Y la hora Llegó.

 

 En una de mis errabundas mañanas, un viejo que guiaba una carreta tironeada por una mula, se ofreció a acercarme al próximo pueblo. Subí, apenas cruzamos las miradas y prácticamente ni hablamos durante el trayecto. Al llegar y mientras bajaba, él me entregó un pequeño papel doblado y me despidió con un ademán. Ahí nomás me quedé en el pueblo y eché al bolsillo del abrigo aquel papelito, como gesto de respeto al misterioso carretero. Mientras tanto este campesino que me había arrimado siguió en su carreta, con gran paciencia, por el camino seco y vencido hilvanando la nada. Casi que ni nos miramos en la despedida, como si fuéramos tres las mulas, pues cada uno sabía de su rumbo… bueno, digamos que al menos yo suponía que no andaba errado, pues total ni siquiera soy de aquí ni tampoco soy de allá…

Al caminar arrastrando los pies y sacudiendo tierra del viaje, enseguida tropecé con el hambre, la sed, y el frío de la montaña. Miré fijamente la entrada del mesón “Doña Elena”, el único del lugar, con mis ojos latentes y quejumbrosos como un polluelo en el nido esperando a su madre, aunque era en vano, pues sin una moneda solo restaba masticar intrepidez y continuar el viaje.

Dos mujeres mayorcitas cruzaban la calle con la biblia en sus manos, y hacia ellas me fui acercando mientras pensaba que por un trocito de pan duro, yo sería capaz de cualquier sacrificio por rudo que fuese… inclusive hasta confesarme, rezar o comulgar. Pero no me dieron la posibilidad del diálogo, pues me cerraron la puerta en las narices. En medio de la indignación recordé que el campesino me había advertido sobre las “viejas calientes” que andaban por aquí, pero yo no estaba para esos trotes, así que las dos se llevaron un chasco conmigo. Ya encontrarán a quien las atienda….

Proseguí deambulando al tiempo que solo percibía las miradas entre hendijas, de sus escasos habitantes como si fuesen cucarachas, y percibía la aversión a este forastero tan pacífico como una ostra.

De pronto comencé a juguetear entre los dedos con el papelito regalado por el campesino. Al mirar al cielo el tono de los peces en las nubes invadía la intemperie. La curiosidad ya me quemaba los dedos y levantando el papel leí aquel nombre burdamente escrito. Lo leí una y otra vez incrementando mi estupefacción y sin entender nada. Era mi nombre… ¿pero de dónde lo sacó? estaba escrito mi nombre completo…

Truenos y brumas negras como tizones anticipaban un aguacero, lo cual me engendraba mayor inquietud. Ajusté la polvorienta mochila, encajándola en mi espalda y, al mismo tiempo, fui razonando que dentro de mi cabeza se había formado un vacío ambiguo, que podría ser un problema de todo lo que ya habría ocurrido en mí, o lo que sucederá… o… qué sé yo. El reflejo en una ventana me asombró con la imagen de mi rostro, la que hacía muchísimo tiempo no veía. Tantas ondulaciones acumuladas en la piel se confundían con la corteza de un árbol y vaya uno a saber cuántos otoños escondían.

Reaccionando ante las incertidumbres acumuladas, opté por partir en busca del campesino de la carreta, quien no podría haberse alejado demasiado y quien habría de tener una respuesta para mí. El universo se mantenía vetusto, distante, demasiado inmutable Y de repente inicié la marcha mediante atajos e intentando no tomar por el sendero equivocado. Me fui guiando por el despeñadero como hacía la mula, rogando llegar con el sol cerca del poniente y la perspectiva de no quedarme sin agua. Caminé muchísimo y como siempre mis botas parecían convertirse en un par de féretros, pero detenerse sería fallecer, así que por lo tanto, ¡coraje y adelante! Cuando estaba ya por desesperar, divisé a la carreta alejándose en el camino, detrás de un matorral no más alto que un niño. Sentí un alivio por lo fácil que sería perderse en estos parajes de los cóndores.

