Jacobo.

 

Los Doce Amantes De La Casta Elsa

 

Estimados lectores, hoy seguimos husmeando en las razones y sinrazones, en las alegrías y frustraciones de Elsa, que fue una niña dócil, una joven religiosa y una mujer deseosa de un hogar, con hijos y marido, sin abandonar por eso su trabajo.

Ya conocemos a Marcelo, un joven de buena familia, que hacía tres años se había prendado de ella y le había pedido que fuera su esposa y aún sigue de gerente en la Empresa vinícola del amigo de su padre.

 Sus 32 años no le han hecho sentar cabeza y entrar a formar parte del “gremio de casados” y Elsa sigue en la cuerda floja con su novio, que, cada vez se muestra más esquivo cuando ella saca a relucir el tema de la boda.

 

Jacobo

 

Elsa se da cuenta de que se le va pasando la juventud y que no podrá cumplir su sueño de verse rodeada de cinco o seis chiquillos vociferantes y cariñosos que le echaran los brazos al cuello buscando sus caricias, como había sido ella en su infancia al lado de sus hermanos. Se imaginaba la escena con un Marcelo sonriente y bonachón, incapaz de poner orden, desbordado por los llantos de las niñas que pedían justicia por las afrentas de los hermanos varones. Entonces recurrirían a ella que, con el corazón lleno de ternura reprendería a los infractores y acunaría a los. Resentidos.

Mientras tanto se entretiene con las nuevas tecnologías y tras haber mantenido durante meses, una divertida y alocada correspondencia por Internet, Elsa y el internauta, se citan para comer. Por fin lo va a conocer.

Es un tío feísimo y larguirucho, que necesita con urgencia una visita al dentista. Bien vestido, camisa blanca y chaqueta. De porte distinguido, pelo abundante, negro y lustroso, ojos miopes con lentillas, grandes orejas, labios carnosos, manos grandes, todo en él es grande.

Ella se ha vestido con un sencillo mono color verde caqui, casi como los del ejército. No quiere aparecer muy atractiva, pero la verdad es que aquel mono le sienta muy bien.

Se instalan a la sombra en la terraza de un restaurante lujoso. El camarero, solícito, les sirve una comida opípara, mariscos, ensalada, pescado a la plancha, vino blanco muy frío.

Él no sabe lo que come, sus dientes mastican algo y de sus labios salen palabras con las que intenta mantener una conversación amable.

Sus ojos sólo ven los de Elsa iluminados por una expresión risueña, medio pícara, medio traviesa, y un tanto feliz. La desnuda con la vista y en su mente sólo hay un pensamiento.

Elsa, Habla sin cesar de Marañón, de sus monografías sobre Don Juan y Amiel. Tampoco está muy segura de lo que come. El, no está de acuerdo con la interpretación que ella hace de este último escrito, pero evita cualquier cosa que pueda distanciarles, incluso de forma intelectual. Elsa sigue hablando con evidente deseo de causar buena impresión en su interlocutor.

El hombre delgado y feo, pero atento y educado, que se sienta frente a ella puede ser el amigo que busca hace tanto tiempo. Un amigo a quién confiar penas y alegrías, preocupaciones e ilusiones, inquietudes y proyectos con la seguridad de sentirse protegida, apoyada y nunca traicionada.

Eso mismo había pensado cuando conoció a Marcelo, pero su destino no iba por esos derroteros, y había acabado enamorándose de él, y donde pensó encontrar el remedio a su soledad, fue a dar con un arbitrario ser que se había adueñado de su corazón, y ahora no solo sentía el desamparo ante la sociedad hostil entre la que tenía que ganarse la vida, sino, además, la tristeza de sentirse injustamente tratada por el hombre al que le estaba entregando los mejores años de su vida.

Al otro lado de la mesa donde el camarero ha ido colocando los exquisitos manjares, el internauta, que ha resultado llamarse Jacobo, la mira, pensativo, y un mundo de imágenes placenteras, alteran su pulso.

Él se pregunta: ¿Ella estará pensando en lo mismo que yo, y usa su locuacidad, casi verborrea, para ocultar sus pensamientos? ¿Lo desea y finge?

Elsa no finge, sus ojos expresan lo que no dice con palabras. Lo desea y lo teme.

De repente, Elsa recuerda su cita a las 4 de la tarde en la Central de Cosméticos. La hora se echa encima, es un fastidio, allí se está bien. Aún no sirven el postre. Tendrá que salir corriendo y destrozar la sobremesa. Elsa cancela la cita por teléfono. Después, se siente contenta por poder disfrutar toda la tarde de aquella amistad, en la que empieza a poner tantas esperanzas.

