Y ahora que pienso…

 

 

Sin duda, la etapa infantil nos marca profundamente durante toda nuestra existencia.

Le debemos momentos de dicha y felicidad, añoramos aquella inocencia e ingenuidad, sentimos nostalgia por la confianza ciega en un mundo cuyos misterios y desequilibrios aún no han sido revelados.

 

Situaciones vividas, ciertos prejuicios muy asentados, la opinión y las modas de la sociedad influyen en nuestro comportamiento, tanto en la forma de obrar como en el temperamento y la manera de ser.

 

Yo percibo, con el transcurrir del tiempo, notables diferencias en mi forma de pensar actual respecto de la que me dirigía en mi época de juventud.

No sé si a ti te ocurre algo parecido; pero en mi caso, creo que he perdido el ímpetu, el impulso primario y las ganas de competir, aunque he alcanzado mayor serenidad, equilibrio, discernimiento.

 

Ciertamente, las fronteras entre las diferentes etapas de la madurez están algo difuminadas, no parecen nítidas, incluso nos enseñan que prima el estilo por encima de la edad que tengamos, los años cumplidos.

Es una consecuencia del incremento en la esperanza de vida, que modifica los criterios y estereotipos que regían, por ejemplo, hace medio siglo.

 

Digamos que mi reflexión se concreta, respecto de este tema, cuando inicias tu emancipación, tu independencia económica, o como quieras llamarlo, ingresando en la cadena de productividad, en sentido muy amplio; ya me entiendes.

 

A partir de aquí, y con la perspectiva de lo vivido, las cosas se me presentan muy cambiadas. El plan trazado decide mi forma de pensar y de actuar.

Hay conductas que siguen manteniéndose. Por ejemplo, yo no me caracterizo por la perseverancia en la consecución de un objetivo concreto cuando los resultados aparecen lejanos.

es decir, soy más proclive a dispersar mis energías en varias materias, que  dedicarme plenamente a una de ellas.

 

También podría presentar el reverso del asunto, remarcando el aspecto positivo de mi afán por el conocimiento de nuevas experiencias.

 

Quizá por esta senda haya caminado con antelación, porque la juventud, considero, requiere especializarse en algo más definido. La madurez reclama nuevas oportunidades, por encima de la impaciencia en la consecución de récords.

El hecho es que he tocado muchos palos, pero he finalizado muy pocos. No me he especializado en nada muy concreto.

Sí terminé mis estudios universitarios en la materia que me gustaba, y continúo informándome y poniéndome al día sobre ese tema. Me refiero más a los contenidos que incluiríamos en el capítulo de aficiones.

Cuando estudiaba interno en los colegios para ciegos, me aproximé a varios idiomas, traté de aprender a tocar algún instrumento musical, hice varios cursos de taquigrafía.

Me sentía a gusto con la mayoría de las asignaturas de estudio. Practicaba el deporte que me era posible en aquella época, utilizando los medios de que se disponía.

Pero de esas actividades que hoy llamamos extraescolares, sólo terminé los estudios para la obtención del certificado de Francés en la Escuela de Idiomas.

 

Hoy día siento no haber aprendido, por ejemplo, a tocar la armónica, la guitarra; no haber conseguido un nivel aceptable de inglés. Pero, por otra parte, no se me han olvidado los conocimientos primarios que entonces adquirí respecto de algunas otras lenguas, como el Esperanto.

 

Con frecuencia me ocurre, fundamentalmente durante el periodo estival, que vuelvo a introducirme en aquellas materias; y ahora también disfruto recordándolas, incluso me emociona pensar que todavía conservo mi interés por ellas, aunque percibo que ya no me resolverán ninguna contingencia vital, digámoslo así.

 

Siguiendo la pista aportada por la nostalgia, me apetece retomar la lectura de algunos libros que algún día me resultaron atractivos. Sin embargo, debo confesar que no siempre han continuado siéndolo para mí. Esto me sucedió con la novela Don Camilo, de Guareschi, que leyéndola a comienzos de los setenta, disfruté mucho con ella.

 

Respecto de mis aficiones musicales, he vivido una etapa de varios lustros en la que me desvinculé  del seguimiento de las listas de éxitos de la actualidad.

Luego he restringido mi aprecio por lo que catalogábamos como música moderna, reservándolo para determinados temas y melodías mucho más afines a mi carácter o temperamento.

 

Al contrario me ocurre con la música que llamamos clásica. Me hubiera apetecido iniciarme pronto en su comprensión, a fin de recoger sus matices, sus sentimientos, la variedad expresiva y las diferentes corrientes de la historia de la música. Pero entonces no lo hice, y ahora la escucho con avidez, aunque notándome muy distante, en un lugar apartado desde el que no conseguiré disfrutar de todo lo que me sugiere.

Si hablo de viajar, antes me emocionaba con las descripciones de lugares, de países, de ciudades exóticas. Retenía cada uno de aquellos topónimos, y de hecho, muchos de los que aún recuerdo pertenecen  al acervo aprendido en aquella época de mi niñez y de juventud.

