La piedra de la media vuelta.

 

 En un pequeño pueblo que se escondía tras esa cadena de montañas vivía un hombre que tenía una de las peores condiciones humanas: le encantaba armar broncas, peleas, riñas en general. Desde muy niño lo arreglaba todo, mejor dicho, lo desarreglaba a voces, a puñetazos, a patadas, imponiendo siempre la razón de la fuerza a la fuerza de la razón. Y para colmo de desgracias su mala madera se veía favorecida por sus buenos troncos y ventajas físicas: tenía voz de trueno, puños de hierro, pies de plomo, peso de roble, estatura babélica y fuerzas sansónicas.

 Sus padres intentaron quitarle la mala maña cortándole el pelo. “Siendo más débil que los demás, se amilanará en cuanto lo amenacen”, pensaron creyendo que padecía el terrible mal de Sansón, pero ni calvo como una peonza perdió las fuerzas y las ganas de pelear. La maestra y el cura, dándole buenos consejos, pero ni por esas, cuanto más engordaba y crecía, más y más peleón se volvía.

 Los habitantes del lugar no querían cuentas con él, pero los humillaba tanto, tanto les hería el amor propio que se les encendía la sangre, se les nublaba la mente, le plantaban cara y ¡zas!, pelea en la plaza. Y aunque suene a exageración, en todas ocurría lo mismo: él daba golpes a tutiplén; los demás, a recibirlos y a callar.

 El juez intervino en varias ocasiones, pero al final se convencía de que sólo tenía dos remedios: o matarlo o dejarlo. Y como matar estaba prohibido, lo dejó.

 Al cabo de algunos años no quedaba en el pueblo ni un solo vecino que no tuviera en el cuerpo las huellas de sus puños. Hasta su mujer y sus hijos llevaban en la cara la marca de sus diez dedos. Y todo porque cuando volvía triunfante de las peleas, se hacían una piña para echarle la bronca en casa.

 A veces, después de pagar sus reproches con bofetadas, con insultos, con tortazos, se arrepentía y les prometía firmemente cambiar, pero en cuanto ponía los pies en la calle echaba al aire las promesas y volvía a las andadas.

 Tanta vergüenza llegó a sentir la familia de aquel padre y marido que ninguno salía de casa con la luz del sol. Un día, el mayor de los hijos, le dijo a la madre: "¡Vámonos de aquí!" Y todos se escaparon con lo puesto pues era mejor empezar de la nada, en un lugar desconocido, que seguir allí, aguantando, sufriendo e inclinando los ojos ante los ojos de los vecinos.

 Cuando el peleón se supo solo en casa no se asustó. Al contrario, se alegró. Ya nadie volvería a decirle en las narices que era la oveja negra de la familia, el coco del pueblo, el bicho perro y malo que envenenaba todas las fiestas. Y libre del único freno que tenía, antes de salir de una se metía en otra.

 Pasó el tiempo, y tantas y tantas lió, que todos acabaron por seguir los pasos de su familia. Unos huyeron por miedo a morir entre sus puños; otros, para no perder la libertad en un ajuste de cuentas.

 Pero como siempre hay alguien que no traga, el más cabezón de todos se negó a partir. "Para irme yo, que se vaya él", dijo hinchado de razón, y para curarse en salud se cogió un garrote que no soltaba ni de día ni de noche.

 El primer día de soledad, daba gloria andar por el pueblo, ni en la taberna, ni en los huertos ni en las calles se oía una voz más alta que otra; el segundo, poco más o menos, sólo se oían los silbidos del peleón por un extremo y los del cabezón por otro, y al coincidir en el centro parecían unirse para entonar juntos un interminable canto de paz. Pero al anochecer del tercero ¡pum!, saltó una chispa y la hoguera volvió a arder.

 Era verano y el cabezón se sentó a tomar el fresco a la puerta de su casa.

 — ¡Qué sorpresa!                  -dijo el peleón que llegó buscando compañía- Veo que en lugar de dos, tienes tres piernas. ¿Tanto piensas andar?

