Expectativa Fallida.

 

Llevábamos varios días ilusionados con el paseo. Mamá nos había dicho que saldríamos al centro, y que si nos portábamos bien, quizás iríamos al Parque.

 Yo nunca había ido al Parque General San Martín. En realidad, en mis escasos cuatro años, solo el difuso panorama que ofrecía más allá, la puerta de calle, era mi mundo real por esos tiempos.

Mi hermano me había contado en muchas oportunidades, que existían estatuas inmensas, fuentes, unos caballitos en esculturas gigantes, y lo más impresionante… unos portones inmensos, todos de hierro pintados de verde y repletos de arabescos y farolas en las puntas de arriba. También me hablaba de canteros con flores de colores, de muchos árboles, como si fueran varias plazas juntas. Y lo más lindo, era que papá le había comprado cuando lo llevara alguna vez, una bolsa de praliné, aduciendo que ese hombre con carrito, vendía además algodones de azúcar de colores, maníes y caramelos.

Mi corazón palpitaba y sentía como un cosquilleo en todo el cuerpo. Me emocionaba el pensar que al día siguiente, mi mamá nos podría quizás llevar a ese parque mágico donde esos tonos diferentes y desconocidos, se desplegarían ante mi observación.

 Rara vez me habían llevado al centro, quizás una a dos veces. Pero siempre permanecíamos en casa, al menos mamá y yo.

Ella se puso esa tarde a coser. Me estaba haciendo una enagüita. Tenía un recorte de tela de tafetina, le puso un elástico en la cintura, le hizo un ruedo y en un costado le colocó un plegadito con puntillas y varias flores bordadas con gusanitos de hilos de colores.

 La terminó de hacer en la tarde que saldríamos temprano. Había planchado una chomba blanca para mi hermano, junto a unos pantaloncitos cortos negros, a los que ella les había colocado cerca del ruedo de cada pierna, dos botoncitos blancos de nácar.

A mí, me iba a vestir con un vestidito blanco de verano, que había hecho con cinturón y moña atrás. Todo había quedado listo.

Sentada en la cama grande cuando ya terminó su bordado, me le acerqué curiosa. Me mostró sonriente, cómo había quedado la enagua. Le pedí me la prestara y me dijo que no, porque podía ensuciarla. De inmediato se la colocó en la cabeza, a modo de sombrero. Me dijo que la usaría de adorno en su cabeza y que no me la daría. Le pregunté ya con un tono angustiado…. Que si ella se la ponía, era mentira que la estaba haciendo para mí. Y además le interrogué: “¿Con qué iría debajo de mi vestido?” (Siempre se usaban los vestidos con forros o enaguas).

Ella adujo que iría al centro con el vestido así no más: Sin enagua… porque me daría calor el ponérmela.

Cuando no pude evitar soltar el llanto después de un ratito que me pareció eterno, se sacó la enagua de la cabeza y riendo expresó que se trataba de un chiste.

 Puso toda la ropa sobre su cama y preparó unos fideos con manteca, perejil y algo de queso rallado.

 Comimos, nos bañó y vistió.

Una vez impecables, yo me encontraba orgullosa por mi ropa nueva, mis zapatos blancos y medias blancas nuevas también. Trataba de no moverme… pues mi madre nos había amenazado a los dos, mientras estábamos parados en la galería, aseverando que si llegábamos a tener una mínima o pequeñísima manchita, no iríamos a ningún sitio. Que debíamos quedarnos totalmente quietos hasta pudiéramos salir.

Mamá se fue a bañar, mientras nuestro padre, quien generalmente permanecía ajeno a todos estos tipos de movimientos, permanecía en su taller pintando un cuadro nuevo.

El tiempo fue pasando y Jorgito y yo comenzamos a aburrirnos.

Mi hermano me dijo que saliéramos un ratito, mientras, a la puerta. Le dije que no, porque tenía miedo a las pibas de “al lado”, quienes al verme tan bien vestida, me podrían manchar el vestido blanco o tocar.

Él insistió y dijo que si salían “los de al lado”, ingresara otra vez a la casa. Salimos tímidamente apoyándonos con cuidado, en la verja de madera blanca.

Fue inevitable, que los niños de la cuadra estuvieran en las veredas. “Los de enfrente”, “los de la esquina” y “las pibas de al lado”, todos jugando con barquitos de papel en la cuneta. Mi hermano se acercó a ver. Habían puesto varios barquitos, de diferentes papeles. Los tamaños también variaban. Como el agua circulaba en intensa correntada, arrastraba a diferentes velocidades, todo lo que encontrara a su paso.

 Uno de los niños se quejó de los barquitos, que el suyo no estaba, no aparecía debajo del puente de caño. Mi hermano instintivamente se acercó más, para ver si agachándose un poco, lograba verlo atascado dentro del puente.

Le dije gritando, ” ¡Jorgito ¡No te ensuciés, no te ensucies!”

Él no me hacía caso y yo no pude evitar el acercarme también. Me movilizaban dos situaciones, una de ellas era convencer a mi hermano de que regresara hasta la verja y la otra era mirar si veía también el barquito atascado.