Jacobo pide al camarero un poco de hielo. Tiene la secreta intención de invitarla a un vaso de escocés o una copa burbon en su oficina cercana, para animar el ambiente. Tendrá que conseguir que le acompañe a su despacho. Teme que ella se niegue y le pida que busque un taxi. Con agrado ve, sorprendido, que ella acepta con toda naturalidad la propuesta.

Elsa piensa que todo es muy discreto y natural. En el pequeño ascensor, tan juntos el uno del otro, él tiene que dominarse para no apretarla contra un rincón y comérsela a besos, como está deseando hacer desde que la vio. Para evitarlo mete las manos en los bolsillos.

El apartamento, tiene el aspecto de una oficina bien cuidada. En la pared, frente a la entrada, un cuadro grande con un plano sembrado de chinchetas de colores, debajo una butaca tapizada en negro, ante ella una mesa de despacho, en una esquina un Invoca soporta una Lexicon 80, un archivador gris y dos sillas a juego con la butaca completan el mobiliario.

-Hace calor - dice él, mientras se quita la chaqueta y la corbata. - ¿Quieres una copa fría? -pregunta.

Ella se niega, de manera rotunda, a beber nada de alcohol.

Jacobo le ofrece enseñarle el resto del apartamento. Abre una puerta y Elsa pasa, sin mirar, por una alcoba con cama de matrimonio, entra en el cuarto de baño, amplio, brillante, con buenas toallas. Sin comentarios vuelve a la alcoba. Y cuando va a salir, él se interpone en la puerta y Elsa queda frente a él, de espaldas al lecho. El se acerca, muy cerca, deseando tenerla entre sus brazos, temiendo el rechazo. La besa con delicadeza, con la punta de un pie en el talón del otro, se quita los mocasines. Él sabe que los zapatos con cordones son un incordio en situaciones como aquella.

Jacobo intenta desabrochar los botones de la pechera del mono verde caqui, mientras Ella se debate para defender su integridad, y lo que pensaba sería una tranquila y relajada sobremesa en un lugar discreto y fresco, donde hablar de los simpáticos correos que se cruzaron entre ellos, de las incógnitas tras de las cuales guardaron su identidad, de lo mal que, en aquellos momentos, se está portando Marcelo con ella, se está convirtiendo en un asunto turbio, sospechoso de ocultas y excitantes intenciones, que ella no busca. Lo que desea es una persona amiga, distinta de la generalidad de los mortales que no conciben una amistad por sí misma, sin miras a otras satisfacciones.

Concede a estas últimas sus valores, pero ella siempre pensó que la amistad está por encima, por ser más desinteresada. Lo piensa con absoluta sinceridad. Creía que ahora sería así. Debo resistir -se dice- y no será fácil. Por eso se apresura a abotonar los botones que él va soltando con mano experta, amorosa e impaciente, mientras susurra frases encendidas que dejan ver con claridad lo difícil que se está poniendo la situación. A pesar de sus principios, convicciones y planteamientos, a Elsa, aquella experiencia le resulta de lo más excitante y placentera. Algo deseado y reprimido mil veces, y a lo que se siente con derecho, como cualquier persona.

La pequeña y deliciosa pelea de desabrochar los botones, que ella se apresura a reintegrar a los ojales, alcanza el fin que él se propone. Elsa le rechaza. Preocupado da un paso hacia atrás y piensa: "Ya está, esto se acabó". Pero se tranquiliza cuando la mira a los ojos, que ve brillantes, iluminados por una expresión risueña, medio pícara, medio traviesa.

Ella, con la certidumbre de que lo ineludible ya es inevitable, mantiene sus manos sobre el pecho en un último y fútil intento de defender su integridad.

El la abraza, vuelve a besarla. La sujeta por los hombros y la dobla sobre la cama. Se arrodilla ante ella, la descalza y termina de desnudarla del mono verde caqui. Ella no sabe como llega a encontrarse casi desnuda y entregada a un dulce abandono de todos los sentidos. Se apodera de ella un deseo acuciante y profundo de ser poseída y busca, de forma desesperada, el contacto de toda su piel con el cuerpo de él. Siente una sensación de dulce entrega y una comunicación de sentimientos elevados con el conjunto del Universo espiritual que forman todos los seres creados.

Jacobo es casado, ha sido un experto y exquisito amante, -piensa, pero, por eso, muy peligroso. No volveré a verlo jamás...

 

Noviembre 2018

 

Autora: Brígida Rivas Ordóñez. Alicante, España

davasor@gmail.com

 

 

 

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