 

Una de las asignaturas de estudio, cierto que no era la que más emoción me causaba, ha sido la Historia. Me ha desengañado, debido a las siempre interesadas interpretaciones de los hechos y la actuación de los personajes y héroes; y así me he instalado en un escepticismo, antesala de mi desgana actual por releer o estudiar los textos históricos.

 

La novela histórica, que años atrás alcanzó un buen repunte, me apasiona en cuanto novela, sin detenerme a reflexionar sobre lo que el escritor nos cuente como verídico. Me introduzco en el desarrollo como en cualquier otra obra literaria.

 

Hoy me encantaría abrirme a la experiencia de visitar determinados lugares; si bien, por mis circunstancias, no me es posible acceder a estos deleites tan instructivos y seguro que inolvidables.

 

He abandonado buena parte del interés por el fútbol. Sigo las andanzas de mi equipo favorito de toda la vida, gozo con sus victorias y me duelen sus tropiezos, pero mucho menos que antaño.

Me entretengo escuchando la retransmisión de los partidos que yo considero atractivos, pero lo hago sin verdadero apasionamiento.

 

La conexión con los escudos, los símbolos, las banderas, me resulta poco emotiva y no segura. Creo que no me he caracterizado nunca  por pertenecer a ningún club de fans ni idolatrar a ninguno de tantos personajes que pululan por las pantallas o los estadios deportivos.

Por lo anterior, hoy día no me siento capaz de seguir hasta el final ningún emblema ni estandarte. Las ideas son, a mi juicio, algo siempre interpretable, así como que cada persona es libre de ir evolucionando para adaptarse al contexto social, incluso a sus propias circunstancias; esto, en mi época juvenil, lo consideraba mucho más reafirmado.

De todo esto se infiere mi actual desprecio  por las fronteras, los muros y por los excesivos localismos, que no sería capaz de defender. No es que hayan desaparecido mis afectos y mi estima por mis propias raíces, mis lugares queridos; pero me identifico con quienes aman a todo el planeta, porque viven en él  y desean que se conserve cada vez mejor.

 

 

Sí venero, en cambio,  a los músicos virtuosos de la voz y de los instrumentos; me parecen auténticos artistas, que han consagrado su existencia al ejercicio de una labor extraordinaria y que tienen mucho que aportar, no sólo compartiendo sus capacidades, sino por el empeño en alcanzar un objetivo repleto de sensibilidad y altura de miras.

 

El entusiasmo de la edad juvenil ha disminuido y se ha serenado y aplacado, a favor de la necesidad de medir y pesar convenientemente las consecuencias y los riesgos de tal o cual situación, con la vista fija en una mayor seguridad y certeza para acertar en la decisión correcta.

 

Ahora me encuentro más libre para decir lo que pienso y expresarme con mayor autenticidad; quizá porque mis circunstancias tienen aspectos  que ya no son modificables.

 

También me identifico con mi propia generación, como supongo que hice entonces; pero creo que, en mi fuero interno, las distancias entre ambas  no resultan insalvables.

 

A quien acostumbra a plantearme cuestiones relativas a la edad, le sugiero que tarde o temprano  se hallará en similares circunstancias.

Está claro que mi salud me importa mucho más, como supongo que a ti también; en esto no he cambiado. Prefiero  no asumir muchos riesgos, sino rastrear siguiendo las huellas de otros.

Tampoco me caracterizo por ser supersticioso. Tengo la idea muy clara de que, cuanto me pueda suceder está ligado en especial a mi propio comportamiento y al valor y la energía que atesore en cada momento. Para ello intento recurrir, más que antes, a todo aquello que da sentido a mi existencia.

 

Ahora pienso mucho más que antes en todo cuanto la vida puede reservarme, aunque no me obsesionan los cálculos matemáticos respecto de mi permanencia  en este mundo.

 

Mi mayor anhelo es vivir en la paz y el sosiego  de quien puede estar sereno, tranquilo, de quien obra y actúa de buena fe, de quien no desea transportar en su maleta sino lo estrictamente necesario, retirando cualquier carga o animadversión hacia alguien.

Mi confesión final debería ser no haber cometido faltas, que quienes se quedan aquí  puedan reprocharme en sus memorias sobre mí.

 

En fin; lo que me queda nítidamente claro es que  el cambio definitivo supone la  búsqueda incesante de apoyo y sentido en esta carrera de fondo, ayer no tan vehemente y hoy imprescindible, hacia la trascendencia.

 

Acudo, pues, puntual como siempre, donde la Naturaleza me convoca, sintiendo que con ella alcanzaré el equilibrio y la armonía o serenidad (alguien lo llamará apatía, y no le falta razón), pues en el fondo me abruma cualquier contingencia que me desvíe de mi situación ordinaria.

 

¿Te sucede a ti algo de todo esto? Esta es una pregunta retórica, que obedece a mi deseo  de acumular respuestas afirmativas para constatar que tales actitudes permanecen dentro de la norma social

 

Autor: Antonio Martín Figueroa. Zaragoza, España.

samarobriva52@gmail.com

 

 

 

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