a estas razones y las honren.
Autora: Laura Soto de Ferro. Santa Fe, Argentina.
Profesora especializada en
Ciegos y disminuidos Visuales.
laurayroberto2005@funescoop.com.ar