 — ¡Pues ves mal! -replicó el cabezón alzando el garrote- Esto no es una pierna, es un palo. ¿Lo ves?

 Y ¡pom!, ¡pom!, ¡pom!, golpeó en el suelo con él.

 —El que ve mal eres tú -añadió el peleón- Pierna es lo que sirve para

andar, y si andas con un palo, el palo no es un palo, es una pierna.

 Y que si el uno, para picar, pierna, y que si el otro, para convencer, palo, al final

llegaron a las manos, y de las manos pasaron al pecho, y del pecho al cuello, y del cuello...

 Al día siguiente, por una simpleza del mismo jaez, se volvieron a enzarzar. Y

lo mismo ocurrió al otro día, y al otro, y al otro... Y como no había nadie para separarlos, el pobre cabezón acababa baldado.

 Un día, tan acosado, tan sitiado e impotente se vio, que con la moral en los pies y la cabeza llena de vendas se fue a pedir remedio a una bruja que vivía aislada en una cueva.

 —No quiero irme del pueblo -le dijo-. En él tengo mi casa, mi huerto, mis vacas... mi vida. Pero el único vecino que tengo, no me deja vivir en paz. ¿Qué puedo hacer para que no se meta conmigo?

 —Algo tan simple como llevar siempre esta piedra en el bolsillo -le respondió la bruja sacándola de la faltriquera-. En cuanto oigas sus pasos, en cuanto veas su sombra, en cuanto huelas su cuerpo, la coges con la mano izquierda, cierras bien el puño, das media vuelta ¡y adiós!, sin hacerle el menor caso echas a correr, a correr y a correr hasta ocultarte de su vista. Pero ojo, mucho ojo, si la aceptas, no dejes de hacerlo, te sacaría el corazón en la primera pelea.

 El cabezón se guardó la piedra y no la dejaba ni a sol ni a sombra. En cuanto percibía la llegada del peleón, soltaba lo que tenía en las manos, la cogía con la izquierda, apretaba el puño, daba media vuelta ¡y adiós!, emprendía carrera hasta acabar escondiéndose entre las ramas de una encina, en el fondo de un baúl, en el vientre de una tinaja, debajo de la cama... con tal acierto que nunca volvieron a verse cara a cara.

 Un día, tan indignado estaba el peleón que se fue a pedir ayuda a la bruja de la cueva.

 —El único vecino que tengo me ha negado el saludo sin motivo y sin razón - dijo con cara de santo-. Quiero deshacer el entuerto con él, pero el muy bellaco huye de mí como de los nublados. ¿Qué puedo hacer para que deje de darme la espalda?

 —Quitarle con la mano derecha una piedra que lleva siempre en el bolsillo - le respondió ella enseñando la campanilla de risa-. Pero ojo, mucho ojo, en cuanto la tengas en tu mano cierra automáticamente el puño, da media vuelta y huye con ella donde nadie vuelva a verte. Si algún humano te pone los ojos encima, la piedra se irá volando con él, se te acabarán todas las fuerzas, y no lo dudes, morirás de miedo delante de sus barbas.

 El peleón no se paró a sopesar los pos y los contras. Sólo quería conseguir aquella piedra que tenía la culpa de su indignación. Y con esta idea acechó al cabezón de día y de noche.

 Pasaron los días, las semanas... y una tarde, cuando el hombre dormía la siesta plácidamente a la sombra de un nogal, se acercó descalzo, sin respirar... le metió la mano derecha en el bolsillo izquierdo y ¡zas!, se la quitó. "¡Canalla!", bramó el cabezón al despertar bruscamente, pero nada pudo hacer para rescatar la piedra. El peleón había dado media vuelta y huía con ella a la cima de la montaña más alta y oculta de donde no volvió a bajar ni vivo ni muerto.

 Entonces, el cabezón, se subió a la torre de la iglesia, y repicó y repicó y repicó las campanas y todos los ausentes volvieron al pueblo para vivir juntos y en paz hasta el final de sus días.

 

Autora: María Jesús Sánchez Oliva. Salamanca, España.

mjsanchezoliva@gmail.com

 

 

 

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