Conseguí sujetarme de la parte posterior de la carreta y pese a mis esforzados gritos, el campesino solo agitó su brazo como saludando, pero continuaba al tranco de mula sin detener la marcha. Me costó mucho esfuerzo subir con las botas embarradas, ropas sucias malolientes y luego me eché abatido en el piso. No podía verle la cara inmersa en la niebla con llovizna, sumadas a mi extenuación. Insistí en saludarlo para dialogar, eran muchas las cosas que quería preguntarle, y en un momento pegó un jirón con su cabeza entre las tinieblas. Una áspera y sarcástica carcajada irrumpió como un rayo en aquella escena gris. El viejo andrajoso ya no era el mismo viejo que había conocido, pues ahora miraba por negros huecos y tenía intercalados dientes a la vista.

Como reclamando le mostré el papelito con mi nombre y sin dejar de reír me dijo que ya sabía que yo volvería solito. No fueron necesarias muchas explicaciones para distinguir que la carreta era de quien jamás hubiese querido encontrarme, no obstante el asombro y tantas incertidumbres que brotaban de mi semblante, hicieron que el campesino comenzara a dialogar a su manera profesional sobre sus viajes:

- Mira muchacho. Supuse que en nuestro anterior encuentro habías comprendido el mensaje, por lo que ahora ya has perdido el momento, te ha pasado la hora de respirar libremente el aire de la naturaleza y de despedirse de los placeres que brindan a raudales las fuentes del mundo terrenal.

- Pero entonces esto significa que… -murmuré.

- ¡Así es, hombre!, te ha llegado el momento. ¡Eres muy astuto! –Me respondió burlonamente.

Como un relámpago los tiempos vividos se me arremolinaron en la cabeza, lejanos recuerdos en los que creí ver el alma feliz del mundo, tan atractiva como inalcanzable. Se amontonaron imágenes de antiguas pasiones y amores carcomidos por las épocas. Es cierto que vivimos de subida, que casi siempre se va de subida -, pero no es por siempre y por eso aquí estoy. Intenté en fracciones de segundos preparar mi cuerpo y la mente para recibir la llegada de lo inevitable, con los ojos perdidos en la oscuridad. No pensaba en nada. O, más bien, pensaba en el color de la mismísima oscuridad. ¿Qué color tendría la eterna oscuridad? -me preguntaba- ¿Negra como dicen, tal vez? Entendí que debía resignarme y sentí, en compensación, que la oscuridad me "apetecía", que tenía hambre de ella, como se tiene hambre de pan después de un largo viaje.

En medio de una larga carcajada sarcástica, me recalcó que sin embargo, yo sentía mucho miedo. Porque El miedo es poderoso y se mueve solo, arrastrándolo todo consigo.

No finjas nada, muchacho… –recalcó el carretero-. Cuando la vida está agotada, todos los hombres son iguales: pueden fingir valentía, pero no pueden sentirla. El valor es únicamente para los vivos. ¡Jaaajajaaa!

Esto invariablemente es así, hombre, de una manera o de otra, el miedo se transforma en tristeza, la angustia en desencanto y el dolor se aleja probablemente para siempre. Baaah, al menos… eso creo…

Y concluyó disfrutando de esa horripilante y sarcástica risa.

Desde el oblicuo alcancé a ojear la ventana de otros tiempos de vida, evaluando a un planeta tierra complejo y avaro, que me hizo padecer la persecución y bajar la cabeza ante el arribo de la fuerza bruta, la vulgaridad y la intolerancia de quienes formaron mi entorno, y me invadió la resignación.

Mis manos trepidaban y bañado en un sudor frío, me imaginaba atravesando un océano de brumas y silencios, uno de esos mares que se llevan dentro durante años y que se vacían abruptamente en el momento de la muerte. Todo esto no ha sido suficiente para arrancar el aliento de mi ser y desprenderme el alma del cuerpo. Todavía abstraído en la ensoñación, puedo comprobar que amé muchísimo a mi vida, que apenas si me encuentro a medio camino del mundo de los muertos, de la otra vida… Y ahora ya está… solo espero que este viejo carretero entregue el papelito en la puerta del Purgatorio.

 

Auttor:© Edgardo González - Buenos Aires, Argentina.

“Cuando la pluma se agita en manos de un escritor, siempre se remueve algún polvillo de su alma”.

ciegotayc@hotmail.com

 

 

 

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