Las acequias eran zanjas de tierra, bordeadas de gran cantidad de yuyos totalmente silvestres. Estaban muy abigarrados, muy tupidos por sectores que le conferían a la cuneta, varios sitios irregulares e interpuestos por piedras grandes, que ocasionaban pequeñas cascadas de agua turbia.

 En otros sectores el agua se arremolinaba y los chicos gritaban entusiasmados, cómo algunas naves giraban en redondo y no avanzaban en su carrera para pasar debajo del puente

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 Cada uno identificaba su barquito, pues eran de distintos papeles, y diferentes colores. Otros les habían puesto cargas encima, como un gusanito, hojas, alguna flor u hormigas, que evidentemente viajaban en una liviana embarcación al acecho de la aventura que le dispensara la voluntad caprichosa del agua.

Era verano, hacía mucho calor y el cauce era bastante importante. En la esquina había compuertas, que estaban esa jornada, abiertas por completo.

Olvidé por instantes nuestra situación transitoria, y me sumé al entusiasmo de los chicos. Absorta por el movimiento del agua, que insistía en hacer todo tipo de juegos y modificaciones sobre esos barquillos, sobre las piedras del fondo del cauce, de los yuyos que colgaban hacia adentro y se arrastraban sin desprenderse de su raíz… me acerqué más y más al borde .

El piso fangoso, se hundió debajo de mis impecables zapatitos blancos. Haciendo un esfuerzo por no caer mis brazos se agitaban desesperados, tratando de agacharme y tomarme de los yuyos más altos.

 Mas fue imposible que no cayera dentro de la zanja bastante profunda, repleta de barro, en partes fangosa y en otras, podrida por las acumulaciones en algunos compartimientos estancos, donde el agua no circulaba.

 El torrente con su furia veloz, me arrastraba haciéndome tragar el líquido horriblemente sucio, de sabor desagradable. Las piedras golpeaban mis brazos y rodillas. Los gritos de los otros niños, apenas los oía, pues el agua me tapaba los oídos. A la boca, no podía abrirla para gritar, pues el barro insistía en ser tragado. El agua entonces ingresaba raudamente por mi nariz si yo pretendía respirar.

Todo me pareció una eternidad, y en medio de una sensación de dolor físico, angustia y desesperación por respirar, sentí una mano grande, que fuertemente me tomaba de los brazos, tironeándome de la ropa y los cabellos. Se trataba de un señor que pasaba ocasionalmente por la vereda. Logró ponerme de pie, en la acera de tierra, y acomodando mi pelo me preguntó si estaba bien. Además interrogó cuál era mi casa. “¿Casa?” Me pregunté un poco alarmada, cayendo en una realidad desesperante…

Peor eran esos instantes que los de la acequia. Peor que todas las realidades posibles en esos momentos de mi vida. Sabía lo que me esperaba. Hubiera sido mejor, haberme dormido dentro del agua, si… mucho mejor.

Quedé muda, pues todos los chicos a mi alrededor, le comunicaban al hombre cuál era mi casa. Mi hermano le tranquilizó al individuo samaritano, avisándole que me llevaría con mis padres.

 El señor se fue y mi hermano me dijo… “¡Ruxlana! ¡Mirate la ropa!“

El barro podrido, había teñido de negro totalmente una de mis piernas, medias y zapatos. La mitad del vestido y el resto estaba marrón de lodo junto a mis cabellos. Todo mi cuerpo empapado, olía a sucio.

Nuestro padre nos encontró ingresando a la galería y cuando me vio, imaginó lo que me podría haber sucedido, diciendo: “No sé que hará su madre”.

Mamá, ya estaba lista, hasta con la cartera colgada del hombro. Bien peinada, con colonia, salía de su habitación, muy jovial y alegre con el frasco de perfume en sus manos, para darnos los últimos “toques” y dejarnos “terminados”, para salir los cuatro al paseo tan anhelado.

Frenó sus impulsos en seco cuando mi imagen se le presentó de modo tan repentino. Quedó un rato observándome de arriba hacia abajo. Yo lloraba continuamente, parada sobre el brocal que limitaba la galería con el patio de ripio, pues nuestro padre, me había dicho que no ensuciara el piso, con el barro, o la reprimenda sería aún mayor.

El rostro de mamá, que apenas podía divisar borrosa, debido a su distancia cercana a dos metros, y a las lágrimas que enturbiaban completamente mi mirada, me pareció estupefacto.

Dijo solamente: “Ahora no vamos a ninguna parte. Se joderán todos”.

Dio media vuelta y se encerró en su dormitorio, a quizás, cambiarse otra vez… pero no salió más de allí, hasta el día siguiente.

Nuestro padre se dirigió al taller, dedicándose a continuar la pintura de su obra.

Mi hermano lloraba, pataleaba y gritaba.

 Sus quejas hirientes vociferaban: “¡¿Viste?!, ¡¿Viste?!, ¡por tu culpa, por tu culpa!, ¡Me las vas a pagar! ¡Ya vas a ver!…”

 

Renée Escape

De: “EL MUNDO MIOPE DE RUXLANA”

 

Autora: Dra. Renée Adriana Escape. Mendoza, Argentina

rene.escape@gmail.com

 

 

 

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