I
Al
oír aquella canción, abrí de par en par la ventana de la salita.
Sonaba
como encajonada entre los muros del enorme bloque de pisos.
Yo
no lograba detectar la procedencia aproximada del aparato de radio que la
emitía.
Entonces
recordé haber escuchado aquel mismo tema, cuya melodía, en tal evocación, se
expandía por todo el exterior de las aulas, sin obstáculos, sin cortapisas.
Las
notas se deslizaban limpias, acariciadoras. Aquella melodía, que hasta entonces
y en mi corta edad no había escuchado nunca, me había subyugado.
Alguien
se decidió más tarde a acompañarlo con la letra:
Estas
son las mañanitas,
Que
cantaba el Rey David,
Y
hoy como es día de tu Santo,
Te
las cantamos a ti.
Me
sentía capaz de discernir entre ambos momentos y, lógicamente, entre las
versiones tan opuestas.
Comencé
a tararear con el propósito de brindar una tercera, pero el eco del patio me
devolvía la voz, obstinadamente. Desistí, embebido en el recuerdo de infancia.
II
Mi
permanencia prolongada en el establecimiento escolar iba a distanciarme por
mucho tiempo de mis padres y hermanos, de mis raíces, de mi tierra.
Ocupamos
dos asientos del tren correo, cuando aún no había amanecido.
La
máquina comenzó a traquetear, entre espasmos y penetrante olor a carbonilla.
Precisaba
detenerse en cada estación y apeadero de su recorrido.
Los
primeros topónimos me resultaban conocidos, porque los había escuchado alguna
vez en mi casa.
Cuando
llevábamos ya un par de horas de viaje, cada vez más lejos de mi pueblo, el tren
hizo parada en Amaroz.
Debía
tratarse de una ciudad, porque según el comentario de algunos pasajeros, se
preveía una parada de media hora.
Mi
padre y yo descendimos la escalerilla, con el fin de localizar una fuente para
beber agua.
Alguien
con una voz chillona y aflautada, pregonaba su mercancía entre el bullicio del
personal: “Gaseosas, cervezas, bocadillos.”
Me
chocó porque eso era, precisamente, lo que había escuchado en otra ocasión en
el andén de mi pueblo.
Recorriendo
aquella estación, nueva para mí, que en aquella jornada matutina acogía una
notable actividad, me invadió cierta satisfacción jactanciosa, pues podría
asegurarles a mis futuros compañeros, que había visitado una ciudad muy
importante.
No
deseaba volver a subir al vagón, porque nos alejaríamos cada vez más; pero,
como una asfixiante contradicción, apremiaba a mi padre para calcular el tiempo
de espera, no fuera que dieran la salida al tren y nos quedáramos abajo.
Sin
embargo, él conversaba animadamente con un hombre que, a mi parecer, había
encontrado por el concurrido recinto.
Al
anunciar la salida por megafonía, buscábamos la entrada de nuestro
departamento.
Me
indicó mi asiento y me puso la mano sobre la madera para orientarme.
Fue
entonces cuando la descubrí.
Era
algo más reducida que las otras que yo había tocado, tanto por su longitud como
por su grosor.
Ligeramente
cóncava en su parte central, comprobé con las yemas de mis dedos que tenía una
inscripción en las dos láminas metálicas.
Le
pregunté el significado. Me enseñó cada una de las letras y aseveró: Es la
marca “Comet Hohner”
No
podía menos que interesarme en reconocer todas las letras del alfabeto,
diferentes de las letras punteadas que acababa de aprender.
Supuse
que se trataba de un regalo muy valioso, con el que tal vez pretendieran
aliviar la murria y la soledad inminentes.
Antes
de que partiéramos de nuevo, tuvimos tiempo de bajar la maleta e introducir la
armónica entre la ropa, para evitarle golpes y posibles daños.
No
era cuestión de probarla en el interior del vagón, para no molestar al resto de
pasajeros.
III
Algún
tiempo después lo hice, efectivamente, paseando por el patio del colegio.
El
primer racimo de notas me pareció similar al claxon de la máquina Diesel de los
trenes.
Luego
me decidí a marcar el ritmo de una marcha que le encantaba a mi padre, pues
sólo precisaba hacer sonar la misma nota con diferentes tiempos.
Tuve
la sensación de que le estaba rindiendo un modestísimo tributo, en la confianza
de progresar en el aprendizaje del instrumento.
Y
en estos experimentos musicales andaba cuando…
¡Cómo
me encantaría saber tocar con ese estilo y sencillez!
Alguien
que venía paseando se atrevió a cantar.
Traté
de localizar aquella nueva armónica, pero no lograba descubrir a su dueño.
Todo
el patio permanecía en expectante silencio de emoción contenida.
Nadie
jugaba, nadie corría, nadie gritaba.
Se
esfumó aquella música y desistí en mis averiguaciones.
Pero
aquel tema sonaba insistente, todos los días a la misma hora, la hora del
recreo matinal.
IV
Advertí
como si alguien, moviendo ligeramente mis dedos, pulsara en el teclado del
teléfono. Y obtuve la respuesta.
Me
aseguró (eso creí entenderle acosado por el aturdimiento) que aún la
conservaba, que disfrutaba tocando en una agrupación; que estaría muy ilusionado
en recuperar aquella amistad.
Yo,
en cambio, aunque siempre guardaba una armónica, la atesoraba oculta en
cualquier cajón, a la espera de algún nostálgico impulso, que en escasas
ocasiones tintineara en mi interior.
Habían
transcurrido muchos años, y ahora se me ofrecía la oportunidad de revivir
tiempos pasados, por el milagro de la música.
Verás;
me pareció oír: el tren tarda un día entero en el trayecto, debemos realizar
varios trasbordos; en Amaroz se detiene media hora porque cambia la máquina.
¿Recuerdas que también sucedía eso en otras dos o tres estaciones?
¿No
te acuerdas de aquella vez que hubo un desprendimiento, que nos tuvo en una
población perdida más de catorce horas?
¿Y
si vuelve a sucedernos?
Además,
aquí está lloviendo mucho y el viento es muy fuerte.
Era
verdad; debíamos esperar tiempos mejores, si es que llegaban.
Hice
lo que me pedía mi espíritu: extraje la armónica del comodín, le despojé del
estuche y fui haciendo sonar cada una de sus notas.
Eran
íntimas, delicadas, tiernas, como el sonido íntimo cálido de la añoranza.
No
obstante, preferí entonar “Las Mañanitas” evocando la melodía de aquella
armónica lejana y melancólica.
La
valoré más auténtica, más próxima a aquellos recobrados anhelos; sobre todo
cuando comprendí que el tren, en efecto, seguiría entreteniéndose con demasiada
parsimonia por los campos del ensueño irrealizable.
Autor: Antonio Martín Figueroa.
Zaragoza, España.